Safo en 1900

Ene 29 • Reflexiones • 1749 Views • No hay comentarios en Safo en 1900

 

Clásicos y comerciales 

 

POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL 
A diferencia de otras escritoras lesbianas del París de 1900, como Liane de Pougy (1869-1950), autora de un Idilio sáfico (1901) sobre su relación con Natalie Clifford Barney (1876-1972), Pauline Mary Tarn, nacida británica en Londres, en 1877 y conocida por el pseudónimo de Renée Vivien en la poesía francesa, goza de posteridad y actualmente una plaza en el Marais parisino, lo mismo que un premio literario, llevan su nombre.

 

Amante de Clifford Barney, Renée Vivien, fallecida a los 31 años, dejó una muy estimable obra en verso y en prosa sin cuya lectura el paisaje de aquel decadentismo finisecular quedaría incompleto, como una mancha borrosa. Si Clifford Barney y otras de sus parejas reivindicaron su libertad sexual en términos del todo plausibles en nuestra época, rechazando con altivez a la homosexualidad como patología tal cual fue definida entonces por Krafft-Ebing y Havelock Ellis, Renée Vivien prefirió permanecer en las sombras, asociada a esa “contranaturaleza” encarnada por J.K. Huysmans en À rebours (1884), un mundo hipersensible, con las ventanas cerradas para impedir se disiparan las fragancias sublimes y las flores exóticas, las alucinaciones chinescas y el orientalismo.

 

Curiosamente, lo cual resulta incómodo para los actuales estudios de género (véase Renée Vivien à rebours. Études pour un centenaire, 2009) que apenas lo mencionan, quien presentó a Renée Vivien como estrella vespertina en el firmamento, fue Charles Maurras (1868-1952), el jefe de la Acción Francesa, la figura dominante de la derecha durante media centuria y entonces influyente crítico literario. En Le Romantisme féminin. Allégorie du sentiment désordonné (1904), considerando que siendo la escuela romántica peyorativamente femenina, sólo las escritoras podían interpretar correctamente el romanticismo, Maurras le dio a Renée Vivien un lugar de honor entre quienes se ocuparon de ese cadáver insepulto.

 

Pero debe precisarse que aunque Maurras estuviera al tanto de la vida erótica de Renée Vivien, lo “sáfico”, término que se prefería al de “lesbiana”, no estaba asociado explícitamente (ni de manera “clínica”) a la homosexualidad femenina. Era un gusto del orden lírico, aunque, como es evidente, sospechoso de transgresión. Esa noción era buena para Charles Baudelaire en 1857 (uno de los primeros títulos para Las flores del mal, antes que se impusiese esa sugerencia de Hippolyte Babou, fue Las lesbianas) como lo será después para Maurras. Pero aquello ya era anticuado para Renée Vivien y sus amigas, quienes en Safo reclamaban una filiación tanto poética como sexual, según dice Nicole G. Albert.

 

La obra de Renée Vivien ha sido reeditada y comentada, junto a su correspondencia con sus preceptores y amigos. Uno de ellos, Pierre Louÿs, autor de las célebres Canciones de Bilitis (1894), la desdeñó a favor de Clifford Barney, también amante de Renée Vivien y consentida del crítico Remy de Gourmont. Clifford Barney era una escritora menos seria que Renée Vivien pero fue acaso la última salonnière, regenta de una academia informal de mujeres de letras abierta a un público selecto de ambos sexos, durante buena parte del siglo XX, en la orilla izquierda de París.

 

Natalie Clifford Barney, retrato pintado por su madre en 1896. Crédito: Smithsonian Institution Press

 

“La Safo de 1900”, como la llamó otro crítico, André Billy, se presentó como autora con tres libros que entusiasmaron a Maurras: Études et préludes, Cendres et poussières y Brumes de Fjord. Ese último título hizo creer al público que su pseudónimo ocultaba a un autor noruego. Traductora de Dante, Renée Vivien citaba a Algernon Charles Swinburne, se familiarizó con el latín de Catulo y con el griego de Safo de Lesbos, a quien tradujo. Fue esta inglesa, hija de un millonario estadounidense, una poeta clasicista creadora de un pequeño pero eficaz sistema mitológico, a ratos órfico, siempre necrofílico.

 

“Dominada por Baudelaire” y su cómplice al marchitarse Las flores del mal, apunta Maurras, Renée Vivien fue ducha en religión, en moral, en historia y en literatura. Sin ningún escrúpulo, el reaccionario Maurras exaltaba “la luz que con sus misterios transfigura”, representativos los libros de Renée Vivien de un “francés incisivo”, una segunda lengua que convertía su “cuerpo indeciso” en el de una “Safo moderna” plena de gracia. Antirromántico, Maurras no se ahorró las críticas contra “el amor del amor que mata el amor” y más aún si es el “amor del pecado”. Empero, Renée Vivien, lectora de Safo que peregrinó hasta la isla de Lesbos, tenía una naturaleza de “mujer moderna” fascinante para Maurras, porque “pone en orden, en cuanto al pecado, a la sacerdotisa de Mitilene. Ella es mejor cristiana que usted y que yo”. Lo dijo Maurras, quien por agnóstico fue condenado por el papa en 1926.

 

Maurras, profeta de la latinidad, disocia a Renée Vivien del cristianismo anglosajón complacido, según él, en el mal para disfrutar de la piedad. El suyo es un Dios femenino. La cita en homenaje a la “diosa del atardecer, de las ruinas, de la tarde!”: “El olor de los marchitos lirios y de las ramas podridas/ Exhala de tus vestidos con los pliegues cansados: ¡tus ojos/ Siguen con languidez sus pálidas ensoñaciones!/ En tu voz se desgarra todavía el sollozo de los adioses/ Te pareces a todo aquello que se inclina y decae./ Pasiva, apresas el dolor sin reservas/ Donde tu cuerpo ha guardado la actitud divina/ …. Al fondo de la angustia infinita/ Tu saboreas el gusto y el olor de la muerte”.

 

Como era previsible, Maurras utiliza a Renée Vivien contra Des Esseintes, el héroe de Huysmans, en cuyo pozo de torturas decadentistas nunca se deja caer la poeta y remata: “Sabemos que estamos ante un sofisma fatuo cuando un Vigny o un Baudelaire vienen a asegurarnos que el genio los ha hecho solitarios y que esa soledad nacida de su propio estro les promete, matemáticamente, la desdicha. Pero Renée Vivien, revisando las más famosas bellezas de la historia antigua y moderna, las hace confesar sucesivamente marcadas por ‘el astro fatal’ que anima el amor, aunque ninguna entre ellas se puede confesar ‘dichosa’; la conclusión, el aproximamiento, la concepción misma de ese poema, sin cesar de ser poco razonable, no es chocante en el espíritu de una muchacha donde el infantilismo aparece como más conveniente que la razón”.
La academia ha hecho su pequeña industria con Renée Vivien, estudiando desde su anorexia (en 1900, como nos recuerda Suzanne Rodriguez en Natalie Barney: corazón indómito —2003— no existía ni el nombre ni el concepto de esa enfermedad) hasta la función de la perfumería en su obra. Si es políticamente incorrecto de mentar que su valedor literario más célebre fue Maurras, varón e ícono de la derecha, tampoco se tiene muy presente a una Colette (1873-1954) asimilable con dificultad a los feminismos contemporáneos, quien dedicó páginas inolvidables a la decadencia y agonía de Renée Vivien, en su día su joven amante.

 

La escritora Colette, fotografía tomada por Henri Maurel. Crédito: Especial

 

Uno de los libros más hermosos que he leído, es Le pur et l’impur (1932), de Colette y no sabría explicar por qué pues sólo son algunos de sus recuerdos amorosos. Allí, la gran escritora francesa recordó a su “pequeña inglesa”, consumida, en efecto, por la anorexia, la toxicomanía y el alcoholismo, para morir el 18 de noviembre de 1909, tras convertirse, como era su sueño poético, en un muerto-vivo cuyos escasos paseos por la calle, apoyada en un bastón, espantaban a propios y extraños.

 

“La mirada encantadora de Renée”, escribió Colette, “apenas si reflejaba cierta puerilidad, por las mejillas infladas y suaves, esponjosas, la inocencia de su labio superior, elevado, a la inglesa, sobre cuatro pequeños dientes. Una sonrisa tan brillante como frecuente iluminaba sus ojos color castaño, algunas veces cafés, otras verdes gracias al sol. Llevaba sus cabellos largos, rubios y plateados, finos y alisados, ajustados desde un chongo desde el cual caían, uno por uno, desenvolviéndose como trigo fino… No hay un rasgo de esa joven mirada que no tenga yo presente. Todo estaba dicho allí: la infancia, la malicia, la propensión a reír. ¿Dónde encontrar entre la cabellera plateada y los tiernos hoyuelos de su mentón descolorido y débil, un pliegue que no fuese risueño, el índice y la morada de la trágica tristeza cuyo ritmo domina los versos de Renée
Vivien?”

 

FOTO: Retrato de Renée Vivien, por Otto Wegener /Crédito de foto: Smithsonian Institution Archives

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