El cartel como trofeo cultural: Carlos Monsiváis en el libro “Suave trazo. Rafael López Castro. Diseñador gráfico mexicano”
Monsiváis dedicó este artículo a López Castro con motivo de su exposición en el Museo Carrillo Gil en 1993
POR CARLOS MONSIVÁIS
A fines de la década de los cuarenta, en el suplemento México en la Cultura del diario Novedades dirigido por Fernando Benítez, se inicia entre nosotros un vuelco en las concepciones tipográficas. Un refugiado español, Miguel Prieto, se empeña en ampliar los caminos y posibilidades a materiales antes considerados inertes. Grandes espacios donde el poema se agrega al natural y brillantemente, distribución beligerante de las entrevistas, fina austeridad que, tímida y casi avergonzada, no pretendía convocar la atención del lector. A la muerte de Prieto, un joven discípulo suyo, Vicente Rojo, aprovecha y amplía la herencia: que la ilustración deje serlo dócilmente y se vuelva el contrapunto, la afirmación dialéctica de lo que ilustra, que el formato le añada variadamente significación a su contenido. Cada página debe significar por cuenta propia, tener un peso visual que enmarque, refute y apoye el material escrito. Por esos años, Rojo empieza a colaborar con una imprenta, la Madero, formando revistas, originando en creciente profusión carteles y portadas de libros. Por su cuenta, sin jamás ufanarse de ello, Vicente Rojo —a quien se le debe la gran exposición de su extraordinaria obra tipográfica—acrece la legitimidad de las publicaciones culturales, vuelve coleccionables los carteles, combate el adocenamiento en la presentación del libro.
Rafael López Castro es uno de los jóvenes que se han preparado al lado de Rojo en la Imprenta Madero. Dotado de una gran capacidad de trabajo, ha aprovechado el impulso formativo y ha sabido incorporar en su estilo las lecciones internacionales del cartel polaco y el cubano, del norteamericano y el inglés, al tiempo que afirma, con el aporte personal del caso, una nueva y ya importante tendencia o tradición. López Castro lo ha experimentado y lo ha comprendido: el cartel, del siglo pasado, rebasa su encomienda difusora y más que un anuncio, sintetiza belicosamente el objeto anunciado, se torna experiencia visual que solicita de su espectador un reconocimiento a la vez informativo y estético. No es gratuita la inclusión de un artista como Milton Glaser, diseñador de carteles y portadas de libros, en los shows del Museum of Modern Art, como también tiene mucho sentido la actual exposición de Rafael López Castro. Al cartel puede vérsele desde luego como un convenio del privilegio; como un signo del buen gusto entre comillas burgués o demostración del estatus social y cultural de quien lo colecciona o lo requiere publicitariamente. (Esto podría explicar, por ejemplo, el bajísimo nivel del cartel político en México, dominado por la idea de que su fin no es el convencimiento sino el adorno inofensivo). Sí, al parecer es inevitable la idea prevaleciente del cartel como “trofeo cultural” (Susan Sontag) lo que le corresponde a un artista gráfico es proponer a lo largo de su tarea nuevas y alegres formas de educación visual, síntesis entusiastas de la cultura plástica que le ofrecerá a esas mayorías que entran en contacto, fugazmente, con los ofrecimientos de toda índole del cartel. López Castro ha experimentado con el espacio del cartel, lo ha distribuido con suprema habilidad, ha insistido en las variantes del color de la letra, ha creado aprovechándose del “buen” y el “mal” gusto, una vasta serie estética y propagandística. El único problema es que hoy, dada la naturaleza preservable de la exposición, el espectador no puede o refrendar tal calidad o iniciarse como coleccionista de los carteles de Rafael López Castro.
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