Marginales y excéntricos

Nov 30 • destacamos, principales, Reflexiones • 3919 Views • No hay comentarios en Marginales y excéntricos

 

POR JACOBO SEFAMÍ

 

I. En su conocido ataque al nacionalismo literario en “El escritor argentino y la

tradición”, Borges destaca a los judíos dentro de la cultura occidental: “Recuerdo aquí

un ensayo de Thorstein Veblen, sociólogo norteamericano, sobre la preeminencia de

los judíos en la cultura occidental. Se pregunta si esa preeminencia permite conjeturar

una superioridad innata de los judíos, y contesta que no; dice que sobresalen en la

cultura occidental, porque actúan dentro de esa cultura y al mismo tiempo no se sienten

atados a ella por una devoción especial; ‘por eso —dice— a un judío siempre le será

más fácil que a un occidental no judío innovar en la cultura occidental’; y lo mismo

podemos decir de los irlandeses en la cultura de Inglaterra… Creo que los argentinos, los

sudamericanos en general, estamos en una situación análoga; podemos manejar todos los

temas europeos, manejarlos sin supersticiones, con una irreverencia que puede tener, y

ya tiene, consecuencias afortunadas”. Así, se podría conjeturar, siguiendo a Borges, que

la escritura judía sería el ejemplo de lo marginal, lo excéntrico y lo irreverente; se mueve

en los antípodas de la imposición nacionalista, y en ese sentido su función es crítica

respecto del discurso dominante. También se podría agregar el elemento lingüístico

desestabilizador. Ya sea que se empleen idiomas propios de los judíos en entornos ajenos

a los mismos —el yiddish en Nueva York, Buenos Aires o México; el judeoespañol en

Estambul, Salónica o Montreal—, o invenciones que diverjan del habla de la mayoría;

por ejemplo, la incursión del hebreo y el árabe de las comunidades de judíos sirios en el

inglés de Brooklyn (Nueva York) y Manchester, Inglaterra, en el portugués de Río de

Janeiro o en el español de la ciudad de México.

Pero, ¿en qué medida los rasgos antes señalados —en cuanto a su función “irreverente”

en el marco de las culturas dominantes— dan cohesión o unidad a la diversidad de

propuestas? ¿Es el desborde de los marcos de imposición de normas (territorio, idioma,

religión) la actitud consensuada del gesto de esta escritura? El crítico norteamericano

Harold Bloom destaca la Torá (los primeros cinco libros de la Biblia o Pentateuco), como

el texto de referencia: “Toda la escritura judía tiende a ser excesivamente interpretativa…

Lo que ha de interpretar, en último término y, sin embargo, indirectamente, es la Biblia

hebrea, puesto que ésa ha sido siempre la función de la escritura judía, o más bien su

carga: cómo abrir la Biblia para el sufrimiento particular de uno”. A pesar de que haya

escritores judíos que no aborden para nada el tema religioso, Bloom alude a la Biblia

como influencia obligada, aunque su presencia sea insospechada o invisible. Hay que

recordar —por otra parte— que la historia del judaísmo no sólo evoca una religión,

sino también ciertas constantes que derivan de la diáspora: marginación, persecución

(expulsiones, pogromos, genocidios) y alteridad que puede derivar en hibrideces

culturales, lingüísticas, raciales, literarias, etcétera. Una escritura judía presupondría un

cuestionamiento de la identidad (dado que siempre aparecen al menos dos pertenencias

identitarias) y/o una amalgama cultural que yuxtapone registros dispares, ya sea en el

ámbito culinario (tacos kosher, kipes con guacamole, gefilte fish a la veracruzana) o en

rituales que reinventan su tradición (tequila en el panteón en la víspera de Yom Kipur,

bolo después de la ceremonia de circuncisión, decir la oración del shemá como si se

tratara de persignarse). Hay que señalar, por lo demás, que todo escritor judío responde a

las premisas estéticas que rigen en su respectiva literatura nacional. Los escritores judíos

en México abarcan innumerables temas, y sólo en menor medida atenderán a sus orígenes

y experiencias personales.

Un excelente ejemplo para ilustrar la convergencia de las tradiciones judía y

latinoamericana es el enorme volumen de Isaac Goldemberg, El gran libro de América

judía, de 1998. Se trata de una amplísima antología de 1,236 páginas (publicada por la

Universidad de Puerto Rico), en las que se incluyen textos de 140 escritores. El libro

está dividido, a su vez, en trece libros englobados con letras en hebreo, en lugar de

números, y titulados al estilo bíblico. Además, elimina los nombres de los autores en

las entradas de cada selección (al final sí aparece una guía de fuentes), de modo que

el volumen se presenta como una voz colectiva y múltiple. Sin saber quién es el autor,

los textos colindan como si fueran anónimos y estuvieran escritos por la colectividad.

Nadie puede dudar de que Isaac Chocrón, Juan Gelman, Margo Glantz, José Kozer o el

mismo Goldemberg pertenecen respectivamente a las tradiciones literarias de Venezuela,

Argentina, México, Cuba y Perú pero, a la vez, nadie puede dudar tampoco que sus obras

emergen desde su idiosincrasia judía.

 

II. Los judíos llegan a México con los conquistadores y colonizadores españoles. Su

presencia está documentada en los juicios de la Inquisición en la Nueva España.

Hernando Alonso, miembro del ejército de Cortés, fue uno de los primeros en ser

quemado en la hoguera por sus prácticas judaizantes, en 1528. En esa historia de

persecución también entran las contradicciones. Al conceder las capitulaciones a Luis de

Carvajal en 1579, para conquistar y colonizar la provincia de Nuevo León, y llevar cien

hombres, sesenta de ellos casados, el rey Felipe II da instrucciones de no pedir ninguna

información (para comprobar que fueran “cristianos viejos”). Eso explica, quizá, que en

la ciudad de Monterrey prevalezca la cultura culinaria del cabrito, en lugar de la del

cerdo. Por otra parte, se han logrado identificar ciertas calles del centro de la ciudad de

México donde los criptojudíos residían: Donceles, Tacuba, Manrique (actual calle de

Palma); lo interesante es que se ubicaban a tan sólo dos calles de las oficinas de la

Inquisición (en la actual Plaza de Santo Domingo). Fueron periodos de tolerancia en que

los inquisidores y los gobernantes pretendían ignorar las prácticas de la pequeña

comunidad judía, tan próxima. Sólo cuando surgen conflictos de índole político y

económico entre la comunidad y el virrey marqués de Coruña en 1589, es cuando

vuelven los juicios, las torturas y la hoguera. Además de la conocida autobiografía de

Luis de Carvajal el mozo, en los últimos años han salido a relucir otros juicios,

incluyendo el de la hermana, Leonor de Carvajal (de 1595). A lo largo de más de seis

meses frente al tribunal, Leonor se ve obligada a referir los poemas y las canciones que

formaban parte del entorno cultural comunitario y que la incriminaban como judaizante.

Esta canción en torno al sábado, como día de descanso, justificaba su tormento y el de su

familia: “En todas vuestras moradas / Fuego no ençendáis / En el sábado que holgáis/

Porque serán condemnadas / Las almas si tal obráis”.

 

III. La libertad de credo en México fue decretada por Maximiliano en 1865, gracias al

previo triunfo de Benito Juárez en la Guerra de Reforma. Aunque judíos pudientes (sobre

todo de Francia, Inglaterra y Alemania) llegaron a México hacia finales del siglo XIX,

la migración mayor ocurrió poco después; primero, sefardíes desde los diferentes países

que conformaban el imperio otomano (empujados por las guerras intestinas y la Primera

Guerra Mundial) y, luego, ashkenazíes de Europa del Este, particularmente Rusia,

Ucrania, Lituania y Polonia, que huían de los pogromos y las hambrunas.

Con una asociación pública, creada en 1912, los judíos se establecieron mayormente en el

centro de la ciudad de México. Pocos años después, ya comenzaban a aparecer periódicos

y revistas. La primera literatura judía en el México del siglo XX fue escrita en yiddish:

Jacobo Glantz, Yitjok Berliner y Moisés Glikovsky (véase Tres caminos. El germen

de la literatura judía en México, 1997). En 1936, Diego Rivera ilustra la edición de los

poemas de Berliner titulada Shtot Fun Palatzn (La ciudad de los palacios), dedicados

a ciertos recorridos por los barrios bajos de la ciudad de México (Tepito es uno de

ellos). Glantz describe su extranjería frente al nuevo entorno mexicano, mientras

que Glikovsky presenta una mayor reflexión metafísica.

 

IV. En las décadas de los setenta y ochenta emerge una nueva generación, en que

se privilegia la perspectiva femenina. Las novelas históricas de Angelina Muñiz,

Morada interior (1972) y Tierra adentro (1977), se abocaron al conflicto de los

criptojudíos en el ámbito hostil de la España del siglo XVI, ya sea a través de la

recreación o invención de un diario que revela las intimidades de Santa Teresa

de Jesús, en la primera; o el viaje que se procura un adolescente hacia la tierra

prometida, en la segunda. Perteneciente a la generación de medio siglo (Juan

García Ponce, Salvador Elizondo, etcétera), Esther Seligson publica libros sinuosos,

sugerentes, eróticos, recreaciones de ámbitos íntimos, ensoñaciones poéticas. Sus

amplios intereses filosóficos la llevaron a explorar por igual la mitología griega,

el hinduismo, el taoísmo, el I Ching, el sufismo y la cábala. La morada en el tiempo

(1981) intenta una reescritura bíblica femenina en que se conciben las constantes

de la persecución judía desde un “yo” que absorbe todo el tiempo anterior y mira

la historia (repetida e interminable) de la diáspora. También de esa generación

es Margo Glantz, quizá la escritora judía más importante y reconocida de México.

Aunque su obra es amplísima, aquí destaco Las genealogías (1982), un libro que

revela una actitud crítica, escéptica, juguetona, irreverente, irónica y mordaz, en

donde lo judío se presenta como lo “abigarrado”, lo híbrido que mezcla tradiciones.

Mientras que en la primera parte se retrata el entorno cultural yiddish de Europa

Oriental, alrededor de la figura del padre, en la segunda se ciñe al ámbito intelectual

mexicano, centrado en el restaurante Carmel de la zona rosa. La poeta Gloria

Gervitz, por su parte, ha concebido un solo libro, Migraciones (iniciado con Shajarit,

en 1979), que se ha ido extendiendo a lo largo de su vida. En las primeras partes,

hace eco a las voces de mujeres migrantes de Europa Oriental. Con un verso ceñido,

que acude a los blancos como silencios, y a ciertas oraciones de la liturgia judía, el

poema alude a la pérdida de un pasado sólo rescatable a través de la memoria y la

escritura.

 

V. La conocida dramaturga Sabina Berman establece un diálogo con la abuela en

La bobe (1990), una novela en que se reflexiona acerca de la tradición judía y su

ruptura por la narradora. Con Dos mujeres (1990), Sara Levi Calderón (seudónimo)

transgrede la rigidez social para presentar una relación homoerótica que fuerza a

su protagonista a deslindarse de sus lazos familiares y comunitarios. En Novia que

te vea (1992) e Hisho que te nazca (1996), Rosa Nissán representa el mundo sefardí

contemporáneo en México (incorporando novedosamente el judeoespañol a esta

literatura), a través de la historia de una niña (después mujer) de familia turca. La

tensión está en establecer un modo distinto de percibir la mexicanidad, también

con alusiones claras a las diferencias entre los distintos grupos de inmigrantes

judíos. Jacobo Sefamí (Los dolientes, 2004) y Eloy Urroz (Un siglo tras de mí, 2004)

se ocupan de la variante árabe (oriundos de Damasco y Alepo, Siria) en sus novelas.

Ya sea como saga familiar en Urroz o como disquisición de rituales de luto en que

se permea la oralidad de una jerga mexicana constantemente salpicada por el léxico

árabe y hebreo en Sefamí, estas obras ofrecen perspectivas quizá inusitadas, dada

la preponderancia de las representaciones ashkenazíes. Aunque había alusiones a

su herencia sefardí en su poesía inicial, con Tela de sevoya (2012) Myriam Moscona

realiza la mejor representación de esos orígenes. Se trata de un libro múltiple, con

varias secciones, que van alternando secuencias, ya sea como novela autobiográfica

sobre las peripecias de una niña sefardí, diario de viajes, manual informativo sobre

el exilio sefardí y la desaparición del judeoespañol, o relatos fantasmagóricos de los

sueños y obsesiones interiores de una niña/mujer que habla con los muertos. En el

ensayo, destaca Esther Cohen con sus brillantes análisis de la cábala, e Ilán Stavans

que ha fungido como editor de innumerables obras, y ha también reflexionado sobre

la identidad judía en múltiples ocasiones.

Además de interesantes propuestas poéticas de Alejandro Tarrab y Jenny Asse, la

lista de escritores en la última década es bastante larga. Este escueto inventario

es, obviamente, incompleto e insuficiente; intenta, tan sólo, ilustrar algunos de los

modos en que se ha ejercido esta producción literaria. Aunque casi todos (¿o todos?

) los autores judíos expuestos anteriormente se rehusarían a encasillarse sólo como

judíos, su literatura es una buena muestra del carácter desestabilizador, excéntrico e

irreverente que como minoría procuran en la visión canónica y global de México.

 

*Fotografía: Margo Glantz/ARCHIVO/EL UNIVERSAL.

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