La herejía astronómica de Galileo Galilei

Feb 26 • Reflexiones • 1568 Views • No hay comentarios en La herejía astronómica de Galileo Galilei

 

Publicado en 1610, el Mensajero Sideral es una detallada descripción de los cuerpos celestes, entre ellos, las lunas de Júpiter; derivado de su publicación, un año después Galileo fue puesto en prisión domiciliaria hasta su muerte, en 1642

 

POR RAÚL ROJAS
Con Sidereus Nuncius (Mensajero Sideral), un breve libro de 1610 del físico y matemático Galileo Galilei, comienza la era de las observaciones astronómicas basadas en el telescopio. Nadie antes que el científico italiano había descrito descubrimientos basados en el uso de este instrumento. Hasta entonces, los grandes astrónomos, como Tycho Brahe o Kepler, se habían contentado con observaciones oculares directas, sin ayuda de lentes, aunque apoyados en diversos aparatos que servían para poder registrar los ángulos de las estrellas o planetas. En el Mensajero, Galileo está plenamente consciente de que está reportando descubrimientos de gran trascendencia. Quizá por eso el título completo de su obra (con mayúsculas de Galileo) es tan rimbombante:

 

El MENSAJERO SIDERAL, desvelando grandes e inusuales vistas, poniéndolas a la consideración de cualquiera, especialmente de los filósofos y astrónomos, como los OBSERVÓ GALILEO GALILEI, ciudadano de Florencia, profesor de matemáticas en la Universidad de Padua, CON LA AYUDA DEL LENTE ESPÍA inventado recientemente por él, de la superficie de la luna, de innumerables estrellas fijas, de la Vía Láctea y nébulas, pero sobre todo de CUATRO PLANETAS rotando rápidamente alrededor de Júpiter con diferentes distancias y períodos, y desconocidos hasta que el autor los descubrió y decidió que deberían ser llamados LAS ESTRELLAS MEDICI.

 

Como ya mencioné arriba, el libro fue publicado en 1610 y ya para entonces Galileo había hecho significativos descubrimientos científicos como profesor en Florencia y en Pisa. Pudo explicar, por ejemplo, que el periodo de un péndulo depende sólo de su longitud. También propuso que el estado de movimiento de un cuerpo se mantiene constante, a menos que se le aplique una fuerza. Es lo que llamamos la ley de la inercia, que lo llevó a estudiar el movimiento uniformemente acelerado. Leyendas difíciles de verificar le atribuyen haber demostrado, en la torre inclinada de Pisa, que los objetos caen a la misma velocidad, independientemente de su peso, si la resistencia del aire es despreciable. Para cuando Galileo escribe el Mensajero, ya era una celebridad académica.

 

Galileo explica en su libro (que también se podría traducir como Mensaje Sideral) cómo es que decidió construir su primer telescopio. Diez meses antes del reporte de sus observaciones, se enteró de la invención del telescopio por un holandés. Logró hacerse de una descripción de los lentes que había usado y confeccionó un primer prototipo con un factor de aumento de tres. Se sumergió en el estudio de la óptica y finalmente pudo manufacturar un telescopio con un factor de aumento de 30. Podemos mejor vislumbrar lo novedoso de lo que estaba haciendo Galileo si consideramos que en esa época la palabra “telescopio” ni siquiera existía, ya que fue acuñada hasta 1647. A esos instrumentos se les llamaba “lentes para espiar” y Galileo los denomina, alternativamente, en su manuscrito en latín, perspicillum, specillum instrumentum, organum, occhiale, oculare tubus, arundo dioptrica. En el Mensajero, Galileo urge a sus lectores a reproducir sus observaciones, pero les advierte que se requiere al menos un factor 20 de aumento. Es decir, cada astrónomo tenía que construir sus propios instrumentos, como hizo Kepler inmediatamente después de leer el Mensajero.

 

¿Qué descubrió Galileo con su telescopio? Pues precisamente todas las cosas que anuncia en el largo título de su obra. Lo que hizo, en primer lugar, fue observar acuciosamente la superficie de la luna. Descubrió que no era una esfera perfecta, como habían postulado los filósofos de la antigüedad. En el borde entre la parte iluminada y la parte obscura de la luna, Galileo pudo observar promontorios y cráteres, cuyas sombras se desplazaban a medida que progresaba la noche. Observó que, en los cráteres, la sombra siempre estaba del lado de donde provenían los rayos del sol mientras que el lado opuesto estaba bien iluminado. Más aún, del movimiento de las sombras Galileo pudo estimar la altura de algunas montañas y calculó que varias de ellas eran mayores que las que podemos encontrar en la tierra. En pocas palabras: la luna tiene un perfil orográfico similar al de nuestro planeta. Es un mundo en sí mismo.

 

Galileo especuló, sin embargo, dos cosas que a la larga no resultaron ciertas: por un lado, que el lado oculto de la luna podría albergar océanos. Por otra parte, supone que la luna tiene una atmósfera que hay que tener en cuenta para corregir las mediciones astronómicas, alteradas por la refracción de la luz en esa cubierta gaseosa. Pero Galileo acierta al explicar que la parte obscura de la luna recibe también luz irradiada de algún lado, es decir, nada menos que de la tierra, que la refleja del sol y así matiza la penumbra absoluta que de otra manera cubriría al lado obscuro. Galileo ilustró el Mensajero con magníficos diagramas de sus observaciones de las diferentes fases de la luna. Sus dibujos son tan estéticos como los de Robert Hooke en su Micrografía, cuando en 1665 describió el mundo infinito hacia abajo, visto desde el microscopio.

 

Galileo aclara en su libro que apuntando el telescopio a las estrellas fijas no es posible determinar su verdadero radio, dada la gran distancia a la que se encuentran. Pero sí es posible observar un mucho mayor número de ellas, hasta diez veces más de las conocidas. Y esto es relevante porque explica que la Vía Láctea, y otras “nebulosas”, no son en realidad nubes de gases, sino grupos de innumerables estrellas sólo visibles con el telescopio. Parecieran ser nubes sólo por la gran distancia a la que se encuentran.

 

Si todo esto son aún observaciones que no necesariamente iban a alterar la visión cosmológica de su época, el último descubrimiento que describe es el más relevante. Observando a Júpiter, Galileo pudo ser testigo del movimiento de cuatro lunas alrededor del planeta joviano. Observó su movimiento durante varias semanas, anotando sus posiciones todos los días. Era la primera vez que se podía observar a cuerpos celestes girando alrededor de otros, y no de la tierra. Recordemos que a pesar de que Copérnico ya había postulado que la tierra gira alrededor del sol, la teoría heliocéntrica copernicana era todavía considerada por muchos un subterfugio matemático para calcular los mismos movimientos que el sistema geocéntrico de Ptolomeo arrojaba, incluso de manera más precisa. Como es sabido, en el sistema de Ptolomeo todos los planetas, la luna y el sol, giran alrededor de la tierra. El lugar de nuestro planeta como centro del universo, tan importante para la iglesia, quedaba así canonizado.

 

Sin embargo, Galileo pudo registrar con su telescopio aquellas cuatro lunas (aunque las llamó planetas) girando alrededor de Júpiter y no de la tierra. Era esta la primera observación astronómica que inequívocamente demostraba que no todos los planetas giran alrededor nuestro. Además, Júpiter mantiene a esas lunas capturadas en sus órbitas y las arrastra en su rotación alrededor del sol. A esos cuatro satélites hoy se les llama Io, Europa, Ganymede y Callisto. Gracias a los telescopios modernos y a las sondas espaciales, se han descubierto 79 objetos orbitando a Júpiter, 53 de los cuales ya han recibido nombres. Lo que Galileo descubrió fueron las cuatro lunas más grandes.

 

El Mensajero tuvo repercusiones inmediatas. Todos los astrónomos europeos se apresuraron a fabricar sus propios telescopios y comenzó una nueva época de observaciones astronómicas de precisión. Galileo mismo pudo contribuir más adelante con su descripción de las manchas solares, lo que mostraba que el sol giraba sobre su propio eje. Pero más relevante, en términos de verificar el sistema heliocéntrico, fue que Galileo pudo demostrar que Venus presentaba también fases de iluminación similares a las de la luna, lo que no podía ocurrir en el sistema de Ptolomeo. Era este un argumento contundente, junto con las lunas de Júpiter, en favor del sistema de Copérnico.

 

Y así lo dijo Galileo en su famoso Diálogo sobre los dos principales sistemas del mundo, de 1632. Ahí el astrónomo habla a través de Salviati y debate con Simplicio, un seguidor de Ptolomeo. Galileo explica, uno por uno, todos los experimentos y observaciones astronómicas que confirman al sistema copernicano y despeja las dudas cinemáticas de Simplicio. Al Papa Urbano VIII, el Diálogo no le hizo ninguna gracia (se dice que Simplicio representaba a su alter ego en el libro). Ya desde 1616 la Inquisición había comenzado a ocuparse de las obras de Galileo y había calificado al heliocentrismo de herejía. Pero en lugar de tratar de mantenerse “bajo el radar” de la iglesia, Galileo siguió publicando, por ejemplo, su teoría de las mareas que estaba basada en la rotación de la tierra alrededor de su eje. Y si el Mensajero inauguró toda una nueva época en la astronomía, el Diálogo era lo que podríamos llamar popularización de la ciencia, es decir, tenía un mayor alcance. Un año después de su publicación, Galileo fue puesto bajo prisión domiciliaria hasta su muerte, en 1642. Todas sus obras, existentes y futuras, fueron ingresadas al Index Librorum Prohibitorium. Fue hasta 1758 que la iglesia determinó que el heliocentrismo no era una herejía, pero los libros de Copérnico y de Galileo siguieron estando prohibidos y salieron del Index apenas en 1835. En 1992, el Papa Juan Pablo II proclamó oficialmente que Galileo tenía razón. A esas alturas ya habían pasado 23 años desde que el primer astronauta había caminado sobre la superficie de la luna.

 

En 1995, la sonda “Galileo”, construida por la NASA, entró en órbita alrededor de Júpiter. Armado con toda una batería de sensores, pudo analizar la composición de la atmósfera, la dinámica de las nubes que cubren al planeta, así como las emisiones de luz y partículas elementales del mismo. Un módulo de descenso ingresó a la atmósfera del planeta gigante. Con sus cámaras, las sondas proporcionaron las mejores imágenes obtenidas hasta entonces de las lunas de Júpiter. ¡Habían transcurrido 385 años desde que Galileo apuntó su telescopio hacia el firmamento y las había visto! Hoy se especula que algunas de esas lunas podrían albergar vida, lo que confirmaría brillantemente la intuición de Galileo de 1610 de que hay cuerpos celestes muy semejantes a la tierra.

 

FOTO: Galileo en la Universidad de Padua demostrando las nuevas teorías astronómicas, óleo de Félix Parra, 1873 / Crédito de foto: MUNAL

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