Pasolini en la India

Abr 23 • Reflexiones • 1324 Views • No hay comentarios en Pasolini en la India

 

Clásicos y comerciales 

 

POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL 
De la vasta obra de polímata de Pier Paolo Pasolini (1922-1975) que incluye los guiones de sus películas (las filmadas y las no filmadas, que no fueron pocas), desconocía yo su reportaje sobre la India, resultado de su visita al subcontinente, a principios de 1960, en compañía de sus inseparables amigos Elsa Morante y Alberto Moravia, quienes vivían el último trecho de su vida en común. Pasolini, a su vez, debutaría poco después como director de cine, con Accattone y Mamma Roma. La fama y la fortuna no terminó con su asesinato, en Ostia, el 2 de noviembre de 1975. Pocos, para bien y para mal, han querido cerrar el caso, como si al hacerlo, estuviesen descartando el regreso de cierto tipo de mesías.

 

En El olor de la India (1962; Península, 2017), como en casi todos los libros de Pasolini —cuyo centenario de nacimiento se festejó el 5 de marzo pasado— está lo mejor y lo peor de quien fuera una de las inteligencias más fecundas y versátiles del siglo pasado. Casi siempre genial y con frecuencia impresentable, el suyo fue un espíritu en contradicción al cual le complacía mostrarse en combate contra sí mismo.

 

Fue poeta, crítico literario, lingüista erudito, narrador, ensayista político y ensayista a secas, director no sólo de cine sino de teatro, argumentista, dramaturgo, una potencia intelectual de enorme gravitación cuya militancia marxista y fe católica estuvo marcada por la rebeldía ante sus iglesias electivas. No sería extraño que su visión de la homosexualidad como otra de las formas de la rebelión antiburguesa, llamase hoy día la atención de quienes cancelan en nombre de puritanismos dizque nuevos, por ser contrario Pasolini a toda normalización, más cercano a la secrecía de Marcel Proust que al matrimonio gay.

 

La India, en un viaje al que le seguiría su periplo africano por Egipto, Sudán y Kenia, lo apasiona, lo aterroriza y confirma sus prejuicios. Tan pronto llega a Bombay se echa a caminar incansablemente (como lo hizo Octavio Paz a fines de 1951, según nos cuenta el mexicano en Vislumbres de la India) y se topa con un “país más allá de los límites de lo soportable”, en un inmenso “campo de concentración de Buchenwald” donde imperan la lepra, el tifo, la peste, la insalubridad, la muerte cotidiana por inanición. En la India encuentra también, nos dice, al pueblo más dulce y feliz. Sólo ellos, considera, pudieron acunar a la no-violencia de Gandhi.

 

Como todos los temerarios, Pasolini se sobrepuso a ese horror y continuó sin dar marcha atrás, porque como saben quienes han ido a la India, durante las primeras horas la tentación de regresarse al aeropuerto es enorme. Una vez superado ese miedo, lo difícil es irse. Y si cierta heterodoxia religiosa de Pasolini lo lleva a festejar el hinduismo, en una nación sin religión de Estado, lo sorprende aún más saber a la India gobernada por Nehru, un agnóstico educado en el parlamentarismo británico. Al también comunista italiano le cuesta, de cualquier forma, empatizar con los indios. Aunque no desprecia al Islam, un monoteísmo riguroso que entonces gozaba de buena prensa en Occidente y recuerda que al vender como ícono el Taj Mahal, la India ofrece la tumba de una princesa musulmana, Pasolini cree que el hinduismo, siendo la religión “más abstracta y filosófica del mundo”, es también una guía para la vida práctica, “un modo de vivir”. En cambio, la poesía musulmana, “pragmática” y “antifigurativa” le parece absolutamente contraria al espíritu hinduista: esa convivencia frente al abismo azora a muchos de quienes han escrito sobre la India. Entre nosotros, no sólo Paz, sino a Severo Sarduy.

 

Si lo contenta esa diversidad en la creencia, Pasolini no puede abstenerse de teorizar esquemáticamente y ver en la modesta modernización india, con su “ridícula burguesía”, una muestra del desfase entre lo rural y lo urbano que atormentaba a los intelectuales italianos de su generación, quienes, petulantemente, consideraban ese fenómeno global como una verdadera “mutación antropológica” idiosincrática, de la cual sacaba provecho el entonces llamado “neocapitalismo”.

 

La India, así, resulta ser —para desconsuelo de Pasolini— un infinito fragmento del pobretón sur de Italia y su casta de intocables, una versión indígena del campesino calabrés. Al esnob —y pocos llegaron a serlo de manera tan perfecta como Pasolini— le parece la India, en realidad, un país pequeño, con tres o cuatro ciudades apenas dignas de ese nombre, rodeadas por un páramo donde reina la monotonía más devastadora. No se anima Pasolini a sorprenderse y parece haber llevado como lectura de viaje sólo a Raimon Panikkar. El de los hindúes, concluye Pasolini, bien puede ser otro paganismo rural, como el imperante en su infancia friuliana.

 

Nueva Delhi —“ciudad–cocktail”, “ciudad-ministerio”, “ciudad-embajada”— le decepciona por el bajo nivel de sus intelectuales y agota el recorrido turístico con rapidez —Agra, Khajuraho, Benares— hasta que cae en lo previsible —conmoverse por la suerte de un muchacho indio sin hogar que le ha servido de guía— y ponerlo a resguardo, en Calcuta, en un asilo de la entonces poco conocida madre Teresa, mucho antes de que el justiciero Christopher Hitchens viniese a arruinar su reputación.

 

La monja de origen macedonio le parece a Pasolini, quien la visita con Morante y Moravia, dos cosas a la vez: una Santa Ana de Miguel Ángel y la criada Francisca, de Proust, en En busca del tiempo perdido. Esa doble comparación, antitética, expresa con certidumbre la mostrenca dialéctica pasoliniana: tesis, antítesis y nada, por fortuna, de síntesis.

 

El pretexto del viaje a la India de los italianos fue un congreso consagrado al centenario de Rabindranath Tagore (1861-1841), el primer Premio Nobel concedido a un autor más allá de Europa, en 1913, cuya lengua era el bengalí. Pasolini sabe lo que dice y en Tagore encuentra sólo a un poeta dialectal, como lo fueron el veronés Berto Barbarani o el románico Cesare Pascarella, a los cuales estudió como especialista, precisamente, en esa poesía a la vez popular y minoritaria, compilador que fue de una Antologia della poesia dialettale (1953) y de un Canzoniere italiano en 1955. Al crítico literario le repugna el conformismo de los indios al ensalzar a Tagore, a cuya figura no lo toca nada que sea “ilegal”, “sorprendente” o “escandaloso”. No sé que hubieran pensado de las opiniones de Pasolini sobre Tagore sus entusiastas traductores al español, Zenobia Camprubí y su esposo Juan Ramón Jiménez, quienes lo vertieron desde el inglés.

 

Enzo Siciliano, uno de los biógrafos de Pasolini, subraya que mientras el muy intelectual Moravia publicó, también en 1962, Un’idea dell’India sobre ese viaje, el poeta Pasolini “la olió”, titulando a su testimonio como El olor de la India. Ese olor miserable, para sorpresa del cineasta, no escandalizaba a los políticos educados en Cambridge, como Nehru, quienes lo veían como un colosal problema estadístico y democrático, más que moral, mientras que, concentrada en la caridad, Teresa de Calcuta no hacía de aquel moridero, naturalmente, un problema teológico.

 

Esa conformidad con la miseria (llamándola de otra manera) religiosamente enraizada en las religiones del subcontinente, que tan desconcertante ha sido para los viajeros, quizá sea el origen de la probidad apostólica que llevaría a Pasolini a la fama, después de aquel mes en la India, con El Evangelio según San Mateo (1964). La película simboliza, más allá de su enorme, por austero, mérito, el clima renovador del Concilio Vaticano II y es obra de un Pasolini atribulado, en la India, por la piedad cristiana. Ante los leprosos quiere ser un Jesucristo taumaturgo, pero el hambre confirma en él las categorías anticolonialistas y tercermundistas entonces en boga, oscilante entre el milagro y la Revolución. Quizá gracias a esa tensión no resuelta, fue la India aquello que le permitió hacer una película evangélica, sí, pero no catequizante.

 

En Nueva Delhi, en un cocktail ofrecido por la embajada cubana para celebrar el segundo aniversario de su revolución en ese enero de 1960, Pasolini se fija en dos curas españoles y los encuentra fuera de lugar, remotísimos, como si por primera vez atisbase la falta de universalidad y la naturaleza, por ello, no católica, de la Iglesia de Roma. Quizás esa fue su revelación de lo no europeo y acaso allí nació otro de los diversos Pasolini, si no indio, al menos africano, como lo fue Agustín de Hipona, pecador y utopista.

 

FOTO: Pier Paolo Pasolini en 1964, durante el rodaje de El evangelio según San Mateo. 

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