Lee el ensayo “En el principio fue el habla”, del escritor Jorge Comensal

Abr 23 • Ficciones • 512 Views • No hay comentarios en Lee el ensayo “En el principio fue el habla”, del escritor Jorge Comensal

 

POR JORGE COMENSAL

 

1

 

De no haberme dedicado a escribir, me habría gustado ser cantante, loro, espía o neurocirujano. Por desgracia sólo puedo cantar en la regadera, volar en clase turista y lo más cerca que he estado del espionaje y la neurocirugía fue cuando me disfrazaba de doctor para colarme al Centro Médico Nacional Siglo XXI en mis tiempos universitarios. Con una bata blanca comprada en el mercado negro de uniformes, cada martes saludaba con aplomo hipocrático a los guardias del hospital y me dirigía ilícitamente a la sala donde se ofrecía terapia de lenguaje para afásicos, pacientes con lesiones cerebrales que afectan la facultad del habla. En ese entonces yo estaba más interesado en las neuronas que en las personas, pero adentro de aquel cuarto lúgubre, acorazado por una bata blanca, emprendí el camino de regreso a la literatura.
Hace poco descubrí una coincidencia impresionante: mi padre también se disfrazaba de médico para colarse al mismo hospital que yo, pero treinta años antes y con un propósito muy distinto: visitar a su hermano mayor, que padecía cáncer de pulmón, y llevarle alimentos prohibidos fuera del horario de visita. La enfermedad fatal de aquel tío se volvió epicentro de las anécdotas familiares sobre la pérdida y la desgracia, y me hizo crecer a la sombra de un hombre corpulento al que un raro carcinoma había vencido a los cuarenta años de esplendor. Con el tiempo me di cuenta de que el cáncer no sólo era la obsesión de mi familia; en él se condensa la mayoría de los miedos y obsesiones de nuestra sociedad. Culpa, suerte, karma, herencia, sufrimiento y finitud son algunas de las coordenadas que nos orientan o extravían a la hora de enfrentar el cáncer, al que Siddhartha Mukherjee llamó “The emperor of all maladies” en su extraordinario y popular libro sobre la enfermedad.

 

Mi padre detesta esa palabra, cáncer. Le atribuye poderes ominosos. Tabú. Otros la usan demasiado, incluso cuando no están hablando de proliferación celular descontrolada sino de políticos, corrupción y malas costumbres. “El reguetón es un cáncer de nuestra sociedad”, dicen. Hace poco alguien escribió en Facebook que el feminismo es el “cáncer” de nuestra época (si no estuviera en contra de la metáfora, diría que los tipos como ése son el cáncer de nuestra época). Tal vez todos deberíamos disfrazarnos de médico para domar esa palabra tan temida y sobreexplotada; domar esa palabra en la cultura al tiempo que nos libramos, con la ciencia, de su furor.

 

2

 

En vez de cantar boleros, salsas o arias italianas como me habría gustado, pasé mi infancia gritando la palabra “¡kihap!”, que según mis maestros de Tae Kwon Do significaba “grito” en coreano. “¡Grito! ¡Grito! ¡Grito!”, gritaba dando patadas al aire con traje blanco y una cinta —que llegó a ser rojinegra sólo por constancia— alrededor de la cintura. “¡Grito! ¡Grito! ¡Grito!” a lo largo de quince años por culpa de mis padres, que consideraron buena idea contrarrestar mi innato sedentarismo con esta práctica milenaria del Lejano Oriente. “¡GRITO!” Después averigüé que las raíces coreanas de esa palabra se refieren más bien a la energía vital (Ki) y al ejercicio de concentrarla en un acto (Hap), pero no lo supe a tiempo para sentirme un poco menos estúpido por pasar de seis a doce horas a la semana gritando “¡Grito!” como un degenerado. (La única vez que fui agredido físicamente por un bully, en vez de usar mis técnicas orientales de autodefensa, le asesté un cabezazo en la nariz.)

 

Gritar en coreano resultaba muy liberador. Tal vez sea gracias a esas sesiones de violencia ritualizada que nunca me acostumbré a gritar groserías a cada rato como lo hace mi padre. Por más que los demás seres humanos me hagan enojar con sus torpezas, escándalos, ideas políticas o mascotas, no siento la necesidad de insultarlos a gritos. Me basta con un murmullo para concentrar mi energía interior (¡¡¡Ki…) y liberarla (Hap!!!).

 

Este desahogo verbal le está vedado a muchos pacientes con afasia, que ante su infortunio ni siquiera gozan del consuelo de una mentada cósmica de madre. En el Centro Médico Siglo XXI conocí a una mujer que no podía articular ni una sola palabra (debido a un trastorno conocido como afasia de Broca). Comprendía muy bien lo que le decíamos, pero la amordazaba una enorme lesión en la corteza prefrontal izquierda. Recuerdo su mirada desgarradora, la tierna elocuencia de sus gestos. Después del accidente vascular-cerebral, su marido había demandado el divorcio y se había llevado a sus hijos con el argumento de que vivir con una madre enmudecida perjudicaría su desarrollo psicosocial. Algún maldito juez de lo familiar estuvo de acuerdo y dejó a aquella mujer, además de discapacitada, sin sus hijos, a los que podía ver sólo una o dos veces al mes. Me acuerdo de su llanto, de su rabia, de su escandalosa manera de callar. Qué bien le habría caído mandar a su exmarido al diablo y la chingada, recordarle a su madre y sugerirle copular consigo mismo. Pero su furioso Ki debía quedarse hirviendo adentro. Sufría sin válvula de escape: ciertos estudios neuropsicológicos indican que decir groserías ayuda a sobrellevar mejor el dolor, (1) y el dolor psíquico es el peor de todos. A veces lo más saludable ante la desgracia es maldecirla en voz alta. Pero, ¿qué pasa cuando no se puede? Esta pregunta me condujo a Ramón, el mudo protagonista de la novela Las mutaciones, y al loro blasfemo que le presta su voz para aliviarse. En ese libro traté de explorar cómo el enmudecimiento nos priva de lo más humano que tenemos, de los vínculos afectivos que el lenguaje permite, y de las riendas verbales que dominan a la bestia furiosa que también somos.

 

3

 

El cantante más famoso de México, José José, es hijo de un tenor y hermano de un contratenor. Parece que algo en los genes de la familia Sosa (aunque no lo crean, su apellido no es José) los hace tener potencia, afinación y timbre hermoso. Pero José José, “el príncipe de la canción” ya perdió esas cualidades. El abuso de sus cuerdas vocales, del cortisol para desinflamarlas y del alcohol para divertirse arruinó uno de los instrumentos musicales orgánicos más hermosos que ha habido. Durante décadas, al apagarse su exitosa carrera, José José hablaba como asfixiándose con una voz ronca y vacilante.

 

En la primavera de 2017, José José grabó un video para decirle a sus admiradores —somos legión— que le habían diagnosticado cáncer de páncreas. De acuerdo con su errática voz de ultratumba, el director del hospital donde lo atendieron le había dicho: “Quiero que sepas por qué te salió eso [un tumor] ahí [cabeza del páncreas]… tú has recibido tantas cosas negativas que te han mandado: traiciones, sobre todo, las más dolorosas, las mentiras, lo que inventan, las agresiones, todo eso lo van recibiendo los órganos y por lógica tu páncreas recibió una agresión gigantesca y fue desarrollando eso negativo ahí. No te preocupes, es muy pequeño…”. (2)

 

No sé si José José ya estaba demente por tanta bebida o si el director del mejor hospital de México en serio creía que ese cáncer se debía a las “cosas negativas que te han mandado” y no a la cooperación del azar, la herencia genética y las cantidades industriales de alcohol que el cantante había bebido. No hay alcohólico más famoso en este país que él, y existe evidencia muy sólida de que las bebidas alcohólicas son un factor de riesgo crucial para el cáncer de páncreas. (3) Si por “cosas negativas” el médico del cantante se refería al ron blanco, el tequila, el whisky y el coñac, entonces su páncreas sí “recibió una agresión gigantesca y fue desarrollando eso negativo ahí”. Pero si “cosas negativas” significaba actos moralmente condenables, pasiones destructivas, envidias y calumnias, ese doctor merece ser reconocido como un charlatán de bata blanca (tal vez la compró en el mismo lugar que yo y se coló hasta la dirección del Instituto).

 

A mi alrededor mucha gente se pregunta cuando sabe de un nuevo diagnóstico: ¿por qué a él, si es tan buena gente?, ¿cuántos corajes habrá hecho?, ¿por qué, si no era rencorosa, le salió eso en el colon? La teoría moral del cáncer es perniciosa y resistente. Susan Sontag, en el extraordinario La enfermedad y sus metáforas, explora esta moralización de la enfermedad en distintas épocas (peste medieval, tuberculosis decimonónica, cáncer) y analiza, con base en su propia experiencia, los efectos subjetivos de ser orillada a sentirse culpable por el surgimiento de un tumor.

 

¿Debemos atribuir la pandemia de cáncer de piel en los países occidentales (sobre todo en la tropical Australia) a las envidias o al vicio de asolearse para broncear las carnes? ¿Y el cáncer de pulmón: corajes reprimidos o cajetillas de cigarros? ¿Y la leucemia infantil: karma de vidas previas o accidentes genéticos azarosos? Me escandaliza que un ídolo musical como José José y su poderoso médico difundan este tipo de teorías sobre el origen psicosomático del cáncer. Existe evidencia de que la depresión, al debilitar el sistema inmunológico, dificulta los tratamientos oncológicos, pero no hay ninguna otra prueba de que los estados anímicos interactúen causalmente con el cáncer. (4)

 

Como bien retrata Sontag, generación tras generación ha pasado lo mismo: una enfermedad incomprensible se convierte en depósito moral de nuestros malestares sociales. Pero la mutación genética no viene a decirnos que hemos cometido muchos pecados o que los demás nos han deseado muchas desgracias. Nos empeñamos en hallar palabras en el cáncer, como si el tumor fuera una paloma mensajera que viene del pasado con una lista de nuestras faltas; como si fuera un loro que grita nuestras debilidades psíquicas (los loros grises de África son de las aves más inteligentes, por eso me habría gustado ser uno); como si el melanoma fuera un cuervo que pregona la muerte (“Nevermore”); como si las células fueran realmente “malignas” y no simplemente hiperactivas y defectuosas; como si fueran, más allá de un relajo celular, alguien.

 

Para domar esa palabra, cáncer, es preciso despojarla de sus atributos morales y subjetivos. Es algo que pasa, no alguien que significa. Los tejidos anormales no tienen misión, destino ni maldad. Hay que perderle el miedo a su silencio.

 

4

 

Hasta el último día de su vida, cuando ya pesaba menos de cuarenta kilos y se ahogaba en el líquido que llenaba sus pulmones, el hermano de mi padre siguió diciendo “Mañana me levanto a trabajar”. Mi padre alaba esta negación recalcitrante como la estrategia óptima para enfrentar la muerte. Desde pequeño me parecía que era más bien una forma cobarde de cerrar los ojos para no ver el vacío al que estaba a punto de caer, en vez de asomarse a él —Me estoy muriendo— y examinar su vida: cuarenta años de orfandad, prosperidad económica, viajes suntuosos, caballos y bigamia. Si me tocara morir a la edad de mi tío, me quedaría menos de una década por delante. Pensaría que es poco, demasiado poco. ¿Sentirá eso mi padre, que ya se acerca al límite de la esperanza de vida masculina en México?, ¿le darán ganas de volverse estadísticamente japonés? (Más razones para ser loro: ellos son las aves más longevas.)

 

En comparación con la edad de los planetas, estrellas y galaxias, la escala humana de existencia es baladí. En términos astronómicos vivimos un instante. ¿Qué tanta diferencia hace que nos quede uno, seis o diez años de vida? Si no prestamos atención, diez años de rutina se escurren tan rápido como una hora de impaciencia. “Me estoy muriendo” es una declaración honesta (aunque un poco aguafiestas) a cualquier edad, desde la cuna hasta la cama de hospital. La entropía nos gasta desde el principio, limando el ADN hasta quitarle el filo. “Me estoy muriendo” es una exageración minúscula. No importa si el vaso está medio lleno o medio vacío, el hecho es que su contenido no deja de evaporarse (y si es un vaso de tequila se evapora aún más rápido). Hemos inventado infiernos, paraísos y reencarnaciones para eludir esas palabras que copulan al uno con la muerte. “Me estoy muriendo” es la última verdad humana, la más reseca de todas, helada. El mundo tiene sus causas, ajenas a nuestra sed.
Decir “Me estoy muriendo” es una forma de distanciarnos, de abandonar la perspectiva diminuta de nuestros calendarios para mirar de lejos el breve conjunto de lo que somos; “me estoy muriendo” es una verdad que va creciendo y es una buena excusa para faltar a bautizos, reuniones familiares y presentaciones de libro. Uno debería poder mandar una tarjeta Hallmark que dijera, junto a la fotografía de unos buitres en vuelo, “Perdón por no asistir, me estoy muriendo”.

 

Hannah Arendt escribió en La condición humana: “aunque ha de morir, el ser humano no ha nacido para eso sino para comenzar”. Aunque no hayamos nacido para morir, saber que lo haremos es el acicate necesario para no postergar eternamente los comienzos. En el poema “Sin remitente”, Joan Margarit describe la certeza de la muerte como un “feroz estimulante”. Beberlo tal vez sea la única forma de madurar.

 

Cuando alguien se atreve a reconocer que está muriendo suele apresurarse a confesar secretos, hacer las paces, pedir disculpas. Perdón y te perdono, te amo, tengo miedo, no me sueltes, son frases comunes de la agonía. ¿Por qué esperar tanto para decirlas? Si uno no se atreve a reconocer que es un animal finito, en vez de palabras de afecto y verdad acaba diciéndole a su hermano disfrazado de doctor: “Mañana me levanto a trabajar”.

 

5

 

Haber vivido de cerca los estragos de ciertos infartos cerebrales me conduce todas las mañanas al gimnasio para prevenir la hipertensión arterial; el temor al cáncer me llevó a escribir una novela dedicada a esa enfermedad cuyo nombre estaba prohibido pronunciar en mi casa. Lo hice en clave tragicómica, la única manera que conozco para lidiar con el dolor y la pérdida sin tomar psicofármacos. Reírme de mí mismo es mi mejor mecanismo de defensa. Desde que murió mi madre hago chistes sobre la orfandad, pero la gente muchas veces no encuentra mi desgracia tan graciosa como yo (en especial los psicoanalistas lacanianos). Cuando publiqué Las mutaciones temía que algún paciente de cáncer o familiar que la leyera se incomodara con el abordaje irreverente de la enfermedad. Mi intención no era afligirlos sino invitarlos a burlarse un poco de los absurdos inofensivos que pueblan la vida cotidiana, incluso durante el tratamiento de un rabdomiosarcoma como el de mi protagonista. Por suerte pasó lo contrario de lo que temía: según los mensajes y comentarios que he recibido, las personas que han perdido seres queridos o sobrevivido a casos muy difíciles encuentran el libro más cómico que los demás (exceptuando a los adolescentes a que se deleitan con que un loro grite obscenidades).

 

Estoy convencido de que verbalizar el miedo es la mejor forma de apaciguarlo, e incluso puede ayudarnos a prevenir aquello que tememos. Decir las cosas hace falta para saberlas y para poder actuar en concordancia. No reconocer que nos aterra una enfermedad puede impedirnos tomar precauciones como no fumar, ponernos bloqueador solar o no lamer barras de uranio. Pero por más que actuemos con prudencia, siempre puede ganar la mala suerte, ese azar que nos lastima sin querer. Tenemos que aprender a vivir con esta incertidumbre. Quien no quiera asumirla puede rezarle a san Peregrino (patrón católico de los cancerosos), comer dos kilos diarios de moras y papayas, no tener demasiado éxito (para evitar las envidias y traiciones) o suicidarse en la plenitud de la vida para evitar que empeore (suicidarse a la edad de Cristo puede ser una decisión muy prudente). Y si todas esas prevenciones no funcionan y el médico nos llega a decir con voz aséptica “Usted tiene cáncer”, lo mejor es conservar la calma y recordar que el cáncer cada día es menos fatal, gracias a la misma ciencia médica que nos ha dado maravillas como las vacunas, los antibióticos y el Viagra. Si alguien ya está acostumbrado a pensar “Me estoy muriendo” y le dan un mal pronóstico oncológico, la noticia tal vez no le siente tan mal, y para ese momento tendrá menos conflictos irresueltos, viajes pendientes y valiosas horas de su vida perdidas en bautizos y presentaciones de libro.

 

6

 

Si acabé estudiando neurolingüística en un hospital no fue sólo porque no podía cantar como José José, sino también porque había leído a Oliver Sacks. Sus relatos neurológicos me inspiraron para buscar en la neuropatología del lenguaje respuestas más profundas sobre el papel de las palabras en nuestra vida. Mi poca disciplina como investigador académico terminó por alejarme de la lingüística clínica y me llevó a imaginar un paciente que pierde la posibilidad de hablar por culpa de un tumor extremadamente improbable. Con Ramón traté de explorar la vida interior de alguien que queda exiliado de la lengua que habitamos, de alguien amordazado por las mutaciones y liberado de esa prisión por la amistad de un loro.

 

A principios de 2015, Oliver Sacks descubrió que tenía metástasis hepáticas provenientes de un melanoma ocular: “El cáncer ocupa un tercio de mi hígado, y aunque su progreso puede ser mitigado, este tipo de cáncer en particular no puede ser detenido. Ahora me toca escoger cómo vivir los meses que me quedan.” A él le tocó saber que se estaba muriendo, y en ese trance se detuvo a repasar su vida y reflexionar sobre la forma en que el filósofo escocés David Hume había afrontado la misma certeza. A la hora de saber que se estaban muriendo, ambos tomaron distancia:

 

En estos últimos días, he podido ver mi vida como desde una gran altura, como una especie de paisaje, con una conciencia cada vez más profunda de la interrelación de todas sus partes. Esto no quiere decir que ya acabé de estar vivo.

 

Al contrario, me siento intensamente vivo y quiero, en este tiempo que queda, profundizar amistades, decir adiós a quienes más quiero, escribir más, viajar si me queda la fuerza, alcanzar nuevos niveles de entendimiento y percepción.

 

Todo esto implicará audacia, claridad y franqueza; tratando de ajustar mis cuentas con el mundo. Pero también habrá tiempo para divertirse un poco (e incluso para algunas boberías). (5)

 

Siempre deberíamos sentirnos así: “intensamente vivos”, hambrientos por actuar. No hay peor rescoldo que el arrepentimiento. Por eso conviene ejercitar “la audacia, la claridad y la franqueza” para no dejar pasar las ocasiones. Como tantas veces en los libros y las películas, el cáncer llegó a imponer el desenlace de la historia de Oliver Sacks. Él estaba preparado. Yo quisiera estarlo. Al menos en las palabras he sido cantante, loro, espía y doctor. Con eso me basta. Quisiera disfrutar sin miedo el tiempo que me quede. Y que siempre haya lugar para reírse, aunque estemos siempre a punto de partir.

 

NOTAS:

  1. Stephens, R., Atkins, J., & Kingston, A. (2009). “Swearing as a response to pain.” NeuroReport, 20, 1056-1060.
    Stephens, R. & Umland C. (2011) “Swearing as a Response to Pain—Effect of Daily Swearing Frequency.” The Journal of Pain, 12, 1274-1281.
  2. Ventaneando. “José José anuncia que tiene cáncer de páncreas.” YouTube, YouTube, 24 Mar. 2017, www.youtube.com/watch?v=ZM6RrFJDjH8.
  3. Cuzick, J. & G. Babiker. A. (1989) “Pancreatic cancer, alcohol, diabetes mellitus and gall-bladder disease.” International Journal of Cancer, 43.3, 415-421.Harnack, L.J., Anderson, K.E., Zheng, W., Folsom, A.R., Sellers, T.A. and Kushi, L. H. (1997). “Smoking, alcohol, coffee, and tea intake and incidence of cancer of the exocrine pancreas: the Iowa Women’s Health Study.” Cancer Epidemiology, Biomarkers & Prevention. 6.12. 1081-1086
  4. Spiegel, D. & Giese-Davis, J. (2003). “Depression and cancer: mechanisms and disease progression.” Biological Psychiatry, 54.3, 269-282.Vissoci Reiche, E. M, Odebrecht Vargas Nunes, S., & Kaminami Morimoto, Helena. (2004). “Stress, depression, the immune system, and cancer.” The Lancet Oncology, 5.10, 617-625.
  5. https://www.nytimes.com/2015/02/19/opinion/oliver-sacks-on-learning-he-has-terminal-cancer.html

 

FOTO: Portada Las mutaciones

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