Una espía en la familia: reseña de “Últimos días de mis padres”, de Mónica Lavín

Jul 2 • destacamos, Lecturas, Miradas, principales • 2397 Views • No hay comentarios en Una espía en la familia: reseña de “Últimos días de mis padres”, de Mónica Lavín

 

La orfandad fue el detonante para que Mónica Lavín decidiera narrar un siglo de historia familiar en Últimos días de mis padres

 

POR VICENTE ALFONSO
“Desvestirse expone”, observa Mónica Lavín en su más reciente libro, Últimos días de mis padres (Planeta, 2022). La frase alude a una mesa que la escritora ha heredado de su madre: sin los manteles que la ataviaban, y lejos del comedor familiar, el objeto no parece el mismo. La idea también podría aplicarse al libro en sí, pues en este nuevo título, la autora de ocho novelas y seis volúmenes de cuento ha optado por una estrategia distinta, aunque hacerlo implique exponerse. Me explico: es bien sabido que cuentistas y novelistas estamos no sólo autorizados, sino obligados a distorsionar la historia cuanto sea necesario para provocar en los lectores el efecto deseado. Pero ¿qué ocurre cuando el punto de partida para escribir es preservar la memoria familiar, aunque hacerlo implique renunciar a los privilegios de la ficción?

 

Con 253 páginas, Últimos días de mis padres pertenece a lo que ya puede ser visto como un género literario: libros que consignan, desde el punto de vista de hijas o hijos, la muerte del padre, de la madre, o de ambos. En esta línea pueden citarse obras como Beber un cáliz de Ricardo Garibay, La invención de la soledad de Paul Auster, Canción de tumba de Julián Herbert, El olvido que seremos de Héctor Abad Faciolince y, en fechas recientes, Sobre el duelo de Chimamanda Ngozi Adichie y Gabo y Mercedes, una despedida de Rodrigo García Barcha.

 

“Mi abuelo Lavín dejó su pueblo santanderino para buscar fortuna en esa tierra anegada, exuberante y palúdica y fundó finca y familia con su mujer también santanderina”, escribió Mónica Lavín hace veintitrés años en una certera crónica sobre la producción de café en Chiapas. Esas líneas son la única filtración autobiográfica en aquel texto de cien páginas. Faltaba un par de años para que las antiguas memorias familiares se asomaran, en forma de novela, en las páginas de Café cortado, obra que obtuvo el Premio Bellas Artes-Colima en 2001. Y aunque es muy proba-ble que durante aquel viaje al Soconusco la escritora tomara notas para nutrir su novela, es un hecho que dos décadas más tarde el cabo que había quedado suelto en aquel párrafo seguía esperando a ser contado en clave realista.

 

La muerte de sus padres, quienes se llamaban cariñosamente entre sí Bicho y Sol, es el factor que detonó en Mónica Lavín la necesidad de convertir la historia familiar en una obra de no-ficción. Si Julio Scherer hablaba de reportear la memoria, la autora de Yo, la peor no duda en volverse, en sus palabras, una espía de sí misma. Una espía implacable que, decidida a preservar la memoria familiar, hurga en sus recuerdos y se observa en el papel de hija, de madre, de hermana y de abuela. No sólo se observa: se juzga y, a veces con rigor excesivo, se condena. Para contar la historia de sus padres, Lavín se remonta en el tiempo más de un siglo, retornando al mismo punto de partida que evocaba hace veintitrés años: cuando su abuelo paterno llegó a Chiapas en 1911 proveniente de España. Consigna también cómo su madre desembarcó todavía niña del Orinoco en julio de 1937. Desplazada por la Guerra Civil Española, sólo pudo rescatar a Farina, su muñeca de trapo, pues en su maleta de exiliada le permitieron llevar sólo un juguete. Cuenta también como su padre, a su vez, nació en Tapachula de aquellos padres españoles que habían venido a “hacer la América”, y cómo un crimen artero que jamás fue aclarado le dejó huérfano muy joven. Así, sobreponiéndose a la adversidad, ambos niños crecieron, se conocieron y con el tiempo fundaron un proyecto común que incluía una familia pequeña pero muy unida, así como un próspero negocio.

 

La historia de Bicho y Sol no está contada en orden cronológico. Basada en su experiencia como novelista, Mónica Lavín ha preferido ordenar la vida familiar en capítulos muy breves que toman como eje aspectos del día a día: sobremesas, secretos compartidos, viajes por carretera, fiestas y ceremonias. No obstante, no estamos frente a una complaciente colección de postales, sino una bitácora emocional que destaca por su desgarradora honestidad. Lavín se toma muy en serio su papel de espía: no se guarda ni las convalecencias dolorosas, ni las mudanzas forzadas por la necesidad, ni las turbulencias de la vida en pareja, ni el soterrado alcoholismo en el que se refugia algún miembro de la familia, ni las difíciles decisiones que los hijos deben tomar de botepronto en un pasillo de hospital, sabiendo que va de por medio la vida de los padres. Desvestirse expone. Siempre. Ejemplo de ello es un episodio que comienza de manera más bien chusca: a raíz de un accidente doméstico —una cafetera que estalla— la narradora termina enterándose de que en otra época su madre enfrentó sola una serie de problemas que los hijos jamás advirtieron. Saberlo detona en ella profundas cavilaciones en torno a un fenómeno que, no por obvio, deja de obsesionarnos: hay aristas en la vida de los padres que los hijos ignoramos.

 

“Escribir requiere detalles”, sostiene Lavín en la página 26, y con ello permite ver que no se ha limitado a transcribir recuerdos. Detrás de este libro se adivina una rigurosa documentación: conversaciones con los hermanos, con empleados del negocio, incursiones en el archivo doméstico, incluso cotejos con otros expedientes para recrear el espíritu de cada época. Tal vez debido a esto, Últimos días de mis padres contiene muy inteligentes reflexiones sobre la naturaleza de la identidad y su relación con la Historia: sus páginas nos recuerdan que, más que una lista de atributos inmutables, la idea que tenemos de nosotros mismos —en lo individual y en lo colectivo— proviene de un sistema de relaciones en cambio constante. Un entramado vivo en donde influyen los padres, los hijos, la pareja, los hermanos, los amigos. Es también un testimonio de la manera en que ha cambiado nuestra concepción de familia: desde aquellas parejas que, separadas por la guerra, se casaban “por poder” (es decir en ausencia del novio, mediante un documento notarial), hasta las luchas contemporáneas por los derechos de las mujeres.

 

Por otra parte, Últimos días de mis padres resulta un valioso documento que contiene no pocas lecciones en el arte de narrar, pues sus páginas revelan el génesis de algunas ficciones ya emblemáticas en la obra de Lavín: desde la ya mencionada Café cortado, pasando por los juegos de básquetbol durante la universidad (semilla de La más faulera), hasta cuentos como “El asa”, cuya semilla está en una conversación muchas veces repetida entre Mónica y su madre.

 

¿Hasta qué punto los hijos somos un proyecto de nuestros antecesores? Leyendo Últimos días de mis padres nos enteramos de que una entre las muchas pasiones compartidas entre Sol y Bicho era el arte: de joven ella deseaba ser pintora, él escritor. Aunque ella intentó estudiar pintura, sus padres no se lo permitieron. Sin embargo, nunca dejó de dibujar. Él, hasta en las últimas etapas de su vida, porfió en ser escritor: traducía poemas de Carver, forjaba los suyos propios. Pero acaso el proyecto artístico más trascendente de ambos germinó sin buscarlo, como esos gira-soles que brotan de pronto a la orilla de la carretera. Si bien es cierto que Mónica Lavín logra hacer un retrato entrañable de sus padres, no es menos verdadero que, al encarar el reto de narrar sin ficción el duelo derivado de esa doble ausencia, se expone y se revela como lo que es, como lo que siempre ha sido: una de nuestras mejores escritoras.

 

FOTO: La escritora Mónica Lavín acompañada de sus padres/ Cortesía Mónica Lavín

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