Nunca me gustó Acapulco como a ti: un cuento de Jorge Córdova Monares

Ago 20 • destacamos, Ficciones, principales • 2487 Views • No hay comentarios en Nunca me gustó Acapulco como a ti: un cuento de Jorge Córdova Monares

 

Durante un último viaje a la playa con su padre, de quien lleva años distanciado, Jorge revivirá los recuerdos de una antigua amistad culminada en un final trágico

 

POR JORGE CÓRDOVA MONARES
No había venido a Acapulco desde niño. Hace unas semanas mi padre me llamó para invitarme a comer, teníamos tiempo de no hablar. Estuvimos al teléfono unos pocos minutos y después de una puesta al día incómoda, me dijo que quería verme para proponerme algo, que lo viera al día siguiente en el Salón Luz, le dije que no, que ya tenía hecho el día.

 

—Y al siguiente, ¿qué tal?

 

—¿A qué hora lo estás pensando?

 

—Cuando tú puedas.

 

Nos quedamos en silencio unos segundos.

 

—La verdad es que se me complica, papá. Tengo a la niña y…

 

Me interrumpió para decirme que pensaba pasar unos días en Acapulco y que quería que lo acompañara, de un modo vago me hizo saber que era importante para él.

 

—¿Cuándo sería eso? —dije.

 

—En dos semanas.

 

No sé por qué acepté, pero al menos, no hubo necesidad de vernos para comer.

 

La voz de mi padre, que anuncia que está listo, me saca de mis pensamientos. Me doy vuelta, a mi espalda queda el ventanal, y más allá, la bahía oculta por la oscuridad. Mi padre espera a la entrada de la sala con las manos en los bolsillos del pantalón. Adivino su rostro entre las sombras de una tenue luz ambarina que pega desde el pasillo. Cruzo la sala. Me recibe con una sonrisa, me palmea la espalda y me guía a la salida de su casa. En la cochera nos espera su flamante Ford rojo. Voy hacia la portezuela del copiloto, pero insiste en que maneje. Me arroja la llave, me toma por sorpresa y no logro atraparla. Cae al piso, no la recojo de inmediato, me quedo ahí no sé cuánto tiempo, veo la cajita negra con botones, el llavero insignia torcido y la llave abierta como una navaja plegable. El objeto tirado a mis pies me intimida. Mi padre ya espera del otro lado del coche a que desactive los seguros. Me agacho a recogerlo.

 

Serpenteamos carretera abajo sobre acantilados de los que penden enracimadas, residencias que sobresalen como sepulcros blancos de entre la vegetación. Mi padre mira el despeñadero que corre de su lado, las exuberantes palmas y ramajes que forman bóvedas sobre las terrazas iluminadas, el oscuro mar al fondo, y yo, a pesar de que el descenso me requiere, lo miro a él de reojo. Lleva el brazo fuera de la ventanilla y con su mano acaricia el viento. Está serio. Siempre fue bajo, pero atlético, un tipo muy sólido no sólo físicamente, pero ahora está delgado y su cabeza se ve grande para el resto del cuerpo. Trato de recordar su edad. Después de un rato en el que no hablamos se lo pregunto:

 

—¿Cuántos años tienes?

 

Así lanzada en el silencio, la pregunta me suena mal.

 

—Hoy cumplo 80 —dice, cierra la ventanilla y pone el aire acondicionado.

 

Tomo una curva cerrada hacia el precipicio y de inmediato otra hacia el lado opuesto. En toda esa maniobra aprieto el volante y la quijada.

 

—Debería saberlo, papá —digo, cuando la carretera se alinea por un momento. “O tal vez no”, pienso.

 

—No te preocupes, yo tampoco sé cuántos años tienes ahora mismo —sonríe y enciende el estéreo—, aunque sí recuerdo cuándo es tu cumpleaños.

 

Pienso en los muchos años en los que no recibí nada de su parte por mi cumpleaños, ni siquiera una llamada. Todos nos metemos en problemas apenas abrimos la boca. Se queda con la mirada fija al frente, la música suena por lo bajo. Me pregunto si se habrá dado cuenta de lo que suscitaron sus palabras. Cuando se inclina para subir el volumen, decido que sí.

 

—¿Cómo está tu mujer? —dice.

 

Ahora es su pregunta la que suena fuera de lugar.

 

—Harta de mí.

 

Sonríe.

 

—¿Y la niña?, ¿cuántos años tiene la niña?

 

—Aruma tiene cinco. Está hermosa —digo.

 

—Pero todo bien, ¿verdad?

 

—Normal, bien, creo.

 

—Esa canción me conecta con la ciudad de un modo… —no encuentra qué decir—, la Ciudad de México cuando anochece tiene algo electrizante que no tienen otros lugares.

 

Manejo y escucho la música, por un momento no digo nada, pero entonces me viene un recuerdo.

 

—Cuando era niño creía que de adulto iba a vivir en uno de esos altos edificios de cristal de las películas desde donde iba a ver la ciudad a mis pies —digo—, pensaba que así era para todos, como si por sólo ser adulto tendría reservado un trabajo genial, un departamento, una mujer, una buena vida.

 

Emite una risilla corta, más como una carraspera.

 

—Bueno, uno hace planes. Fíjate, cuando yo era niño me urgía trabajar para comprar una casa grande donde viviéramos mis hermanos y mi madre por siempre. Muchas veces se lo conté a mi mamá, y ella me abrazaba y me decía que bastaba con mi buen corazón. Fueron tiempos muy duros.

 

Un rayo de luz plateada atraviesa el parabrisas e ilumina su perfil por un instante. Sus ojos se clavan con amargura más allá de la carretera, aprieta los labios, una delgada línea sin carnosidad. Pienso en el incidente de la llave, la veo tirada cerca de mis pies, el recuerdo me inquieta, entonces “Time”, de Alan Parson, termina, y cuando empieza la harmónica de “Take a long way home” de Supertramp, mi padre pregunta:

 

—¿En qué estás pensando ahora, Jorge?

 

—Estaba pensando en alguien que conocí una vez, alguien de hace mucho tiempo —digo, y al momento me arrepiento.

 

Mi padre pone esa expresión errática —se muerde el labio inferior y sus ojos van de un lado a otro—, de cuando no entiende algo. Después de leer diez veces el instructivo de un juguete que no podíamos armar, el día que le dije al salir de la secundaria que no iría más a la escuela, o cuando mi madre se despidió de él y le dijo que no lo quería volver a ver.

 

—¡Es aquí! —dice de súbito—. Por un momento creí que nos habíamos perdido.

 

Pongo la direccional y salgo de la carretera. Sigo un camino adoquinado, unos metros adelante rodeo una pequeña rotonda con una esbelta y alta palmera en el centro. Paro el coche en la entrada del restaurante. Salimos al mismo tiempo, el muchacho del valet ya está esperando de mi lado, me entrega un talón, se sube al coche, lo enciende y espera a que pase por delante para arrancar. Lo hace con brusquedad y mi papá se detiene y mientras lo ve irse por un desnivel al estacionamiento dice: “Jijo de la chingada, como no es suyo”.

 

***

 

José Font era de San Luis Río Colorado, Sonora. Tendría unos nueve o diez años más que yo, vivía en la Ciudad de México desde sus años de preparatoria, había estudiado psicología, pero no se dedicaba a eso, tenía un restaurante en la colonia Juárez y por diversión hacía las relaciones públicas de una compañía de danza en la que yo bailaba.

 

En 1991, yo trataba muy duro de abrirme paso en ese mundo. Era un medio difícil, mucho entrenamiento, ensayos, pero poco dinero o casi nada, así que siempre andaba sin un clavo. Me costaba trabajo comer y no digamos pagar la renta del cuarto de azotea en el que vivía. Parecía que nunca iba a lograr nada. Cada día me empujaba a liar con todo aquello, y cada día por la noche, me desinflaba, así que no era de fiar, solía desaparecer por días. José conocía la situación de los bailarines, y como era el único del grupo con un buen ingreso, se hacía cargo de varias cosas. Solíamos llegar a su restaurante sin avisar, era un acuerdo tácito, algo así como una prestación. Encontrábamos a José desmoldando un panqué o friendo alguna cosa con sus antebrazos tatuados. Su presencia en la cocina contrastaba con las señoras que le ayudaban. Él era un tipo delgado y fuerte que podría haber pasado por bailarín, incluso, a veces se entrenaba con nosotros. Estaba ahí con su ropa negra, playera sin mangas, pulseras con estoperoles, botas de motociclista, arracadas en la oreja derecha y se cubría el cabello largo castaño con un paliacate rojo que, al terminar de usar, guardaba en el bolsillo trasero de sus Levis doblado de manera que asomara un triángulo de tela. En ocasiones se sentaba a comer con nosotros, pero las más, estaba ocupado.

 

Una mañana que había ido a su casa, vivíamos más o menos cerca, así que era común ir por ahí a desayunar y fumar unos toques antes de que se fuera al restaurante, me dijo que estaba preocupado por mí, y me propuso que fuera a trabajar con él.

 

—Mira, no es mucho, pero me ayudas y te ganas algún dinero para tus gastos —dijo y me pasó el joint.

 

Estábamos sentados en una mesita de jardín en su patio lleno de enormes plantas que lo hacían frío y sombrío. Tomé el toque, di una fumada larga que sostuve en los pulmones, exhalé, y le dije que sí, el humo violáceo se esparció entre el verdor.

 

Al principio no había mucho que hacer y en realidad, no me necesitaba para nada, pero quería darme dinero sin que yo me sintiera mal, así era él, yo lo sabía y lo agradecía. Me presentó con los demás trabajadores como “mi hermanito” y después de un tiempo de repetirlo, en muchos lugares creían que en verdad era su hermano menor. El día de pago me dio todo el dinero de mi alquiler, eso me motivó. Sin darme cuenta, me interesó la dinámica del restaurante y me busqué cosas para hacer. Por las mañanas me metía en la cocina, lavaba verduras, deshojaba lechugas para ensalada o cortaba las zanahorias y las calabazas en juliana. La señora Carmelita me enseñó a hacer esas cosas y también salsas y sopas, cosas simples. También atendía mesas un par de horas antes de irme a ensayar. En contra de lo que hubiera creído, lo hacía muy bien, la gente me gustaba y yo le gustaba a la gente. Cuando los del grupo pasaban ya no me daba tiempo de sentarme con ellos, salíamos apresurados rumbo al ensayo cuando terminaban de comer. José solía alcanzarnos más tarde para ver cómo iba la obra, informarnos de alguna gestión, o hacer un plan de trabajo. Uno de esos días, José llegó al final del ensayo con su mochila al hombro y una bolsa de plástico con un paquete de papel aluminio en la mano. Lo vi llegar a través de los enormes ventanales que daban al pasillo. Entró al salón y de inmediato percibí un olor a buena comida que me hizo salivar. Saludó a todos y me entregó el envoltorio. Mientras todos se cambiaban, me senté en la duela, abrí el paquete, era un sándwich enorme con papas a la francesa. No pensé en nada más que en devorarlo. Por los espejos vi que José se fue a sentar en la banca junto al piano. Una de las chicas se le acercó y le dijo que todos tenían hambre, que por qué sólo había traído comida para mí. Otro compañero insinuó que era porque José estaba enamorado. Yo estaba tan ocupado con la comida que escuchaba la conversación como si no tuviera que ver conmigo.

 

—No, cómo creen, si es mi hermanito. Lo que pasa es que trabaja muy duro en el restaurante y no le da tiempo de comer —dijo José.

 

Dijeron más cosas y se rieron, y José con ellos, mientras yo pensaba que hubiera sido genial tener una Coca. Luego de esto, José me llevó casi todos los días de comer a los ensayos.

 

***

 

Nos recibe una chica rubia con un vestido negro corto de licra. Mi padre la mira de pies a cabeza y me dice por lo bajo:

 

—¡Mira eso, Jorge!

 

No hay forma de que sea discreto. Ni yo ni la chica hacemos caso, ella sabe tratar con estas cosas y nos conduce a nuestra mesa sin perder la compostura. El salón está casi vacío. Él le pide que nos acomode en la terraza. Nos sentamos y la chica nos deja los menús, nos dice que en un momento nos atienden, nos da la espalda y se va por donde llegamos. Entonces descubrimos que su vestido está abierto por detrás hasta la cintura. Él la sigue con la mirada mientras se aleja. Vuelve la cabeza a la mesa y se encuentra con mis ojos, entonces dice:

 

—Ya tienes edad para estas cosas, ¿no?

 

Sonrío, no se me ocurre qué más hacer.

 

Mi padre tenía un amigo al que le decían el Oso. Era un hombre muy alto, con una timba fuera de serie, unas manos tremendas que me intimidaban cuando mi padre me obligaba a saludarlo, pero lo que más me fascinaba de él eran sus ojos de pescado que me miraban a través de unos lentes de fondo de botella. Era un tipo amable que ponía una rodilla en el piso para hablar conmigo, me hacía bromas, pero no me molestaban, sus ojos me hipnotizaban. Ellos trabajaban en Cables Subterráneos, una división de la Compañía de Luz y Fuerza y a menudo salían a beber juntos. Muchas veces escuché decir a mi padre que la mujer del Oso era la culpable de que el hombre estuviera así. Yo me preguntaba si era culpable de que el Oso tuviera aquellos ojos estúpidos que observaban desde una pecera. En una ocasión mi padre contó que el Oso había mandado al hospital de una golpiza al concuño, por algo que involucraba a su mujer.

 

Mi padre nunca vivió con nosotros, pero nos visitaba una o dos veces por semana. Mi madre me hacía lavar y luego me escogía la ropa para la ocasión. Uno de esos días que salimos a comer, mi padre dijo que habían matado al Oso, lo dijo así, en medio de la sopa. Me quedé con la cuchara de camino a la boca, quería escuchar, mi madre puso una cara extraña y también paró de comer. Dijo que lo había matado su concuño, le vació una pistola, “el cobarde le tenía mucho miedo”. Entonces, se dirigió a mí.

 

—Eso es lo que te puede pasar si te equivocas de mujer, Jorge.

 

Mi madre soltó la cuchara en el plato, el golpe sonó más allá de nuestra mesa. Se quedaron unos segundos mirándose en silencio. Mi padre dijo:

 

—¿Qué?, ya está en edad para hablar de estas cosas —me miró de nuevo—, ¿no es así, Jorge?

 

Yo no podía dejar de pensar en los ojos de pez del Oso, en él boqueando en el piso. Miré a mi madre y ella reaccionó.

 

—Déjalo en paz —dijo.

 

Nos traen las bebidas. Guardamos silencio mientras las tomamos. Lo veo mover su vaso en círculos como hacía cuando comíamos fuera. El líquido cobrizo deja una estela en las paredes del vidrio. Se lo lleva a la boca con esas manos blancas, anchas, fuertes manos que han armado y desarmado, construido y destruido también, que llevaron mi mano de niño. La brisa que sube por el acantilado rompe el aire denso. Se bebe el último trago de golpe y alza su vaso para que el mesero se lo llene de nuevo. El mesero llega de inmediato con la nueva bebida, retira el vaso vacío y me pregunta si deseo algo. Le digo que no, mi padre señala mi trago al que le queda poco, y le pide al mesero otro igual.

 

—Tráigame sólo agua, por favor —digo.

 

El mesero duda un instante y ve a mi padre, es una reacción casi imperceptible. Él desvía la mirada a la noche mientras da un trago, chasquea la lengua. El mesero se va con la orden de sólo traer agua. Me bebo lo mío de una vez, no me siento más tranquilo. Al poner el vaso en la mesa, la golpeo más fuerte de lo que quisiera. Mi padre me mira de lleno.

 

—¿Todavía quieres uno de esos departamentos? —dice y bebe.

 

—¿Departamentos?

 

—En los que ibas a vivir de adulto.

 

—No había pensado en eso en muchos años. Es sólo un recuerdo de la infancia.

 

—De un tiempo para acá me da vueltas ese tema de la infancia —apura el trago y vuelve a alzar el vaso sin preocuparse si el mesero se da cuenta.

 

Al mirar más allá de la playa sólo encuentro oscuridad.

 

—Nos recuerdo a mis hermanos y a mí tal como éramos —dice—, pienso en mi madre joven como en aquella época, era hermosa.

 

El mesero aparece con mi agua y su güisqui.

 

—Deberías pensar seriamente el asunto de adquirir un departamento —dice—, no de lujo, pero algo digno.

 

—Tú y yo somos hombres muy diferentes —digo.

 

Bebe.

 

—¿A qué te refieres? —dice, y toma de nuevo.

 

—Tú eres un hombre jubilado, recibes un buen dinero quincena tras quincena sin importar lo que hagas. Yo, sin importar lo que haga, no tengo nada.

 

Ambos bebemos al mismo tiempo, y yo deseo no haber pedido la chingada agua. Al poco tiempo, llega la cena.

 

***

 

Antes del verano me desinflé y dejé todo. Llevaba una semana sin aparecerme por ningún lugar cuando José pasó a buscarme a casa. Un vecino salió en ese momento y lo dejó subir hasta la azotea. Nadie se acercaba más allá de las jaulas de tendido y los lavaderos que estaban apenas se salía de las escaleras, así que, aparte de mi cuarto y baño, dominaba una amplia área llana. Siempre dejaba mi puerta abierta de par en par, tenía una cortina de cuentas de plástico de colores en el vano que dificultaba la vista al interior. Nunca escuché el entrechocar de los abalorios, ni lo sentí entrar. Me di cuenta de que estaba ahí cuando ya era tarde. Clavé la jeringuilla en la fosa del codo, jalé un poco de sangre que se mezcló con el líquido ambarino y empujé lento. Antes de vaciar todo el contenido, el calor se extendió en el estómago y las corvas. Saqué la jeringa y la puse entre los dientes mientras desataba el cinturón del brazo, explotó una oleada de bienestar que me obligó a alzar la vista, entonces, lo vi.

 

Me sometió a interrogatorios terribles, quería saber desde cuándo me inyectaba, qué usaba, quién me la daba, pero principalmente, por qué. Le dimos vuelta a esto último de muchas maneras, pero yo no tenía una respuesta. Determinó que no podían dejarme fuera del grupo. No debía faltar a trabajar ni a ensayar, así que todos los días, José se aseguraba de que estuviera ahí. En un momento sugirió que debía entrar a una cura de 90 días, incluso buscó un lugar. Después de discutirlo, a José se le ocurrió que podíamos hacer un viaje a San Luis Río Colorado, yo lo convencí de que sería lo mejor, pues quería zafarme del asunto de un anexo.

 

Llevábamos unos días en casa de José cuando llegó su hermano Roberto, un tipo loco de unos 30 años siempre metido en cosas turbias, según me había contado José. Traía una Golf GT sin placas, con un documento ambiguo pegado en la ventanilla trasera a modo de permiso. Nos dimos cuenta desde el principio que era un coche de procedencia dudosa, pero nos quedó claro cuando Roberto titubeó un momento antes de prestárnoslo para ir al Golfo de Santa Clara.

 

—Tienes licencia, ¿que no? —dijo con su acento norteño.

 

—Sí, de México —dijo José.

 

—Pus si los paran va estar medio raro, pero con ese permiso no debe haber pedo, es casi legal —dijo y se rio a carcajadas.

 

Le dio las llaves a José y él me las lanzó sin avisar. Me golpearon el pecho y cayeron al piso.

 

Nos tomó una hora llegar a la playa. Todo el camino manejé con inseguridad por una carretera angosta de doble sentido. De vez en vez aparecía otro auto oculto tras el resplandor del sol. A un lado se veía el mar estancado en la bahía, quieto como una hoja de unicel, y por el otro, las dunas que subían y bajaban ondulantes. El velocímetro oscilaba entre los 80 y 100 kilómetros por hora. Las curvas me costaban, había arena en el asfalto que me hizo derrapar en varias ocasiones, hasta que en una curva cerrada y prolongada me salí del camino. El auto se atascó en la arena. Estábamos turbados, quietos, como si cualquier palabra o movimiento pudiera volcar la Golf. Yo seguía con las manos en el volante. Entonces, José dijo sin quitar la vista de la inmensidad desértica tras el parabrisas:

 

—¿Sabías que soy seropositivo?

 

Giré la llave. Las luces en el tablero se apagaron. Descansé los brazos en mi regazo. Miré al frente, un ocre terso que se perdía a la distancia con el cielo. No dije nada y él tampoco. Después de un tiempo le di a la marcha y el motor encendió a la primera. Al arrancar, las llantas giraron hundidas en la arena, pero el coche no avanzó. Aceleré y se coleó suavemente, lo detuve. José bajó, se quitó la playera, la arrojó al asiento trasero y se puso a quitar toda la arena que pudo alrededor de los neumáticos y luego les sacó un poco de aire. Mientras él hacía, yo pensé en lo que me acaba de decir, en que era imposible que yo supiera algo así. Empujé el cassette que sobresalía del tocacintas, la música entró de golpe, tuve que bajar un poco el volumen. Mientras sonaba “Bamboo” de Trisomía 21, José se asomó sudoroso por la ventanilla, cruzó los antebrazos sobre la portezuela y miró con una sonrisa el interior del coche. Esperé que dijera algo más sobre el asunto ese, pero no. Después de un momento me explicó lo que había hecho para sacarnos de ahí, y me dijo que yo tenía que acelerar mientras él trataría de levantar el coche por la defensa trasera. Miré sus brazos, aunque los tenía torneados era más bien un tipo delgado. Adivinó lo que pensaba.

 

—No lo voy a cargar de verdad —dijo y se fue para atrás.

 

Aceleré de a poco y vi por el retrovisor que José sacudía el coche. Las llantas levantaron arena, pero el auto salió disparado a la carretera. José corrió un pequeño tramo para alcanzarme, abrió la portezuela y se sentó a mi lado. En un momento nos deslizábamos hacía el horizonte. La música parecía provenir de fuera, del viento, el resplandor del cielo raso, el desierto, del mar allá abajo. Era perfecta. No solía pensar en mi padre, tenía varios años de no verlo y no me importaba. Sin embargo, lo recordé cuando José y yo bajamos del auto y vimos el mar índigo que se balanceaba a unos pocos metros frente a nosotros. La última vez que había estado en la playa había sido con mi padre cuando niño. Él amaba Acapulco. Pero esto era muy diferente. No hacía calor, no había un alma, el agua era fría, y no había ese paisaje tropical que detestaba. Nos acercamos. El viento rugía desde la inmensidad oceánica y el agua nos mojaba los tenis. Una parvada de gaviotas volaba en círculos y se dejaba caer en picada mar adentro. A lo lejos unas siluetas oscurecidas por el contraluz se aproximaban por la playa. Eran las únicas personas aparte de nosotros.

 

—¿Por qué me lo dices ahora? —dije—, ¿desde cuándo lo sabes?

 

José enjugó el sudor de la cara, pero lo hizo con ambas manos como si se la cubriera para llorar.

 

—Soy de esas personas que hablan todo el tiempo, todos me buscan para llenar su tanque —dijo con la cara entre las manos.

 

—Eres una magnífica estación de servicio —dije y sonreí.

 

Resopló y bajó los brazos.

 

—No en realidad. Ellos me buscan para hablar, pero yo busco las palabras para decir lo menos posible —me miró—. No es la gran cosa, ¿sabes?

 

No era suficiente, pero algo explicaba. Me quité la chamarra y la dejé caer, luego la playera. Ambos estábamos con los torsos desnudos, pero su piel estaba bronceada y la mía no, era pálida. Ya más cerca, las siluetas se convirtieron en una pareja elegante con ropa blanca de playa.

 

—¿Tienes miedo? —dije.

 

Él negó con la cabeza.

 

—¿Quieres nadar? —dijo mientras se desabotonaba los jeans.

 

Fue la señal para sacarme los tenis. Quedamos en calzoncillos cuando la pareja pasó a nuestro lado. Un hombre de unos 40 años y una mujer un poco más joven. Me pareció que ella podía rondar los 30, como José. El hombre nos saludó con la mano en la que llevaba unas alpargatas y dijo: “Hola muchachos”, con esa forma gringa de arrastrar las “ch”, y una sonrisa de dientes blancos y cuadrados. Ella no dijo nada, pero me vio a los ojos al sonreír, yo bajé la cabeza y vi sus pies manchados de arena. Seguimos con la vista su camino hacia la enramada que servía de restorán. Los deseábamos de muchas formas, deseábamos lo que tenían. Entraron. En ese momento se rompió la fascinación por ellos. Entonces, liberados, corrimos al mar, chapoteamos para adentrarnos en la marea calma. Braceamos hasta no tocar fondo, y ahí permanecimos a flote, en silencio, por un tiempo que me pareció años.

 

—¿Qué vas a hacer, Jorge? —dijo.

 

El agua cubría y descubría sus hombros. Le dije lo que creía en ese momento, le aseguré que ya no tenía dudas, que haría lo necesario, que todo iría bien. Me miró antes de sumergirse una, dos, tres veces en un resorteo que logró elevar su torso fuera del agua hasta la cintura y se metió de cabeza al mar, sus pies salieron a la superficie un instante y desaparecieron también. Abajo mis piernas se movían para mantenerme a flote. La playa estaba varios metros más allá, me rodeaba un azul infinito en el que me sentí perdido. Por fin salió de nuevo en medio de un salpicadero de agua, tomó aire, se sonó la nariz con la mano que escurría y se alisó el cabello hacia atrás.

 

—¿Qué vas a hacer cuando todo esto se vaya a la chingada? —dijo—. Se me acaba el tiempo, hermanito.

 

Escupí agua salada, se formaron burbujas en mi boca.

 

—Quisiera que esto no estuviera pasando, Pepe —dije. Pero había mucho más.

 

El cielo se volvió pálido sobre las dunas en la playa. Estaba cansado de flotar. Me quedé inmóvil, sentí la atracción del abismo y me dejé ir. Mantuve los ojos abiertos mientras me hundía y la oscuridad se espesaba. Mi cuerpo desapareció entre corrientes marinas, pero de algún modo yo seguía ahí. Descendí más, entonces, mi mente hizo agua. No estaba en ninguna parte, pero al mismo tiempo era toda esa oscuridad náutica.

 

Al abrir los ojos la claridad me cegó. Tosí, me incorporé y me puse a gatas. Tenía arena batida en todo el cuerpo, me picaba las rodillas y dentro del calzoncillo. José estaba sentado a mi lado de frente al mar. Traté de hablar, pero la tos no me dejó.

 

—Entré por ti —dijo sin quitar la vista del horizonte—, no podía encontrarte, no estabas por ningún lado. Tuve miedo.

 

—Yo tampoco puedo —dije—, por más que lo intento, no puedo.

 

Me senté junto a él con la vista en la arena. Volteó. El resplandor ocultaba parte de su cara, y eso estaba bien.

 

—Pronto tendrás que hacerlo, Jorge, y nadie va a sentir miedo por ti —dijo.

 

Menos de un año después, José murió en la Ciudad de México. Tal como lo presagió, todo se fue a la chingada. El grupo se disolvió y nunca volví a ver a ninguno de ellos. Me perdí por mucho tiempo para evitar el miedo de la única forma que conocía.

 

***

 

Como con hambre. Me meto ravioles completos a la boca, y luego trincho verduras, arranco un trozo de pan, y lo como todo y bebo de mi vino blanco. Advierto que mi padre se ha quedado muy callado. Cuando levanto la cara, veo que mira la ensenada al fondo del voladero, su pescado está intacto, pero da sorbos a su bebida.

 

—¿No vas a comer? —digo sin dejar de masticar.

 

—¿Sabes que vengo a Acapulco desde hace muchos años?, yo creo que desde el 58 —dice.

 

—Bueno, cuando yo era niño veníamos mucho.

 

—Sí, también le gustaba a tu mamá, pero a ti no tanto —dice y toma un trago—. No te gustaba el calor, ni la comida…

 

—Ni la sensación de la arena, ni el sudor pegajoso en la piel, ni… no había vuelto desde entonces —digo con los cubiertos en las manos.

 

—Durante mucho tiempo esperé que alguna vez vendrías a la casa con amigos o con una muchacha. Sabías que podías usarla cuando quisieras, ¿no?

 

Tiene la mirada vidriosa y me parece que por momentos ve por encima de mi hombro.

 

—Se te olvidó decirme, pero no importa, nunca me gustó Acapulco como a ti.

 

—¿Quieres postre?, pidamos algo, ¿Qué tal pastel de chocolate?

 

Le digo que aún no he terminado y que él tiene toda su comida, pero llama al mesero y pide el pastel y más güisqui. Su cuerpo adquiere esa pesadez característica en él, ha bebido demasiado ya.

 

—La casa… quiero que tú la tengas —dice sin verme.

 

Es como si una vez más, me lanzara unas llaves que no puedo atrapar. Dejo los cubiertos sobre el plato. Sólo alcanzo a decir:

 

—¿Por qué?

 

—Porque es mucho trabajo para mí —dice. Da un suspiro largo—. Ya no puedo atenderla más.

 

—Pero, ¿qué más tienes que hacer?

 

—Es mucho trabajo. Ahora mismo tendría que remplazar los cristales del ventanal, colocar las piedras del jardín, el jardín requiere mucha atención.

 

—Pues contrata a alguien que lo haga.

 

—No, eso no. El jardín necesita una atención especial de alguien que sepa lo que hace, que lo haga con amor.

 

—Pero hace más de 30 años que no vengo, no sé de jardines, y la verdad es que yo no siento nada por la casa.

 

—Pues tendrás que sentirlo, cabrón —dice en un tono bastante alto, y ante mi asombro lo que hace es tomarse todo el güisqui.

 

—Papá… ¿qué pasa? —digo.

 

—Tienes que hacerte cargo de la casa, pronto no habrá nadie más.

 

Se queda absorto en sus pensamientos. Reconozco la raíz del miedo que me ha asaltado toda la noche. Su recogimiento es tan profundo que dudo antes de hablar.

 

—Papá, aun así, no puedo, tengo una vida hecha, yo… no quiero hacerlo.

 

—Jorge, quisiera que las cosas hubieran sido distintas, desde el principio me di cuenta que eras diferente a mí, pero no supe cómo acercarme, ahora estamos aquí, dos hombres frente a frente. Quiero que conserves la casa, necesito que cuides del jardín, te lo pido.

 

Por un momento no decimos nada. Ambos desviamos la mirada al vacío. Mi padre se lleva el vaso a la boca, se da cuenta de que ya no tiene nada, suspira y lo deja en la mesa.

 

—Está bien, discúlpame —dice—. No te preocupes. Ya está arreglado.

 

El viento que baja de la serranía apenas atenúa el ambiente sofocante. Prueba el pastel, dice que está bueno y me lo deja todo.

 

***

 

Vuelvo a Acapulco. La primera noche que me quedo en la casa tengo uno de esos sueños inquietantes. Cuando abro los ojos no sé dónde estoy. Me quedo tumbado y trato de huir de la angustia volviendo a dormir, es inútil. La luz se filtra por unas cortinas ligeras de color ocre que ondean suave con la brisa de la mañana. Estoy triste, muy triste. Miro alrededor, reconozco la habitación que fue mía cuando niño.

 

En el sueño me encontraba con mi padre en una destartalada y sombría estación de tren. Hablábamos de prisa en la plataforma mientras la gente a nuestro alrededor abordaba el convoy que estaba a punto de partir. En un momento mi padre me tomaba de los hombros, “necesito que me hagas un favor”. “¿De qué se trata, papá?”. “Te encargo a mi hijo, eres el único que puede hacer esto”. Me daba la espalda y se subía al vagón. Yo le gritaba y él se volvía sobre el estribo y me decía: “Ya no tengo tiempo, haz lo que te pedí, cuida de mi hijo”. El tren empezaba su marcha. Me quedaba ahí, mientras los vagones pasaban delante de mí hasta que el último abandonaba la estación y más adelante se perdía al tomar una curva. Yo quería hablar con mi padre. Entonces, llegaba un nuevo ferrocarril a la estación. Lo abordaba con temor, pero me impulsaba la idea de alcanzar a mi papá y renunciar al compromiso que me había impuesto. Me sentaba junto a la ventana y por el reflejo del cristal veía el interior, y en primer plano, el rostro de un niño que, unos asientos adelante, también miraba por la ventana. El niño me descubría y me veía directo a los ojos con una expresión que me parecía desierta. El tren avanzaba y nosotros nos quedábamos fijos a nuestra imagen. Tenía una mirada color miel que atravesaba un flequillo castaño, su cara era redonda, con unos buenos cachetes que acentuaban una trompita bien delineada, rosácea y como levantada para un beso. Entonces algo pasaba, el niño trataba de comunicarse conmigo, exageraba el movimiento de la boca, pero no salía palabra alguna, sus ojos, que en un principio eran inexpresivos, se volvían anhelantes. Con un vuelco en el estómago comprendía que el chico me trataba de advertir que cada vez estaba más lejos de casa, que era un viaje sin posibilidad de regreso y no había forma de avisar a nadie. El tren se internaba en una montaña nevada y el blanco de la nieve se fundía con la oscuridad. En mi mente sólo estaba la mirada apremiante de mi padre al alejarse de la estación.

 

IMAGEN: EKO

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