Platillo inmenso
POR GABRIEL WOLFSON
¿Alguien lee en estos días a Sarduy? Hago la pregunta porque creo que, de ocurrir, se lee a
Sarduy de modo muy distinto al de su momento de auge, hace 30 o 40 años, y porque, en
todo caso, se pregunta por la pertinencia de esta edición: ¿vale la pena reeditar hoy a
Sarduy, o bien: por qué lo vale? Podría apostar a que, digamos, ningún diputado mexicano
ha leído a Sarduy, mientras que varios afirmarán conocer a García Márquez, a eso me
refiero. Sin embargo, hubo una época en que Sarduy era imprescindible, y lo que ahora me
gustaría averiguar es si está anclado ahí y sólo vale como registro elegíaco. La época de su
exilio —su ‘quedada’, como habría dicho—, su relación con Barthes, Paz, Rodríguez
Monegal, su intimidad con el estructuralismo; los días de lo que ellos mismos
llamaban ‘literatura experimental’, frente a la cual, ya desde entonces, hubo tímidas
reacciones. Vargas Llosa escribió en 1975: “Con Sarduy, además, estoy totalmente en
desacuerdo desde el punto de vista literario. Esa es una vena […] que tiene que ver, sobre
todo, con la experimentación lingüística, que practica la literatura como la sola creación de
formas, pero con la que estoy absolutamente desencontrado […]. Para mí la literatura, la
novela en especial, sigue siendo lo que fue para los escritores más viejos: historia, contar
historias”. Ahora bien, si la reacción de Vargas Llosa fue hasta valerosa en ese contexto,
poco tiempo después la respuesta a la experimentación ya no sería ni tímida ni excepcional,
a tal grado que, según recuerdo, hubo un número de Vuelta de los años ochenta titulado en
conjunto “Defensa de la literatura difícil” —que ahora, a la distancia, podríamos leer como
el manotazo de quien siente el ahogo por la reconversión industrial del mercado
editorial—, y al grado de que, por ejemplo, en un congreso de 1995 Sara Sefchovich
hablaría de aquella época como de un período felizmente concluido, puesto que la
“experimentación técnica dio lugar a un camino cerrado, hermético, que […] significó una
cultura también de signo colonial, que pretendía estar fuera de la historia”, y agregaría
triunfal: “Una vez más la novela busca sencillez en el relato y quiere contar una historia”.
Ahora bien, lo interesante es que Sarduy, quien publica su primer libro de ensayos, Escrito
sobre un cuerpo, en 1968, inscrito en un sector muy específico del boom —aquel de Paz,
Cabrera Infante, Monegal, Puig, que se opondrá explícitamente a partir de 1971 al sector de
Fernández Retamar, García Márquez, Benedetti, la nueva trova—, de hecho desarrollará su
obra no en los años de esplendor del boom sino después, en aquello que algunos, con
impecable facilidad, han llamado postboom (los setenta, donde, no obstante, Sarduy no
halla relación con sus supuestos compañeros: Bryce o Skármeta, por ejemplo) y más bien
en los años de lo que, con idéntica simpleza, podríamos llamar vidsupraboom, es decir los
ochenta y primeros noventa, cuando aquel enorme pleito en torno al caso Padilla se ha
diluido, cuando Barthes ha muerto y pronto lo hará Puig, cuando Paz se ha rodeado de
grandes premios, cuando en general el boom innovador y aun experimental ha dejado de
serlo y de buscarlo.
Lo que la lectura en orden cronológico de los ensayos de Sarduy permite corroborar
es, entonces, que el fin del boom no fue sólo consecuencia de específicos posicionamientos
sobre la revolución cubana, como se ha dicho casi siempre, sino también, al mismo tiempo,
a veces armónicos, a veces contradictorios, de posicionamientos culturales. De un lado,
Paz, Cortázar, Puig, Sarduy, Cabrera Infante, Ulises Carrión (piénsese cómo cierto Sarduy
de los sesenta, el de “Cubos” y “Textos libres y textos planos”, se halla tan pero tan
próximo a lo que en esas fechas comienza a rumiar Carrión, cuya primera aparición en
Plural fue seguida con interés por Sarduy); del otro, Vargas Llosa, García Márquez, cierto
Fuentes. Y llama la atención cómo en ciertos casos la afinidad cultural sobrevivió a la loca
demanda política (así Cortázar, quien siguió apareciendo en Plural y Vuelta pese a su
antagonismo ideológico con Paz). ¿Qué lado es el de Sarduy? El del estructuralismo, el
experimentalismo (“insisto en no llamarla ‘experimento’”, escribe, “la Literatura es
siempre ‘experimental’”), la divinización del lenguaje, el clímax de la autonomía textual
(“Si creyéramos que la inteligibilidad de la literatura se encuentra fuera de la literatura…”,
dice Sarduy), todo ello enfrentado al realismo más o menos revolucionario o más o menos
mágico (“realistas puros —socialistas o no— y realistas ‘mágicos’ promulgan y se remiten
al mismo mito. Mito enraizado en el saber aristotélico, logocéntrico, en el saber del origen,
de un algo primitivo y verdadero que el autor llevaría al blanco de la página”, escribe
Sarduy, para más tarde agregar, cuando ni mucho menos estaba de moda renegar de García
Márquez, que la “peor variante” del realismo era la mágica).
Ahora bien: ¿las novelas de Sarduy, si nos toman desprevenidos, pueden ser
ilegibles? Creo que sí. Pero quizá convendría empezar a pensar que no son sus ensayos una
especie de guía para la lectura de sus novelas sino al revés: que el centro de su obra, así lo
quisiera él o no, son su poesía y sus ensayos, y que más bien las novelas funcionan como
notas al pie, aterrizajes ilustrativos de sus ideas. Sarduy escribe sobre otros —pintores,
escritores— para hablar de sí mismo: explica o interpreta otros libros para anticipar los
propios, como dijo Piglia que hizo Borges con su crítica literaria: puso en circulación una
serie de autores, y unas maneras de leerlos, que preparan el terreno para leer sus propios
textos como él quería que se leyeran. Así Sarduy, quien sólo en apariencia junta en sus
libros de ensayos textos de circunstancias: siempre se trata de sus obsesiones, actualizadas
con lo que pesca alrededor, una lectura poderosa que recibe de lo leído tanto como lo que
da.
Sus ensayos, pues, no son obra marginal, y menos al percatarnos de que, en todo
caso, su prosa se va haciendo, si cabe, más rica: se libera de cierto encorsetamiento
intelectual y se adentra en muchas más de sus posibilidades, conquistas, superficies,
decididamente al menos desde Barroco, su segundo libro (¿cuánto de lo que mascamos, por
cierto, sobre el barroco, sobre casi cualquier barroco, no viene de las imágenes de este
libro, de sus nociones, su fraseo?). Incluso en “Estructuras primarias”, del primer volumen,
sorprende ya encontrarse con un antecedente del mejor Ángel Rama (como más tarde nos
toparemos con anacrónicos ecos de Agamben): una prosa ensayística con influjos del
postestructuralismo donde se describen fenómenos culturales bajo un apasionamiento
helado: la distancia meticulosa, el pudor ético del estudioso, y a la vez la vehemencia, la
filosa adjetivación, la voraz sugerencia, de quien habla sobre aquello que lo compromete
íntimamente. Y luego, conforme pasan los años, más y más páginas asombrosas, como las
viñetas que principian cada capítulo de La simulación, de 1982, párrafos a la altura de las
novelas contemporáneas de Cabrera Infante o Reynaldo Arenas, o incluso próximos, no sé
si insospechadamente, a los del mayor mago de la época: Perec. Así que no sólo podría
detectarse cómo el paroxismo de la autonomía textual es más claro en su primer libro de
ensayos —cuando igual se ha llevado al paroxismo el ‘compromiso’, la mala conciencia
intelectual— para después matizarse, desaparecer como prédica, como lección escolar bien
aprendida; podría también considerarse cómo la quiebra de ese paradigma derivó, en
general, a un rechazo a veces visceral, espectacular, glorificado en el cinismo de la
dinámica editorial a partir de los ochenta: ¿es que no es posible pensar las limitaciones de
la autonomía textual —su ahistoricidad, su inmaterialidad— sin tener que asquearse en
bloque (así la eterna reacción de las poéticas conservadoras frente al linaje de las
vanguardias), sin condenarla como pretenciosa, elitista, una pura farsa intelectual (como
ahora, me parece, plantea Enrique Serna), como un purismo a destiempo, en fin? ¿No
puede ese paradigma proveer herramientas, límites, para no abrazar tan candorosamente el
paradigma actual de la heteronomía y abrasarnos en él?
Por último: ¿nada que discutirle a Sarduy? Quizá su rápido y total apego a la noción
batailleana de gasto —para sostener lo barroco como opuesto a lo instrumental y ahorrativo
“en que se basa toda la ideología del consumo y la acumulación”— debido a su concepción
clásica de una burguesía puritana y técnica. Es el mismo momento en que Paz, quien como
Sarduy ha abjurado del comunismo totalitario, sueña con el zapatismo, el budismo o el
erotismo foureriano. ¿Pero qué decir frente al capitalismo hiperhedónico, recreativo, tribal,
del que ya había dado cuenta Débord, y que en los años de Sarduy ya anticipaba, entre
otros, José Joaquín Blanco en su asombroso “Ojos que da pánico soñar”? Más que eso,
quiero referirme a la noción de retombée, base del pensar de Sarduy (“toda causalidad
acrónica: la causa y la consecuencia de un fenómeno dado pueden no sucederse en el
tiempo, sino coexistir; la ‘consecuencia’, incluso, puede preceder a la ‘causa’”): comienza
como posibilidad de aproximación a distintos eventos, pero luego, conforme se suelta la
escritura de Sarduy y se acerca al postestructuralismo (notable la forma en que se movió
del par significante/significado como sustento de sus primeros textos a un ensayismo que se
fija no en estructuras sino en epistemes, dispositivos, anclajes históricos y arqueologías de
las formas simbólicas), se refleja en la prosa misma: la confianza en la imagen, en la
paronomasia, en el juego, como recursos epistemológicos, al menos argumentativos; para
terminar como tesis central, unificadora de su obra ensayística, explícita en su último libro,
Nueva inestabilidad, cuando al final yuxtapone fragmentos de discurso científico con otros
provenientes de textos mitológicos o de una guía de viajes (“¿por qué no?”, dice), que
apuntan, metafóricamente, a lo mismo: son, unos y otros, formas de representación. El
problema es que, llevado al extremo —al extremo del delirio o la pereza—, en ciertas
manos académicas todo esto llegaría a límites ilegibles o de plano chuscos: recuérdese el
affaire Sokal-Bricmont, de 1997, donde se atacaba justamente a Kristeva, Lacan, Deleuze,
muchos de los autores más afines a Sarduy —y léanse (o mejor no) los muchos ‘artículos
académicos’ impregnados de esa jerga en su insaciable anhelo de puntos curriculares—.
¿Algo que criticar en Sarduy? Me parecería absurdo: para empezar, sus ensayos no están
insertos en un sistema de producción e intercambio académico (sus libros, pues, se
sometían al escrutinio público, y no sólo al reservado a los pares o supuestos pares); nunca
gana en su escritura la floritura teórica a la consistencia de ningún planteamiento, una de
las razones por las que se pueden reeditar sus ensayos y por las que seguimos encontrando
en ellos ideas esclarecedoras, entrañables, a veces deslumbrantes. Sobre todo, Sarduy es un
jugador, un bailarín, un gozador del pensar y el escribir, cualidades, me atrevería a decir,
opuestas a la mala maña del mercachifle. Considérese la rotunda fascinación de Sarduy por
la cosmología: no una ciencia entre otras que le hubiera servido para su ejercicio de
retombée en el plano simbólico sino, como la de la infancia, la fascinación por lo
inconmensurable del cosmos, la matemática del misterio, que lo proveería de metáforas
para sus novelas (las Enanas Blancas, las Gigantes Rojas) y que lo llevaría incluso, como lo
asienta en uno de los ensayos sueltos, “Arecibo”, a viajar precisamente a ese poblado de
Puerto Rico, ya en sus últimos años, para conocer el gigantesco radio-radar ahí instalado,
“algo que es como un platillo inmenso de metal perforado, o si se quiere un espejo cóncavo
y opaco de ocho hectáreas de superficie y una profundidad, en su centro, de cincuenta y un
metros”.
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