“La sangre desconocida”: un adelanto de la nueva novela de Vicente Alfonso

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Este es un adelanto, podremos conocer el pasado guerrillero de algunos personajes, así como el destino terrible que en su actualidad ha marcado a otros de ellos

 

POR VICENTE ALFONSO

En los caminos del sur: Fernanda

20 de junio de 2018,
Ciudad de México

 

—Primero cuénteme, ¿por qué quiere identificarla? —pregunta el anciano con acento norteño mientras palpa la cajetilla de cigarros y la extiende hacia la mujer.

 

Fernanda declina con una seña. El viejo tiene la mirada marcada por la desconfianza. Salvo por una corona de pelusas grisáceas, es calvo. Viste pantalón dockers y camisa a cuadros.

 

—Como le dije por correo, don Clemente, estoy ayudando a una mujer cuya hija desapareció. No estoy segura de que sea ella, pero hay datos que coinciden.

 

Aunque el cielo color panza de burro promete lluvia, Fernanda y don Clemente se han instalado en la terraza, pues un letrero prohíbe fumar dentro del restaurante ubicado en la calle de Dolores, en el centro de la Ciudad de México. El local donde el hombre ha citado a Fernanda está en el Barrio Chino pero no es, como la dirección sugiere, un lúgubre café con pocos clientes, sino un lugar limpio y bien iluminado, de muebles minimalistas, música new age, y abarrotado de oficinistas.

 

Un mesero se planta frente a ellos. Don Clemente ordena algo cuyo nombre ella no alcanza a escuchar y Fernanda, para no romper el hilo de la conversación, dice tráigame lo mismo.

 

—Escuche —retoma el anciano—: si va a escribir algo, no ponga mi nombre. Cámbieme los rasgos, invénteme otra profesión. Ponga que nos vimos en otra parte.

 

Ella asiente en silencio. Salvo una leve cojera que le quedó como secuela de las torturas, nada en don Clemente revela que en su juventud fue guerrillero y que pasó más de cuatro años en prisión. Parece un hombre sencillo, de esos que no se envanecen pero tampoco se arrepienten de sus decisiones. Al menos esa impresión ha causado el abuelo en Fernanda a partir del blog que mantiene, una rústica página electrónica dedicada a dos temas: los grandes muralistas mexicanos y la reconstrucción de hechos en los que participaron guerrilleras como Aurora Castillo, alias Belén, quien llegó a comandar una de las brigadas de la Liga en la capital, o como Enrique Guillermo Pérez Mora, alias Tenebras, asesinado en junio de 1976.

 

Don Clemente saca un papel del bolsillo de su camisa. Es un volante que ostenta veinticuatro caras jóvenes, algunas identificadas por nombre y apellido, otras por sus apodos: la Papa, el Güero, el Licenciado, la Chapis. Algunos usan lentes, llevan bigote o cabello largo. Pero las imágenes son pobres, borrosas. Los rasgos se tornan confusos. Al pie hay una leyenda que aclara que, además de pertenecer a la Liga Comunista 23 de Septiembre, son delincuentes comunes: asesinos, secuestradores, asaltantes. Hacen una vida aparentemente normal, podrían ser tus vecinos. Denúncialos.

 

Señala una foto abajo, a la izquierda: una muchacha identificada como Amparo. Los cargos que se le imputan son conspiración, acopio de armas, asociación delictuosa, robo con violencia e incitación a la rebelión.

 

—Se parece, pero no sé si hablamos de la misma persona.

 

Fernanda se mordisquea la uña del pulgar mientras observa la imagen. Con un poco de voluntad sería posible pensar que esa muchacha podría ser hija de Mamá Flor. Se parecen en los ojos, aunque el único ojo sano de Mamá Flor está casi apagado por las cataratas. En los pómulos. La nariz es un poco más chata, pero no mucho.

 

—Su madre dice que, a mediados de los setenta, la chica sirvió como puente entre el Partido de los Pobres y la Liga 23 de Septiembre. Que la desaparecieron porque denunció que en Guerrero operaba un escuadrón paramilitar llamado Grupo Sangre. ¿Qué opina? —pregunta Fernanda—. ¿Le suena posible? ¿Lógico al menos?

 

—De eso quería hablarle —el anciano vuelve al cigarro—. No sé si realmente se trate de la misma persona. Hay partes que sí cuadran, pero otras nomás no. La Amparo que yo conocí era de Culiacán, no de Guerrero.

 

—¿Entonces? —insiste Fernanda en cuanto el mesero se aleja.

 

El hombre la mira, sus dedos tamborilean sobre la mesa.

 

—Acompáñeme —el hombre toma de la mesa las llaves de su auto y luego el bastón.

 

A Fernanda jamás se le había ocurrido que un exguerrillero pudiese conducir una Jeep Liberty, usar GPS. En el asiento del copiloto hay una caja con materiales de pintura: pinceles, espátulas, latas y frascos con solventes. Mientras el vehículo intenta abrirse paso por las calles de la capital, cuenta que hace unos años, durante el sexenio de Vicente Fox, la Fiscalía para Movimientos del Pasado buscó en psiquiátricos a ciento treinta personas desaparecidas durante la guerra sucia.

 

—No fueron pocos los que enloquecieron a causa de la tortura o del encierro —continúa—. Lo más cabrón es que, aun así, afectados, los jueces los mandaban a la cárcel alegando que era una medida de seguridad. La ley indica que no se puede responsabilizar a alguien que no es consciente de sus actos, pero eso nunca les importó. Igual los turnaban a prisión o, en el mejor de los casos, al psiquiátrico. No tiene usted idea de cuántos camaradas se suicidaron en esas condiciones.

 

La voz del hombre se quiebra, pasa varios minutos en silencio, la vista al frente.

 

—Si esta mujer es la que usted busca, su verdadero nombre no es Amparo, sino Rosario —retoma—. Cuando la conocí, a principios de los setenta, era eso que en la guerrilla conocíamos como una compañera de ruta. Alguien que simpatizaba con nosotros, pero no pertenecía formalmente a la lucha. Y no lo era por falta de méritos, sino porque su perfil hacía imposible aceptarla en el corazón de cualquier movimiento. Nosotros pretendíamos desarrollar la conciencia entre obreros y campesinos. Lo mismo expropiábamos mimeógrafos y máquinas de escribir que hacíamos pintas en edificios públicos o repartíamos volantes afuera de las fábricas. Luego, en 1973, muchas organizaciones clandestinas de todo el país intentamos fundirnos en una sola: la Liga Comunista 23 de Septiembre. Pero eran tiempos turbios y todos desconfiábamos de todos. Por eso cuando Rosario llegó, su caso desató un debate dentro de la organización. Teníamos que cambiar nuestras formas de operar. Una de las medidas fue reclutar más mujeres y confiarles las tareas esencial…

 

—Todo eso lo sé, don Clemente —interrumpe Fernanda—. Hábleme de la chica.

 

—A eso voy —responde el anciano—. Como le digo, ella era distinta y eso se notó desde el principio: en lugar de ser atraída primero a un círculo de estudios, Rosario se acercó ofreciéndonos información. Perdone que no le diga más detalles, no vienen al caso. Aquí es.

 

Se estaciona frente a una fachada sucia y descuidada que identifica al sitio como el Centro de Asistencia e Integración Social Coruña. Minutos más tarde están frente a una mujer de unos sesenta años, sorda y casi ciega. Sus ojos con cataratas evaden cruzarse con los de Fernanda. Las raras veces en que se atreve a mirarla, lo hace agachada. Sufre un temblor constante en la mano derecha. Anda descalza, con la piel muy quemada por el sol. Una cicatriz va desde el cuello hasta la clavícula izquierda, otras marcas cruzan sus antebrazos. Es una más en una horda de pacientes sucios, sin dientes y con la mirada perdida, que forman la población flotante de este sitio.

 

—Hola, Rosario.

 

—¡Clemente! ¿Por qué no habías venido?

 

En un tono de confianza, la mujer le cuenta al exguerrillero que esta mañana ha conseguido noventa y dos pesos pidiendo limosna. Interrumpe las frases, tartamudea. Su cara evidencia quién sabe qué tormentas internas que van de la tristeza a la euforia en cosa de segundos.

 

Don Clemente explica que Rosario pasa temporadas aquí, pero apenas cesan las lluvias o el frío, vuelve a las calles. Su expediente, que la identifica como Rosario Navarro Owen, la describe como una paciente psicótica, delirante y con síntomas de despersonalización, que se atribuye cualidades y condiciones que no corresponden a su realidad. En el archivo dice que ingresó como detenida, pero no hay nada que explique por qué se le detuvo, mucho menos indicios de que haya pasado por un juzgado: sólo notas médicas, transcripciones de entrevistas con trabajadoras sociales. No tiene documentos personales, pues asegura que se los robaron los soldados.

 

Fernanda hurga en su bolso en busca de algo que ofrecerle: encuentra sólo una barrita de granola, que la mujer acepta y de inmediato abre. Mastica muchas veces.

 

—¿Está seguro de que su apellido materno es Owen, que es de Sinaloa?

 

—Segurísimo.

 

—¿No es posible que sea una de sus invenciones?

 

—Mire, Rosario y yo fuimos pareja, estábamos a punto de casarnos cuando yo caí preso en Lecumberri. Éramos un par de chamacos. Si le estoy pidiendo que cambie mis datos cuando escriba su historia es porque a fin de cuentas esa relación no hizo sino acarrearme desgracias, al grado de que fui torturado y estuve preso por cinco años y once días, hasta que salí gracias a la amnistía de López Portillo. Pero ése es otro asunto. Como le digo, a diferencia de muchas camaradas que se acercaban con recelo al círculo de estudios, Rosario llegó con una idea muy clara. Pero ¿qué hacía entre nosotros una morra millonaria, que hablaba un inglés perfecto? Resolvimos darle un período de prueba durante el cual no tendría acceso a información que pudiera usarse para perjudicarnos. Se mostró muy disciplinada y hasta aportó dinero para actividades de la organización. Y sí, su nombre clandestino era Amparo.

 

—¿Dice que era rica, que daba dinero?

 

—Sí. Manejaba un convertible.

 

Triste, Fernanda asume que la muchacha del relato no es, no puede ser la Amparo que ella busca.

 

FOTO: Portada del libro La sangre desconocida, de Vicente Alfonso/ Cortesía Alfaguara

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