La muerte sin nombre: reseña de “La sangre desconocida”, de Vicente Alfonso

Nov 5 • Lecturas, Miradas • 1101 Views • No hay comentarios en La muerte sin nombre: reseña de “La sangre desconocida”, de Vicente Alfonso

 

En La sangre desconocida, tres historias revelan las luchas sociales contra gobiernos corruptos y la búsqueda de la justicia en la sierra de Guerrero

 

POR ANTONIO RAMOS REVILLAS
Periodista, narrador, maestro de nuevas generaciones de escritores, así podríamos definir en una primera instancia el oficio que ha andado Vicente Alfonso a lo largo de la última década y que tiene como punto de partida su novela Partitura para mujer muerta (Mondadori, 2008), Premio Nacional de Novela Policiaca otorgado por el IPAX y desde la que el narrador oriundo de Torreón mostró sus cartas como narrador de amplios intereses. No era tampoco un advenidizo, ya contaba con una larga experiencia como periodista en el emblemático periódico El Siglo de Torreón, que sin duda se refleja en su obra narrativa posterior.

 

Una de las primeras cosas que resaltan en su escritura es el oído para la construcción verbal de la historia. Si algo tienen las novelas de Vicente Alfonso es el peso que cede a la oralidad para la representación moral de sus personajes que rondan el mundo del hampa o de la violencia. Hay un registro polifónico entre sus policías, víctimas, artistas y abogados que nutren su narrativa y que son fáciles de distinguir por su habla. Si bien, en sus novelas siguientes, la celebrada Huesos de San Lorenzo (Tusquets, 2015), Premio de Novela Sor Juana Inés de la Cruz y la novela más reciente de la que hablaremos en esta reseña, La sangre desconocida (Alfaguara, 2022), los narradores asumen también la historia desde la primera persona, es cuando los personajes hablan cuando este oído del que hago mención se remarca, no sólo por el argot que maneja, sino por la sintaxis de cada uno de ellos.

 

Y, al decir esta cualidad en la obra, muestro la segunda carta: la variedad en el registro de los narradores. Si bien se ha dicho que desde finales del siglo pasado y estos primeros 20 del XXI, los narradores en primera persona han tenido el control, en la obra de Vicente no lo ha sido del todo: juega con la primera persona como con la segunda y tercera, mismas que entrelaza en donde le funciona mejor a la historia. Hay una mirada profesional en su manera de escribir que cede, por decirlo de alguna manera, el espacio o la tribuna al narrador que mejor le conviene para lo que será narrado: alguien que espía a un asesino o la descripción del asesinato mismo o bien, el vacío en la trama para que quien lea la reconstruya.

 

Este vacío en la trama nos lleva a la tercera carta en su narrativa. Lector del primer Mario Vargas Llosa en el uso de tramas que se interponen o modifican su trayectoria, es difícil encontrar en las novelas de Vicente Alfonso una historia líneal, con una cronología casual, y es aquí donde se cimenta una de las grandes cualidades de su obra: el andamiaje narrativo. A menudo, como formador de nuevos escritores, Vicente Alfonso utiliza el término de la “carpintería”. No en balde uno de sus primeros personajes comete un asesinato con un formón.

 

Si bien existen muchos tipos de carpinterías y narrativas, en la obra de Vicente se ensamblan las historias desde tiempos y espacios disímiles y en esta última novela, agrega el elemento de la crítica a lo social, a la podredumbre de la política mexicana, a las tantas guerras sucias que han existido en nuestro país y lo hace con el retrato literario de Chilpancingo, la opaca capital del estado de Guerrero, y a la que se mudó por algunos años y que dio pauta para la escritura también de uno de sus libros más recientes, aunque ahora desde el lado del periodismo: A la orilla de la carretera: crónicas desde Chilpancingo (UANL, 2021), en donde da santo y seña de la violencia generalizada en el estado de Guerrero.

 

La sangre desconocida, más que un thriller policiaco, retrata la historia de tres personas: un maestro de derecho que tiene debilidad por una alumna de pasado siniestro; un hombre en sus 40, novelista frustrado, que recala en Chilpancingo junto con su mujer, una maestra recién contratada por la Universidad; y el secuestro de una chica, heredera de un emporio de la industria tabacalera en los Estados Unidos.

 

Estas son, de entrada, las reglas del juego; pero luego vienen las variantes: tres líneas temporales con sus propios ritmos; con sus campos geográficos definidos entre Sinaloa, Chilpancingo y Camel City.

 

Lo que une a las tres historias es la revelación profunda de las luchas sociales, la pelea contra los gobiernos totalitarios, la defensa de los derechos de las minorías, la búsqueda de la justicia en la sierra de Guerrero; por aquí o por allá, hace su aparición la Liga 23 de septiembre, la prisión de Lecumberri, las revueltas sociales de la comunidad afroamericana en el sur de Estados Unidos e incluso desfila por estas páginas, de manera breve pero contundente, la figura febril y frágil de José Revueltas en uno de sus momentos de cavilación sobre su adherencia al Partido Comunista.

 

Los personajes de La sangre desconocida, cuyo capítulo de apertura tiene un final contundente que te obliga a leer la novela de tirón, buscan algo: burlar al futuro, apropiarse de una patria, de una familia; y para ello son encarados por otros: no hay lector sin involucramiento con la historia, no hay humanidad sin riesgos.

 

Parafraseando a Vicente: “La novela siempre es una duda”. Y en ésta hay varios acertijos que señalan nuestros otros pasados violentos. Acaso, las luchas por un país en el que sí confíabamos, tal vez de un mundo donde matar por el bienestar del colectivo era un bien menor comparado con el matar nuestro de cada día: por dinero, por poder, por amasar fortunas tintas en sangre. Porque al final, si algo campea en estas páginas, es la nostalgia de lo que pudimos ser, de por lo que peleamos, el espejo de nuestras relaciones fallidas, de la sangre que desconocemos en un país de muertos sin nombre.

 

FOTO: Propaganda decomisada a la Liga Comunista 23 de Septiembre a mediados de los años 70, en la Ciudad de México/ Archivo EL UNIVERSAL

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