Tarazona y las metamorfosis

Nov 19 • destacamos, principales, Reflexiones • 1275 Views • No hay comentarios en Tarazona y las metamorfosis

 

Clásicos y comerciales 

 

POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL 
Sólo leyendo Isla partida (2021), de Daniela Tarazona, comprendí —necesitado de la relectura— su primera novela, El animal sobre la piedra (2008), que hoy me parece una de las obras en prosa más originales en lo que va del siglo mexicano. Como ocurre en su admirada Clarice Lispector —a quien le dedicó un opúsculo una década antes de los fastos del centenario de la autora de La hora de la estrella— el asunto de Tarazona (Ciudad de México, 1975) son las metamorfosis, las de Ovidio y las de Kafka. En el primer caso, nuestra autora pareciera situarse, más bien, antes de Las metamorfosis: anterior a toda mitología, en una prehistoria donde aparece una mujer primordial (ella misma viajando desde su tiempo, con su cuerpo, sus pesadillas y sus enfermedades) transformándose en un reptil y desovando.

 

Ése es el eje de El animal sobre la piedra, mientras que en Isla partida, si cabe, el protagonismo lo lleva la mente dividida, propiamente esquizoide. Lo kafkiano en Isla partida, no siendo mucho, es suficiente: una conformidad ante la metamorfosis (los nuevos traductores de Kafka han pretendido sin éxito retitular, como debería ser merced a la precisión, aquel relato como Transformación). En Tarazona, la mutación se presenta, como en Kafka, acompañada de la conciencia, pero no de la sorpresa del personaje ante su cuerpo renacido o transfigurado, pues su creadora lo ha dirigido, con astucia, por el sendero del realismo entendido como conformidad con el destino.

 

De esta forma volvemos a Lispector. Con la ucraniana del Brasil, Tarazona aprendió a jugar entre lo real y lo fantástico, dejándonos en la duda metódica de que todo aquello puede ser locura (en su medida de “realidad”) o fantasía, truco genialmente inaugurado —ya se sabe— por Henry James en Otra vuelta de tuerca (1898) y técnica privilegiada del relato fantástico desde entonces, el cual exige al lector no una entrega ciega a lo sobrenatural, sino la firma de un compromiso provisorio con la verosimilitud. Por ello, la segunda novela de Tarazona (El beso de la liebre, 2012) es lamentablemente ingenua. Lo que antes o después de ese libro fallido es —como bien ha dicho Luis Felipe Fabre— la conversión de un escritor en escritura, en El beso de la libre es fantasy en el más comercial de los sentidos, la invención de un mundo obsoleto, cuya opacidad radica en ser tan sólo un depósito de valores convencionales y manidos sobre el fondo de una escenografía abaratada de superhéroes y prodigios, motivo por el cual la Ciencia Ficción del siglo XX envejeció tan rápido como el modernismo anglosajón que la promovió.

 

Por fortuna, con Isla partida, Tarazona volvió a sí misma. Como aprendió en Lispector, el suyo es siempre un solo libro, lo cual no es agradable porque el mutante también tiene historia. Si en El animal sobre la piedra están el reptil y su huevo (“En varias ocasiones”, apunta Tarazona, “Lispector nombra la enigmática valia del huevo y su significado”), en Isla partida tenemos a una mujer que podría ser aquella, esta vez víctima de una destructiva electricidad cerebral cuyo remedio lleva a Tarazona a los misterios de la neurología antes que al enigma psicoanalítico. “Narrar demasiadas veces la misma secuencia de hechos”, leemos en Isla partida (Almadía), “cuando la imaginación es desordenada resulta necesario. Esperas que alguien lo entienda. Desde una perspectiva psicoanalítica, es probable que estés colocando límites y recogiendo el agua derramada con baldes para que el suelo no se pudra. Evitar a toda costa la putrefacción, aunque sea. El psicoanálisis es un modo pobre de ver la existencia. Las palabras dichas regresan a la cabeza como pájaros lastimados por tu propia mano”.

 

Que en Isla partida, más que en El animal sobre la piedra, Tarazona recurra a fragmentos no convierte a su última novela en muestrario de hibridez alguna. Su voz narrativa, desde el principio, ha sido culta, sentenciosa, literaria. Tampoco creo que sea “autoficción”. Ya va siendo hora de decir que esa etiqueta mercantil y académica es de las más necias aparecidas últimamente, lo cual no es mucho decir. Marcel Proust y su tiempo perdido, Henry Miller y el mundo del sexo o Elena Garro en el periplo paranoide, fueron, también y desde entonces, autoficciones.

 

La trascendencia del yo, con los riesgos de recurrir a la segunda persona del singular, manipula en Isla partida, todas las contingencias del relato e inclusive, lo “más real”, la muerte de la madre de la protagonista bien puede ser otra ilusión lírica o un espejismo en el viaje a esa isla que está y no está, mente dividida: “Te llevas las manos a los ojos, tratas de buscar: piensas en el interior de tu cerebro. Allí está el mundo. Una reducción de él, con luces artificiales y todo. En ese mundo está la clave, fíjate bien en los muros: ve qué está escrito, los mensajes de los muros describen los asuntos más importantes del momento”.

 

En Isla partida, como en El animal sobre la piedra, Tarazona concibe a sus creaturas mediante la morfología evolutiva, es decir, seres formados de capas, tal cual leyó en La pasión según G.H. (1964), de Lispector. Según palabras de la propia Tarazona (Para entender Clarice Lispector, 2009), en esa novela, “tras la disertación de su especie y sus incomparables facultades de resistencia, la protagonista cierra la puerta sobre el cuerpo de la cucaracha pero no consigue matarla. Más adelante, se encuentra frente a ella, y observa que está hecha de capas, de pellejos, de cáscaras (cascas, en portugués). La cucaracha contiene varias pieles que revelan su arqueología”, como escamas la mujer reptil en El animal sobre la piedra.

 

Me inquieta saber cuáles serán las metamorfosis a seguir por Tarazona, una vez superado el magisterio de Lispector y profundizadas sus admiraciones electivas por Eunice Odio (las cosas de su mundo fueron pocas aunque suyas), Garro (un universo ensordecedor), Amparo Dávila (la fantasía apacible) o Jesús Gardea (bajo el sol absoluto todo será oscuridad), cuando las capas de su propia narrativa hayan cumplido su propósito de llegar al clásico, por moderno, silencio escritural, la extinción de la voz. O quizás Daniela Tarazona decida volver a empezar el mismo libro. En cualquiera de los casos, confío en que su prosa seguirá por ese camino de autoconocimiento propio de Isla partida: “Vas a ciegas, describiendo lo que sientes, lo que ves. En tu situación es imposible saber si lo que escribes será para bien o para mal. Después, a esperar, ver en las ondas en la superficie del agua, dormir una vida, anestesiar un pensamiento, claudicar sin darse cuenta”.

 

FOTO: La escritora Daniela Tarazona/ Archivo EL UNIVERSAL

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