La identidad del lector

Ene 11 • destacamos, principales, Reflexiones • 3665 Views • No hay comentarios en La identidad del lector

 POR JAVIER GARCÍA-GALIANO

 

“El desarrollo de mi biografía”, escribió Juan García

Ponce en una de sus autobiografías, “está forzosamente

ligado al de mis lecturas y en un sentido personal la

casualidad que fue llevándome de un libro a otro y

mostrándome mi manera de ver y sentir las cosas de

acuerdo con el sentimiento que me obligaba a aceptarlos

o rechazarlos es tan importante como los cambios que

se produjeron al ir de una ciudad a otra, al trabar nuevos

amigos y conocer, gozándolos, diferentes ambientes, al

tiempo que la edad y las circunstancias me imponían

exigencias y servidumbres desconocidas hasta entonces”.

Se consideraba “un lector tan voraz y atento como

desordenado; pero quizás en las lecturas existe un orden

secreto que, bajo la apariencia exterior del desorden,

nos va conduciendo a las metas que oscuramente

buscamos. Todavía hoy creo que uno encuentra los

libros en el momento que los necesita por el camino de

una casualidad que en el fondo está determinada por las

exigencias de una búsqueda que puede no ser consciente,

pero existe, y cuyo verdadero sentido es la necesidad

interior”.

 

Todavía podía adivinarse cierta fascinación en él

cuando recordaba el primer libro que leyó: Tarzán de los

monos de Edward Rice Burroughs. Se lo había entregado

su abuela, en Mérida, quizá en un ejemplar de la editorial

Tor, para que distrajera el tedio de una enfermedad que

lo obligaba a permanecer postrado en cama. Lo leyó

en un día, “sin soltarlo ni siquiera para comer la dieta

de sopa a que me sometían ante cualquier enfermedad,

desde la gripe hasta la tifoidea”. Poco después, en

Ciudad del Carmen, donde vivían sus padres, con los que

estaba de vacaciones, su madre le facilitó un volumen

que contenía las aventuras de Pistol Pete Rice. Ignoraba

si entre esos dos primeros recuerdos de lector hubo

otros libros, pero sabía que esos dos relatos propiciaron

que esa experiencia se repitiera con las historias de La

Sombra, Doc Savage, Bill Barnes y, luego, Salgari,

Karl May, Mark Twain, Dickens, Dumas y Victor

Hugo, “aunque los dos últimos tenían el casi invencible

impedimento para mi abuela de estar en el Índice”.

 

Antes de conocer la calle de la colonia Condesa, en el

Distrito Federal mexicano, combatía la soledad con el

descubrimiento de los libros de Maurice Leblanc y la

personificación a Arsenio Lupin. Sólo las iniciaciones

callejeras y eróticas lo apartaron por un tiempo de la

lectura, que terminó por imponérsele como un destino

placentero.

 

Fue, sin embargo, su obsesión por el arte la que

lo condujo al Doctor Faustus de Thomas Mann.

No olvidaba que terminó de leerlo por primera vez

“deslumbrado por las últimas páginas una noche en

que debería salir hacia Acapulco con mis amigos y que,

gracias a que tenía el poder de ser el dueño del coche

en que íbamos a ir, los hice esperar hasta que logré

terminarlo, sin que pudieran entender mi idiotez”.

 

Confesaba que había escrito su primer cuento “de una

manera que se puede considerar involuntaria. Al terminar

una novela que me había seducido totalmente, me puse

a escribir algo que de alguna manera la continuaba”.

También sus ensayos procedían con frecuencia de libros

y cuadros que lo seducían; algunos de ellos, como los de

Thomas Mann, como los de Robert Musil, como los de

Heimito von Doderer, se convirtieron en algo semejante

a una obsesión.

 

Cuando escribía acerca de los escritores que

frecuentaba, también escribía acerca de sí mismo. En los

textos de otros hallaba formas varias de ideas que lo

atraían incitantemente como el de la naturaleza del arte,

que también le importaba a Hermann Broch y que García

Ponce advertía constantemente en los libros de Thomas

Mann. Como Tonio Kröger creía que “la literatura es la

muerte y para escribir hay que estar como muerto”, por

lo que debe elegir entre vivir “en un mundo sin

conocimiento o en un conocimiento sin mundo”.

 

También Ulrich, el protagonista de El hombre sin

cualidades de Robert Musil, a la pregunta acerca de lo

que haría si fuera dueño del mundo, responde: “abolir la

realidad”. Luego reconoce que ignora lo que eso

significa en verdad, pero que seguramente estaría

relacionado con la excesiva importancia que le damos al

aquí y al ahora, al momento actual. La abolición de la

realidad equivaldría a la liberación del espíritu. García

Ponce consideraba que se trataba de “una respuesta

desesperada, que busca una solución extrema; pero

plantea admirablemente la lucha abierta entre la

contemplación y la acción, entre el puro quietismo

dentro del que el espíritu puede gozarse a sí mismo

como único absoluto y la necesidad de encarnar y

ponerse en movimiento para tener vida”.

 

En algunos de sus cuentos y novelas como “El gato”,

como La invitación, Juan García Ponce parece haber

querido abolir la realidad, intentando que transcurra

perennemente, sin futuro ni pasado que la determinen, y

en la cual sus personajes permanecen entre la acción y la

contemplación, como acaso es la posición del lector.

 

En La errancia sin fin: Musil, Borges, Klosowski,

García Ponce recuerda que en El hombre sin cualidades

de Musil, Ulrich le confiesa a su hermana Agathe que

una vez vio en un tranvía a una niña de doce años cuya

total belleza lo persiguió siempre, y a la cual perdió de

vista entre la multitud cuando ella se bajó del tranvía.

Musil vio a esa niña, “en cambio sólo soñó a Agathe

y quiso hacer real su sueño a través de las palabras.

 

Ese sueño llegó a ser tan real, que en realidad terminó

imponiéndosele a la voluntad del autor. La grandeza

de Musil se encuentra precisamente en la decisión de

seguirlo, aun a costa de la identidad que la literatura

podría entregarle al hombre sin cualidades que es el

autor de El hombre sin cualidades”. Juan García Ponce

persiguió las ideas que lo fascinaban a veces en los

libros de escritores y en cuadros de pintores a los que

admiraba, a veces en su narrativa, a veces en la mera

contemplación, logrando lo que pretendía: “que mi obra,

cualquiera que sea su posible valor, pudiera verse como

una especie de biografía de mis ideas”.

 

*Fotografía: Juan García Ponce, en 1997/Archivo El Universal.

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