Ulrich Seidl y la maldición decadente

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Un cantante en decadencia que se aprovecha del deseo de mujeres maduras verá salir sus propios prejuicios raciales cuando reaparezca la hija que abandonó en Siria hace doce años

 

POR JORGE AYALA BLANCO
En Rimini (Austria-Francia-Alemania, 2022), descarnado film 21 del devastador docuficcionista vienés de 70 años Ulrich Seidl (Días perros 01, Import/Export 07), con guion suyo y de su esposa como imprescindible colaboradora Veronika Franz, el envejecido y alcoholizado cantante pop e infalible gigoló zalamero Richie Bravo (Michael Thomas estupendamente deshecho) regresa a su pueblo natal en el sur de Austria para enterrar a su madre, se instala en su habitación de adolescente bajo un póster del Charlton Heston forzudo y fetiches de Winnetou (del western mitológico imaginado por el germano Karl May), juega con su hermano vuelto maestrito rumano Ewald (Georg Friedrich) a echarse carreras en cochecitos de párvulos y a reventar botellas con rifle de municiones, recoge en el asilo a su provecto padre Ekkehart ya en silla de ruedas (Hans-Michael Rehberg), revela nimios gustos maternos a un agente funerario para el ínfimo homenaje póstumo y retorna sin más a la invernal playa adriática de Rimini donde posee una aislada villa que alquila a vacacionistas ocasionales, como su ávida amante senecta Annie (Claudia Martini) con su hermana eroinsatisfecha Emmi (Inge Maux) más el severo esposo doctor de ésta, y donde el lamentable Richie luce sus estrafalarios atuendos de crooner retro en el Bar 007, entona tan meliflua cuan estruendosamente sus baladas añorantes, seduce y padrotea a gusto a las ancianas hambrientas de afecto y deseo y sexo que asisten a sus shows unipersonales y a sus grotescos desplantes, pero de repente se topa con una enigmática treintona de gafas negras y guarura árabe que primero lo desprecia y luego le declara de sopetón que es su hija Tessa (Tessa Göttlicher), a la que 12 años atrás botó junto a su difunta progenitora en Siria, y que hoy, sin dejarse abrazar siquiera, exige una remuneración económica por el tiempo padecido en su ausencia, algo que socava a un de pronto vencido Richie, quien sólo consigue satisfacer la vil extorsión filial mediante un infame chantaje, filmando con celular a la vieja Emmi durante una noche de ebriedad orgiástica, aunque ocasionando la intempestiva rendición sentimental de la hija pródiga, quien de súbito se aposenta invasoramente en la evacuada villa del padre con una intolerable cauda de familias sirias refugiadas, lo cual desata los prejuicios raciales de un ahora relegado Richie, autocompasiva y lúcida víctima de una ineluctable maldición decadente.

 

 

La maldición decadente forma un díptico secreto con la siguiente cinta del realizador: Sparta (22), donde se manifiestan en Rumania los afanes pedófilos de aquel hermano profesor Ewald del protagonista que aquí sólo aparece al principio, pero cuya sola mención de instintivo bruto civilizado desde el interior remite a la devastadora y devastada crudeza esencialmente existencialista y sensual de los desglamurizados héroes límite de Seidl, siempre aquejados de una inhumanidad extrema y esta vez, guiados por las falsas aventuras eróticas, cosificadoras, gráficas hasta lo shocking, y los lances egotistas y deprimentes del decrépito monstruo sexoadulador Richie, dejando ver la agitación vacía e inútil, en el fondo todavía infantil, de un perverso polimorfo merecedor de ser estudiado y desmitificadoramente desmantelado al conjuro analítico de Freud y Jung, bajo todas sus capas narrativas, en su trilingüismo alemán-italiano-inglés para turistas sexuales y en el agobiante ámbito antilírico de una espesa niebla invernal/infernal de páramo playero, gracias a la excepcional fotografía de Wolfgang Thaler en extreme long shots, distanciantes en todos sentidos, incluyendo el sentido plástico del empequeñecedor paisajista romántico por excelencia Caspar David Friedrich y el sentido brechtiano anticatártico, en verdad compendiadores conceptuales y apabullantes.

 

 

La maldición decadente consuma el prodigio de hurgar indirectamente, a través de un behaviorismo límite absoluto, en la mente de su protagonista, tal como lo hacía Seidl con los fariseos modernos entregados a la oración silenciosa en Jesús, tú que todo lo sabes (03),
o con los apasionados especímenes humanos que se entregaban a inexcusables consumismos vergonzantes en el tríptico Paraíso (el consumo exótico sexual nunca meramente genital en Paraíso: amor, el consumo de la religión como industria de la fe en Paraíso: fe, el consumo de la fantasía amatoria por sobrealimentadas adolescentes en campamentos de verano en Paraíso: esperanza, 12-13), o bien con las ultracivilizadas criaturas que suelen esconder y ejercer sus prácticas inconfesables En el sótano (14), y toca el turno a ese Richie degradado y repelente, deleznable hasta para él mismo, abandonándose a su propia inanidad, a su dolor y a su irritante pero desalmada carencia de remordimientos o conciencia de sus oquedades, y sin embargo destinado a encontrar, menos paradójicamente de lo que podría pensarse, en el último grado de la indignidad, rasgos latentes y virulentos de dignidad extrema, acaso porque en el fondo de la desesperación reinan el abismo y la calma, incluso en situaciones “donde el sufrimiento no halla escape en acción, aquellas donde un continuo estado de angustia mental se prolonga sin alivio de incidente, esperanza o resistencia, donde todo ha de soportarse y nada puede hacerse” (Matthew Arnold), y deliberadamente sin posibilidad de vuelo poético.

 

 

Y la maldición decadente prefiere culminar elíptica y subsidiariamente, con la terminal figura peripatética del padre nonagenario encarnado por el histrión germano Rehberg actuando en tomas de archivo un lustro después de muerto, atrapado en su alcoba o celda lujosa del asilo inicial y clamando por su mamita junto a la ventana baldía, al compás del lied supremo del ciclo soberano de Schubert, inserto en un sublime e irrecuperable Viaje de invierno, él también, como la película misma y todos sus personajes, despojado de cualquier posibilidad de redención o teleológico y cósmico significado global.

 

FOTO: Rimini fue estrenada en el Festival de Berlín 2022/ ESPECIAL

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