Crónica judicial de los atentados terrorista en París

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Por cortesía de la editorial Anagrama, compartimos un adelanto de V13, el nuevo libro de Emmanuel Carrère, que reconstruye el juicio contra los yihadistas que perpetraron una serie de atentados, uno de ellos en la sala Bataclan, el 13 de noviembre de 2015

 

POR EMMANUEL CARRÈRE
EL PRIMER DÍA

El retorno

8 de septiembre de 2021, a mediodía. Île de la Cité, con una fuerte protección policial. Somos varios cientos los que cruzamos por primera vez estos detectores de metales que franquearemos todos los días durante un año. Hay muchas probabilidades de que a ese policía al que saludamos le demos los buenos días con frecuencia. Las caras de esos abogados con su credencial con cordón negro, las de esos periodistas con el cordón naranja o las de las víctimas con el verde o rojo se volverán familiares. Algunos van a convertirse en amigos: el grupito de gente con el que vamos a hacer la travesía, a intercambiar notas e impresiones, a turnarnos cuando la jornada sea demasiado larga o a ir a tomar un trago, tarde, en la brasserie Les Deux Palais cuando haya sido excesivamente fatigosa. La pregunta que nos hacemos todos: ¿vas a venir todo el tiempo? ¿A menudo? ¿Cómo te organizas el resto de la vida? ¿La familia? ¿Los hijos? Sabemos ya que algunos solo vendrán de vez en cuando, los días previsiblemente más intensos. Otros han prometido venir todos los días, vivir tanto los momentos álgidos como los bajos. Yo soy uno de ellos. ¿Aguantaré el desafío?

 

El programa

A finales de julio se supo que el juicio no durará seis meses, sino nueve. Un año escolar, un embarazo. El programa no cambia: varía el tiempo que se les concede a las víctimas. Son alrededor de mil ochocientas. No se sabe todavía cuántas testificarán. Hasta el último minuto podrán sumarse o renunciar. Por término medio se les asigna una media hora a cada una, pero ¿qué magistrado se atreverá a decirle “Su turno ha concluido” a quien rebusque las palabras con que narrar el infierno del Bataclan? La media hora será quizá una hora, los seis meses se están convirtiendo en un año, y yo no debo de ser el único que hoy se pregunta por qué se dispone a pasar un año de su vida encerrado en una sala de audiencia gigantesca con una mascarilla en la cara cinco días por semana y levantándose al amanecer para pasar a limpio las notas de la víspera antes de que se vuelvan ilegibles, lo que claramente significa no pensar en nada más y no tener más vida durante ese año. ¿Por qué? ¿Por qué me he impuesto esto? ¿Por qué le he propuesto a L’Obs esta crónica de largo recorrido? Si yo fuese abogado, o cualquier otro actor en el gran mecanismo de la justicia, estaría ejerciendo mi oficio, por supuesto. También si fuera periodista. Pero soy un escritor al que nadie le ha pedido nada y que, como dicen los psicoanalistas, solo persigue satisfacer su deseo. Y vaya deseo. No me alcanzaron personalmente los atentados, no los sufrió nadie de mi entorno. En cambio, me interesa la justicia. He descrito en un libro la impresionante solemnidad de una sala de lo penal, y en otro el oscuro trabajo de un juzgado de lo civil. El juicio que se inicia hoy no será, como se dice a veces, el Núremberg del terrorismo; en Núremberg juzgaron a altos dignatarios nazis, aquí se juzgará a segundones, ya que los que mataron han muerto. Pero también será un gran acontecimiento, algo inédito que quiero presenciar: primer motivo. Otro es que, sin ser un especialista en el islam, y menos aún un arabista, me interesan asimismo las religiones, sus mutaciones patológicas, y este interrogante: ¿dónde empieza la patología? Cuando se trata de Dios, ¿dónde empieza la locura? ¿Qué tiene en la cabeza esta gente? Pero el motivo principal no es ese. El motivo principal es que centenares de seres humanos que tienen en común haber vivido la noche del 13 de noviembre de 2015, haber sobrevivido a ella o haber sobrevivido a sus seres queridos, van a comparecer ante nosotros y a tomar la palabra. Día tras día vamos a escuchar experiencias extremas de muerte y de vida, y pienso que, entre el momento en que entremos en esta sala de audiencia y el momento en que salgamos, algo habrá cambiado en todos nosotros. No sabemos lo que nos espera, no sabemos lo que ocurrirá. Allá vamos.

 

La caja

Se ha repetido muchas veces que este sería el juicio del siglo, un juicio para la historia, un juicio ejemplar. Se ha sopesado qué marco estaría a la altura de este gigantesco anuncio publicitario para la justicia. ¿El nuevo juzgado, inaugurado hace tres años en la porte de Clichy, en la zona más al norte de París? Demasiado moderno, demasiado a trasmano. ¿Un gimnasio? No lo bastante solemne. ¿Una sala de espectáculos? De mal gusto, después del Bataclan. Al final eligieron el venerable palacio de justicia de l’île de la Cité, entre la Sainte-Chapelle, construida por el rey San Luis, y el quai des Orfèvres, donde merodea la sombra del comisario Maigret, y, como ninguna de sus dependencias era lo bastante grande, construyeron en la sala de espera esta caja de contrachapado blanco, de cuarenta y cinco metros de largo y quince de ancho, sin una sola ventana, que puede acoger a seiscientas personas y ha costado al Estado siete millones de euros. Como no hay suficiente sitio para que todo el mundo entre el primer día, se ha sorteado qué periodistas serán admitidos. Los de L’Obs somos tres: Violette Lazard y Mathieu Delahousse, que seguirán el juicio para la web del periódico, al ritmo febril del diario, y yo, que lo sigo al cómodo ritmo del magacín. Siete mil ochocientos caracteres semanales entregados el lunes y publicados el martes, a la vieja usanza. Confiamos en complementarnos. Violette y Mathieu son miembros destacados de la prensa judicial —ellos la llaman “la prensa judi”—, un gremio unido y cordial en el que abundan las personalidades fuertes; ya he tratado con ellos y me alegra volverlos a ver. Me tranquiliza su compañía, y reciben como buenos camaradas al novato que les ponen a su cargo. Del sombrero sale una plaza para L’Obs y me la dan como regalo de bienvenida. Me apretujo entre el enviado especial del New York Times y el de Radio Classique. Qué locura que la Classique también envíe a alguien. Aun así, Violette y Mathieu me han avisado: la cosa se calmará pronto. Los equipos de televisión que brincan de impaciencia porque está prohibido filmar dentro de la sala van a recoger su material, el enviado especial de Radio Classique volverá a sus sinfonías y solo quedarán los auténticos, los especialistas del crimen y el terrorismo; ellos lo llaman “el terror”. Nuestros bancos son muy incómodos, angulosos, sin el menor tapizado. No hay pupitre ni repisa: nos decimos que va a ser penoso escribir durante meses y meses directamente en el ordenador o, como yo, en un cuaderno, tomando notas sobre las rodillas y cambiando continuamente de postura para estar lo menos mal posible. Y además estamos lejos. Lejos de ese escenario teatral que es la sala de audiencias, tan lejos que lo veremos sobre todo por las pantallas por las que se va a retransmitir. A decir verdad, es como si siguiéramos el juicio por televisión. Las 12.25, estremecimiento general. Custodiados por una nutrida escolta policial, los acusados entran en la sala. Ya no se ve el reflejo del cristal, ni a ellos detrás de ese reflejo. Nos levantamos, estiramos el cuello, nos preguntamos: ¿ha venido él? Sí, ha venido. Ahí está Salah Abdeslam. Es él, ese tío con un polo negro, el más alejado de nosotros, el único miembro superviviente del comando. Si está al fondo del banquillo no es porque lo hayan colocado ahí adrede para que no se le vea, sino debido al orden alfabético. Es el primero de una larga serie de aes: Abdeslam, Abrini, Amri, Attou, Ayari. Un timbre estridente. Una voz anuncia: “El tribunal”. Todo el mundo se levanta, como en misa. El presidente y sus cuatro asesoras hacen su entrada y ocupan su lugar. Con un leve acento marsellés, el presidente dice: “Siéntense, por favor, se abre la audiencia”. Ha comenzado.

 

El vocalista de Eagles of Death Metal, Jesse Hughes, quien daba un concierto en la sala Bataclan al momento del atentado.

 

 

EL BANQUILLO

El llamamiento

En los juicios penales, la justicia la imparte un jurado popular formado por ciudadanos elegidos por sorteo. En los casos de terrorismo, el tribunal lo componen, por miedo a las represalias, magistrados profesionales para quienes esto forma parte de los gajes del oficio. Así pues, en torno al presidente hay cuatro magistrados, o más bien magistradas. Nos habituaremos, pero el efecto es extraño. Se debe a que la justicia es una profesión a la vez machista y mayoritariamente femenina, lo cual va aparejado al hecho de que cada vez está peor pagada. Dicen que el juicio a Charlie Hebdo, el pasado enero, salió mal porque el presidente no tenía autoridad, y que por eso han escogido a Jean-Louis Périès, un juez cercano a la jubilación, sólido, astuto, cuyo abuelo fue secretario judicial en el tribunal de Foix, en Ariège, y cuyo padre fue juez de instrucción del caso Dominici, la tragedia rural que en los años cincuenta constituyó uno de los casos más famosos de la crónica de sucesos de Francia. Périès, de hecho, tiene aspecto de campesino. O de profesor de instituto chapado a la antigua, severo a primera vista pero en el fondo buena persona. Lo primero que hace es el llamamiento. De los veinte acusados del juicio comparecen catorce, y once están en el banquillo. Parece algo complicado, pero he pasado el verano desmenuzando un documento llamado auto de procesamiento, que resume en 378 páginas un sumario cuyos 542 tomos apilados alcanzan, al parecer, 53 metros de altura, y por eso no estoy demasiado despistado. Los nueve miembros del comando que mataron a 130 personas en el Stade de France, en el Bataclan y en las terrazas del este de París están todos muertos. La acción de la justicia se ha extinguido para ellos. Otros seis no se han presentado a la convocatoria del tribunal, y además, lamenta el presidente, “sin excusa válida” (podrían tener una, la de que también están muertos, pero, como no existe certeza absoluta al respecto, siguen estando acusados). De los catorce que quedan, tres comparecen en libertad porque los cargos contra ellos son más leves, pero están obligados a acudir todos los días y a permanecer sentados delante del banquillo. Los once restantes son cómplices de los atentados en grados diversos: algunos están implicados hasta el cuello, la implicación de otros es discutible. He confeccionado la breve ficha siguiente.

 

La lista de acusados

SALAH ABDESLAM, la estrella del juicio. Nativo de Molenbeek, un barrio de Bruselas conocido por ser la guarida de los musulmanes radicalizados; hermano menor de Brahim Abdeslam, que se hizo saltar por los aires en el Comptoir Voltaire, tenía que hacer lo mismo que él y no se sabe si su cinturón explosivo no funcionó o si desistió de accionarlo en el último minuto. Solo él puede decirlo. ¿Lo hará? MOHAMED ABRINI, amigo de la infancia de Salah Abdeslam, también oriundo de Molenbeek, aparece siempre a su lado en los preparativos logísticos. Forma parte de lo que él mismo ha llamado “el convoy de la muerte”: los tres automóviles, Seat, Polo y Clio, a bordo de los cuales los diez miembros del comando viajaron de Charleroi a París el 12 de noviembre.

 

OSAMA KRAYEM, de nacionalidad sueca, llegado de Siria a finales del verano de 2015 para participar en atentados en París y Bruselas. Combatiente curtido, se le considera el miembro más importante del Estado Islámico presente en el banquillo.

 

SOFIEN AYARI, mismo perfil que Osama Krayem. Llegó con él de Siria y fue detenido con Salah Abdeslam el 18 de marzo de 2016. Como dispararon contra policías, ya ha sido condenado en Bélgica a veinte años de reclusión y allí será juzgado de nuevo en el proceso por los atentados que causaron 32 muertos y 340 heridos en el metro y el aeropuerto de Bruselas el 22 de marzo de 2016. De un modo general, el juicio por los atentados de París y el de los atentados de Bruselas, que se celebrará en el otoño de 2022, se solapan. Varios acusados de París que están acusados también en Bruselas encadenarán un juicio con el otro.

 

MOHAMED BAKKALI, encargado de la logística, se ocupaba en especial de alquilar los pisos francos en Bruselas. En el verano de 2015 participó en un atentado —frustrado— a bordo del tren Thalys, que le valió, también a él, una condena de veinticinco años de cárcel en Bélgica.

 

ADEL HADDADI y MOHAMED USMAN partieron los dos de Siria en el verano de 2015, junto con los dos iraquíes que se explosionaron en el Stade de France. Combatientes a su vez del Estado Islámico, tenían que haber participado en los atentados, pero fueron detenidos durante su viaje y encarcelados en Viena.

 

En diversos grados, puede considerarse que los siguientes son meros comparsas. La fiscalía intentará establecer que han colaborado en los atentados con conocimiento de causa. Sus abogados dirán que no sabían lo que hacían y que merecen penas más leves o la absolución.

 

YASSINE ATTAR aparece en una serie de mensajes encontrados en un ordenador que centraliza los proyectos del comando. Es hermano de Oussama Attar, supuestamente muerto en Siria y presunto cerebro de los atentados. No se cansa de repetir que Oussama es Oussama y Yassine es Yassine, y que él no tiene nada que ver con los hechos.

 

ALI EL HADDAD ASUFI habría ayudado en la adquisición de armas. Una participación bastante borrosa.

 

FARID KHARKHACH facilitó documentos falsos. Admite que es un falsificador, pero no un terrorista: jura que no sabía con qué colaboraba.

 

MOHAMED AMRI, HAMZA ATTOU yALI OULKADIson los tres amigos de Molenbeek que participaron en la repatriación de Salah Abdeslam, de París a Bruselas, la noche del 13 al 14 de noviembre. También se acusa a Mohamed Amri de haber alquilado coches con Abdeslam antes de los atentados: por eso está en el banquillo, mientras que los otros dos comparecen en libertad.

 

A ABDELLAH CHOUAA, por último, se lo acusa de contactos sospechosos con Mohamed Abrini durante un viaje que hizo este último a Siria en el verano de 2015. También comparece en libertad.

 

El graffiti del artista kazajo ChemiS, en Praga, que conmemora las víctimas de los atentados de París.

 

Una cuestión de hombres

Me ha intrigado un detalle en las biografías que figuran en el auto de procesamiento. Los soldados de la yihad adoptan nombres de guerra llamados kunya. El nombre empieza por “Abu”, que quiere decir padre, y termina por “Al” y algo más, según el origen de quien lo usa. Por ejemplo, Abu Bakr al-Baghdadi, el jefe del Estado Islámico, se hacía llamar así porque era oriundo de Bagdad, y también porque Abu Bakr fue uno de los primeros compañeros del Profeta. Con arreglo a este modelo de prestigio, un joven yihadista normando, de nombre y apellido francés de pura cepa, pudo autobautizarse Abu Siyad Al-Normandi. Cuatro de los nueve miembros de los comandos del 13 de noviembre eran belgas: de ahí que se hicieran llamar Al-Belgiki. Tres eran franceses: Al-Faransi. Dos iraquíes: Al-Iraki. Si excluimos a los catorce que van a ser juzgados, ya no encontramos ninguno de estos nombres de guerra, únicamente vulgares nombres cotidianos. Algunos tienen apodos, lo que es totalmente distinto. Por ejemplo, Ahmed Dahmani, apodado “Gégé” o “Prothèse” (Prótesis); Mohamed Abrini, apodado “Brink’s” o “Brioche”. ¿En qué momento unos se otorgaron o recibieron nombres de paladines de la yihad que debían de ser de gran valía para ellos? ¿En qué momento otros se abstuvieron prudentemente de reivindicarlos? ¿Estaba claro, era explícito, que era a costa de su vida como adquirían el derecho a utilizarlos? ¿Y qué pensar del único que se ha quedado sin resolver, en la frontera de los dos grupos? A diferencia de los comparsas que lo rodean en el banquillo, Salah Abdeslam tenía que matar y debían matarlo. No mató. Y como para resaltar ese estatus indeciso, él también tiene un alias, pero truncado: Abu Abderrahman a secas. Sin partícula, sin un título de nobleza asesina: Abu Abderrahman Al-nada de nada.

 

Eventual

A lo largo de los seis años que ha durado la instrucción, Salah se ha negado a hablar y constituye la gran intriga de este primer día: ¿va a persistir en su silencio? Si fuera así, el juicio perdería interés. Hacemos apuestas, la mayoría de mis colegas son pesimistas. El llamamiento empieza por él, siempre siguiendo el orden alfabético. El presidente le pide que se levante y diga sus datos personales. ¿Se va a levantar? ¿Va a responder? Se levanta. Tiene una figura juvenil, la cara comida por la mascarilla y debajo de ella la barba salafista. Antes de nada, recita con voz firme la shahada, que es el sobrio y grandioso credo del islam: “Declaro que no hay más dios que Alá y que Mahoma es su profeta”. Una pausa. “Bien”, dice el presidente. “Veremos eso más tarde. ¿Nombre del padre y de la madre?” “El nombre de mi padre y de mi madre no vienen a cuento aquí.” “¿Profesión?” “Combatiente del Estado Islámico.” El presidente mira sus notas y dice plácidamente: “Yo aquí veo: trabajador eventual”.

 

FOTO: Emmanuel Carrere ganó en 2021 el Premio Princesa de Asturias. Créditos de foto: Archivo EFE

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