Asedio en la propia piel

Jun 3 • destacamos, principales, Reflexiones • 1091 Views • No hay comentarios en Asedio en la propia piel

 

La novela La educación física, de Rosario Villajos, ganó el Premio Biblioteca Breve 2023. Por cortesía de la editorial Seix Barral presentamos un adelanto

 

POR ROSARIO VILLAJOS
Lleva cinco coches diciéndose que está segura de que el siguiente se detendrá, o el siguiente, o el siguiente de color rojo, o el siguiente blanco pero con matrícula capicúa, o el siguiente del color que sea pero a partir de ese momento. El siguiente del siguiente también pasa de largo, igual que los minutos que lleva ahí de pie, por eso deja de contarlos y decide entretenerse haciéndose daño. Catalina se inició en esta fórmula ansiolítica cuando tuvo que aprender a quedarse sola en el hospital. La entiende como una ofrenda, un pequeño soborno con el que alimentar a la criatura monstruosa que guarda dentro a cambio de que no se asome. Conoce varias maneras de satisfacer su hambre: se arranca las costras de las pequeñas heridas que ella misma se provoca; se corta las uñas con los dientes; se muerde la punta de las yemas hasta toparse con el sabor de los dedos en carne viva; también se arranca las cejas, aunque se ha propuesto dejar de hacerlo este año porque eso sí podría derivar en un problema difícil de esconder. A veces se le hace cuesta arriba. Si me arranco dos de un tirón aparecerá pronto un coche que me lleve, se dice, y si no aparece…, si no aparece pronto, me arranco un pelito más y ya paro. Y la criatura oculta la escucha y le deja continuar con la oblación, pues en el fondo es la chica de la superficie quien lo necesita: ahora mismo no tiene otra forma más efectiva de sentir que está viva. El gusto metálico de la sangre la reconforta, consigue espabilarla, concentrarla en el dolor de aquí para olvidarse del de más allá. Su piel es joven y se regenera a toda velocidad, por lo que cualquiera de las opciones que conoce para herirse está siempre disponible. Mamá y papá lo han notado, pero solo le dicen con malos humos que pare. A ella le encantaría responderles que dejen de fumar y ver cómo tampoco paran. Por eso intenta cuidar las apariencias, es consciente del daño originado y no quiere que nadie la moleste cuando se entrega a lo que se considera una tara en toda regla. Algún día le gustaría dejar de hacerlo o, al menos, ser capaz de controlar esta adicción a antojo para que ni ellos ni nadie la noten, porque cree que lo que realmente importa es cómo la ven los demás.

 

Lo que él veía en ella le importaba demasiado. Nunca había reparado en que alguien la tomara tan en serio. Se interesaba por sus cosas: qué estaba leyendo; qué haría después del instituto. “¿Estudiarás una carrera como Silvia? ¿Aún no sabes cuál? Ven a hablar conmigo cualquier día, yo podría aconsejarte”. Así que, durante el invierno, antes de ir a casa de su amiga a pasar la tarde o a estudiar o a no hacer nada de provecho, se preparaba una serie de respuestas por si él estaba allí. Todavía no se había fijado en que sus preguntas cambiaban de tono cuando no había nadie más a la vista. Quizá Silvia había ido en ese momento a la cocina a por refrescos, o al baño, o a atender el teléfono. Entonces él aprovechaba para asomarse a la habitación. Un día le dijo: “Seguro que una chica tan guapa como tú ya tiene novio. ¿Te gusta alguien de tu clase?” Catalina contestó ruborizada que no, pero ahora le revolotea la culpa porque un segundo después añadió “de mi clase no”. Sopesa demasiado tarde las miradas que intercambiaban, cada vez más prolongadas, hasta el punto de levantar la vista y encontrarse siempre los ojos de él puestos en los suyos, o en su boca, sobre todo en su boca. Aún no está segura de lo que ha ocurrido o hasta dónde ha ocurrido, incluso de si ha ocurrido. Todo ha sido muy rápido y no se permite profundizar en ello. Prefiere indagar en la piel de sus dedos o en los pelos de sus cejas.

 

Lleva un buen rato sin ver un solo coche. Ahora entiende que no haya autobuses más allá de las seis un domingo de agosto. Lo único que le preocupa en este momento es no llegar tarde, aunque dada la hora que es esto no debería ser ni una posibilidad, o eso le dice el tictac del reloj abrazado a su muñeca. Falta mucho para las diez, hora de la cena. Las chicharras, en cambio, marcan otro compás, uno más acorde con el latido precipitado de su corazón. Siempre con prisas, siempre ansiosa, siempre nerviosa por algo. Parezco el conejo de Alicia, se dice buscando algo que la lleve a la niña que era hasta hace nada. Acepta que encarna mejor ese personaje de cuento que el de Cenicienta —el favorito de mamá—, porque su toque de queda es bastante antes de la medianoche y porque, además, resultaría complicado perder un zapato de la talla cuarenta y dos.

 

Desalentada por el sabor amargo, se saca los dedos sucios de la boca. También teme morderse demasiado porque le castañetean un poco los dientes, está tiritando a pesar de la canícula, pero no por lo que ha ocurrido, sino por lo que está a punto de ocurrir, mejor dicho, por si papá y mamá se enteran de lo que está a punto de ocurrir. No se interesa por sus pequeños temblores internos, está demasiado ocupada con el estertor que procede de fuera, con que nadie la llame puta, con guardar celosamente algunas partes de su carne que ni siquiera ella se atreve a mirar. Debería enfadarse, gritar, cuando menos llorar por lo que ha sucedido hace menos de una hora, pero no entiende o no quiere pararse a entender o prefiere no entenderlo. En lugar de eso, busca un culpable. Ya lo tengo, piensa, yo misma. De acuerdo, entonces solo necesita soluciones: lo primero, llegar a tiempo para la cena; lo segundo, no quedar más con Silvia. Demasiado radical, alguien sospecharía. Por ahora será suficiente con no volver a su casa. O no aparecer por la del campo. O evitar pasearme sin Silvia a mi lado. O, en todo caso, no hacerlo sola.

 

Privarse de ver a su amiga es una forma de castigo. Castigo, del latín castigare —lo aprendió este curso—, formada por el adjetivo castus y el verbo agere, que quiere decir “hacer puro”. Necesita rehacerse, reformarse cuanto antes, recuperar lo que supone que era ayer mismo. Volver a ser quien era. Cree que todas sus preguntas tienen respuesta en la cultura clásica, incluso su nombre. Catalina, le explicó papá hace años, tiene origen griego, significa “pura” e “inmaculada”. “Catalina, hazte honor, que es de santa”, le decían las monjas en el colegio. Debería ser al revés, se dice ahora: primero ser quien se es y después dejar que tu nombre dé forma a un adjetivo, como del dios Eros tenemos erótico y de la hilandera Aracne, arácnido. Lo sabe todo de Hermes, Afrodita, Ganímedes y Salmacis, pero no sabe nada de sí misma, por ejemplo, que le saldrá un leve sarpullido en la barbilla si un chico de tercero al que apenas conoce deja de hablarle, o una contractura si el profesor de Inglés la saca a la pizarra durante más de dos minutos. Tampoco distingue la tristeza del enfado, el miedo del deseo, estar enamorada de admirar a alguien. Pero no es la única que confunde lo que siente o lo que sienten los demás, se ha dado cuenta de eso gracias al padre de Silvia. Lo único que tiene claro es el rencor que lleva dentro acumulado, y es tanto que si pudiera transformarlo en energía sería capaz de abastecer de electricidad al país entero. Aún no sabe qué hacer con ese sentimiento, ni cómo aprovecharlo, si es que se puede aprovechar, por eso lo mantiene silenciado, alimentándolo de piel y anexos cutáneos, dejando que crezca latente como una gran bola que no sabe si acabará reventando en algún lugar. Tampoco está segura de a quién dirigirlo exactamente, si a quienes la obligan a no llegar tarde a casa o al padre de su amiga. Quien se lleva la mayor parte de ese rencor, desde luego, es ella misma por no haber dicho en su momento lo que cree que podría haber dicho. Alberga en su memoria una biblioteca infinita con miles de frases en su defensa que jamás ha pronunciado: siempre opta por el mutismo porque sabe con certeza lo que sucede si calla, pero ignora lo que ocurriría si revelase lo que lleva dentro, esa misma criatura monstruosa a la que sacrifica los padrastros de sus dedos. Su furia muda está hecha de dolores de espalda, estómago, garganta, de palpitaciones y lipotimias, de una especie de miedo antiguo, casi amigo o, al menos, un enemigo ya conocido por ella.

 

 

FOTO: Rosario Villajos nació en Córdoba, España, en 1978. Actualmente radica en Madrid.  Crédito de imagen: Paloma Rodríguez Barceló

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