Napoleón: de Chateaubriand a Ridley Scott

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Admirado por autores como Alexandre Dumas o Victor Hugo, motivo de estudios biográficos y memoristas, este personaje ahora es interpretado por Joaquin Phoenix en una superproducción cinematográfica

 

POR ARIEL GONZÁLEZ

I

Sin importar qué tantas expectativas ha conseguido generar y satisfacer la película del brillante director Ridley Scott, es evidente que la figura de Napoléon no necesita ningún relanzamiento: la Napoleonmanía ya tuvo lugar. En todo caso, actualiza su intensidad en el tiempo. La victoria del Gran Corso durante dos siglos ha sido la reproproducción de su personaje, rebasando su omnipresencia histórica para pulular en la literatura, la filosofía, las artes visuales y hasta en los manicomios (de cierta época).

 

El amor-odio que suscita el emperador francés recorre inmensas obras y el pensamiento de enormes genios. El listado puntual de todo cuanto –directa o indirectamente–  reconoce su impronta es imposible, por lo que uno no puede sino ceñirse a unas cuantas obras fundamentales, aunque en el recuento (arbitrario y muy personal) no falten las rarezas y curiosidades que en suerte hemos podido conocer.

 

Así tenemos, en primer lugar, una extensa galería de coetáneos suyos –muy cercanos–  que hacen las veces de testigos de cargo o descargo (y a veces ambas cosas). Ahí comparecen, por ejemplo, haciendo mancuernas involuntarias, Talleyrand y Fouché; Chateaubriand y Madame de Staël;  o Antoine Bourrienne y Armand de Caulaincourt. Todos ellos terminarán elaborando importantes textos de memorias.

 

Antes de ingresar como personaje a la novelística, Napoleón penetra (y absorbe) en buena medida las memorias de quienes lo conocieron, haciendo valer el enorme peso específico que tiene y mantendrá en Francia y el mundo. Al hablar de sí, Tayllerand, ese clérigo cojo, elegante traidor, servil e intrigante, imprescindible y despreciable a un tiempo para Napoléon (que lo llegará a calificar crudamente como “mierda en una media de seda”), no puede ignorar la figura de su más grande empleador. Otro tanto hará el tenebroso Fouché, el eficiente policía y espía, siempre buscando justificar su actuación, maquillar sus dobleces. Después de todo, Talleyrand y Fouché no son sino dos hábiles sobrevivientes de los gobiernos que sucedieron a la Revolución francesa y que Napoléon supo recoger y colocar en donde más útiles le fueron.

 

Tayllerand, hay que decirlo, está muy por encima de Fouché en muchos terrenos (posee una educación exquisita, ha convivido con las élites políticas y culturales, y percibe a su nación y al mundo con claridad), pero en un sentido práctico se miran como pares: saben los secretos del poder, la madeja que concentra sus hilos y cuáles son las debilidades de los hombres. Se complementan necesariamente, aunque se metan el pie cada que pueden.

 

Mención aparte merece Chateaubriand, quien en sus deslumbrantes Memorias de ultratumba marcará varios momentos que van del abierto entusiasmo ante el emperador, la reticencia frente a su actuación y luego la profunda decepción ante el tirano.

 

II

Vale la pena tener en cuenta estas diferencias al momento de echar un vistazo a la miríada de obras que llevan por título Napoleón.  La biografía tiene ambiciones históricas, mientras que el retrato elaborado desde la memoria no aspira sino a reflejar un carácter, no pocas veces con trazos íntimos, confidenciales o percepciones abiertamente intuitivas, pero exactas en muchas ocasiones. El biógrafo se documenta, revisa archivos, expedientes, testimonios de primera mano  y analiza contextos; el memorialista recuerda, hilvana gestos, sintetiza intenciones y no teme manifestar emociones y perspectivas aun contradictorias.

 

El vastísimo campo biográfico napoleónico, sin embargo, se delimita claramente por los autores más importantes. Hoy, entre los biógrafos del emperador corso se mantiene a la delantera Jean Tulard (quien además de sus varios libros sobre el emperador dirigió el Dictionnaire Napoleón), pero le siguen de cerca trabajos muy notables como el de Patrice Gueniffey, y algunos  más que en su momento reivindicaron diversas rutas de investigación. Por ejemplo, Vincent Cronin justificó plenamente su Biografía íntima de nuestro personaje señalando que a partir de los años 50 del siglo pasado comenzaron a aparecer nuevos materiales, como “los Cuadernos de Notas de Alexandre des Mazis, el amigo más íntimo de Napoleón durante su juventud; las cartas de Napoleón a Désirée Clary, la primera mujer de su vida; las Memorias de Louis Marchand, valet de Napoleón; y el diario bosweiliano del general Bertrand en Santa Helena”. También este autor alude a que faltaba por conocerse una parte central del relato Clisson et Eugénie, donde el propio Bonaparte cuenta su romance con la joven Désirée, que le terminaría dando un hijo.

 

Parece que ver a Napoleón era comparable a observar de cerca un cometa o, según el grado de admiración, acaso un Dios (“Napoleón es el rostro de Dios en las tinieblas”, asentó León Bloy, aun sin haberlo visto nunca). Alexander Dumas y Victor Hugo lo vieron de niños, ce qui me frappa (“lo que me impactó”), confesaría este último;  Stendhal, como soldado y funcionario militar, de seguro lo vio más veces, aunque en su autobiográfica Vida de Heny Brulard asegura: “Napoleón no hablaba con locos de mi especie”.

 

En octubre de 1806, mientras Hegel se encuentra en Jena culminando la redacción de su Fenomenología del espíritu, las tropas de Napoléon entran a la ciudad. A pesar de que el filósofo tiene que salir huyendo del bombardeo y de que al regresar a su casa esta ha sido saqueada (“Los bellacos han revuelto mis papeles como si fueran billetes de lotería”), no se resiste a salir al encuentro del conquistador. En su famosa carta a Niethammer, dirá:

 

«He visto al emperador –esta “alma del mundo”– recorriendo a caballo la ciudad para revisar sus tropas. Es una maravillosa experiencia contemplar a semejante individuo, quien, concentrado aquí en un punto geográfico concreto, a lomos de su cabalgadura, extiende su brazo sobre el orbe y lo domina. Este hombre extraordinario, a quien es imposible no admirar» (Terry Pinkard, Hegel. Una biografía, editorial Acento, 2001).

 

Goethe, luego de su encuentro en Erfurt con el “rey de reyes”, no pudo dejar de hablar de él por el resto de sus días. J.P. Eckerman, en sus Conversaciones con Goethe, da cuenta de la enorme impresión que le produjo y de una especie de nostalgia por el corso que lo acompañaría siempre. Un día, en una de esas charlas en las que lo evocaba, dijo: “¡Sorprendeos! ¿A que no sabéis qué libro tenía Napoleón en su biblioteca de campaña? Pues nada menos que ¡mi Werther!

 

III

En 1802, pocas semanas antes de perder la razón, y en medio de un largo viaje que ha hecho principalmente a pie, Hölderlin se detiene en Lyon para poder ver al entonces Primer Cónsul de la República,  “príncipe de la fiesta a la que están invitados los dioses y Cristo”. De él, también escribirá en una oda: “Los poetas son ánforas sagradas / donde se guarda el vino de la vida, / el alma de los héroes. / Pero acaso el alma de este joven / ¿no quebrará al momento / el ánfora que quiera contenerlo?” (Antonio Pau, Hölderlin. El Rayo envuelto en canción, Trotta, 2012).

 

Saint-Beuve obviamente no pudo escapar tampoco de esta suerte de embrujo: “lo más importante que le pasó en su vida –escribe Christopher Domínguez Michael–  fue el haber sido contemporáneo de Napoleón Bonaparte. Le ocurrió a él como a la mayoría de las personas que vivieron durante las primeras décadas del siglo XIX, para quienes Napoleón fue un gran tema, casi el único, porque todo lo demás, lo humano y lo divino, se desprendieron de la aventura del emperador corso: la gloria y la derrota, todo lo acontecido entre el nacimiento y la muerte y más aún, la inmortalidad”. Por cierto, Christopher Domínguez también recuerda que fueron los Goncourt quienes «dijeron o inventaron que “Saint Beuve vio una vez al primer emperador; fue en Boulogne y él estaba orinando. –Es un poco en esa postura en la cual él ha visto y juzgado, después, a todos los grandes hombres”». (Prólogo a Napoléon Bonaparte, de Sainte-Beuve, UNAM, 2016).

 

La tentación de biografiar a Napoleón fue enorme en el siglo XIX y no lo fue menos en el XX. Muchos de esos trabajos han caído en el olvido, pero es más difícil no recordar que algunos de sus autores tuvieron la talla de los ya citados Alejandro Dumas o Victor Hugo, pero también Walter Scott o André Maurois.

 

Y Precisamente un tipo de biografía con tintes novelescos –que él prefería definir como  “artísticos”, ligados a un perfil psicológico–  es el ensayado por  Emil Ludwig en su  Napoleón, donde capta su propensión a la tiranía, ya visible desde que era Primer Cónsul:

 

«De 73 periódicos son suprimidos 61, y todo folleto, toda obra teatral, deben ser sometidos a la censura. Cuando el Consejo de Estado recuerda la libertad de la prensa, dice: “¿creen ustedes que en la situación en que se encuentra Francia no se correría graves peligros permitiendo las reuniones?… ¿no es un periodista, en realidad un orador y no forman sus abonados un verdadero club?” (…) Todas ellas buenas razones, útiles para su gobierno, pero mortales para la libertad».

 

En el ámbito literario la conocida expresión del emperador «¡qué novela mi vida!», parece ser el pistoletazo de salida para una carrera interminable de la que participan, directa o indirectamente en sus tramas, autores como Balzac (quien también recopiló y retocó obviamente las Máximas y pensamientos de Napoleón), Manzoni, desde luego Stendhal y una multitud que no podemos atender en este trabajo.

 

Pero  si a novelas vamos, por supuesto que es necesario mencionar a Tolstoi, quien en su Guerra y paz hizo hablar al monarca de Europa  en sus momentos más  complejos, yendo y viniendo de la aventura rusa que será el trágico anticipo de su final. Nadie ha profundizado tanto como Tolstoi en las circunstancias históricas y humanas de nuestro personaje ante la derrota que significó su invasión de Rusia, en el hecho de que “ganar un combate no es siempre una conquista, ni siquiera un indicio de ello (…) la fuerza que decide el destino de los pueblos no reside en los conquistadores, en los ejércitos, ni siquiera en las batallas, sino en otras causas”. De ahí que el escritor ruso fuera igualmente capaz de explorar aquella idea de que “de lo sublime a lo ridículo no hay más que un paso”, y de que en Napoleón no podía haber grandeza real, puesto que “no hay grandeza donde no existe la sencillez, el bien y la verdad”. (Guerra y Paz, Alianza Editorial, 2008).

 

Luego vendrá Waterloo y el extraordinario fresco de la batalla a cargo de Stefan Zweig en sus Momentos estelares de la humanidad. Catorce miniaturas históricas (Acantilado, 2002) cuando Napoleón “a medianoche, sucio y aturdido, se deja caer fatigado en un sillón de una humilde posada de pueblo, ya no es emperador. Su imperio, su dinastía, su destino están acabados. La falta de ánimo de un hombre pequeño [el inepto mariscal Grouchy], insignificante, ha destruido lo que el más osado, el más perspicaz, construyera en 20 años de heroísmo”.

 

Pero toda la solemnidad del Napoleón  de la novelística clásica será quebrantada magistralmente por Anthony Burguess, quien en Sinfonía napoleónica. Una novela en cuatro movimientos, nos presenta con verdadero ritmo musical un Napoleón desparpajado, movilizado por pasiones eróticas y hasta lascivas, con un discurso político y militar no pocas veces delirante, algo que muchos han confundido fácilmente con genialidad. Se trata de una obra que sólo Burgess podía componer; una novela que nos pone ante Napoleón como si fuera nuestro vecino, pero manteniendo una dosis exacta de erudición, humor y perspicacia.

 

Otra ficción histórica, deliciosa e imperdible, es La muerte de Napoléon, de Simon Leys, donde ya desde el epígrafe de Paul Valéry sabemos a qué atenernos: “es una pena ver una sólida inteligencia, como la de Napoleón, consagrada a cosas insignificantes, como son los imperios, los acontecimientos históricos, el retumbar de los cañones y los gritos, creer en la gloria, en la posteridad, en César; ocuparse de las masas tornadizas y de otras nimiedades de los pueblos… ¿Es que no veía que se trataba de algo muy distinto?”

 

El autor de El nuevo traje del presidente Mao (esa valiente denuncia de la Revolución Cultural china) incursionó sorprendentemente en el ámbito novelístico con esta obra (llevada al cine por Alan Taylor  como The Emperor’s New Clothes, 2001), una auténtica joya, hilarante y reflexiva a un tiempo, acerca del destino del emperador. Evadido de su encierro en la isla de Santa Helena, Napoleón deja a un doble en su lugar e intenta de nueva cuenta lo imposible: regresar a Francia para restaurar su poder. Ya en Europa pierde sus contactos y, camino a París, lo sorprende la muerte de Napoleón, es decir, del impostor. Napoléon, el verdadero, pasa a ser un desconocido que tendrá que inventarse una nueva vida, así como presenciar y padecer una posteridad que no puede reclamar como suya.

 

IV

 

En noviembre de 1809, Napoleón asiste al estreno en París de la ópera Fernand Cortez, ou La conquête du Mexique, de Gaspare Spontini, un compositor que se convirtió en el favorito de Josefina y que supo, con esta obra, servir a los intereses propagandísticos de Napoleón durante su invasión de España: la ópera muestra a un Cortés que viene a representar (humildemente) al emperador, mientras que los sanguinarios aztecas simbolizan ni más ni menos que a la Santa Inquisición. Civilización u oscurantismo, he ahí la disyuntiva que plantea el arte napoleónico.

 

 

De la fascinación y posterior desencanto de Beethoven hacia nuestro personaje, ya se ha escrito bastante. Y aunque su Tercera Sinfonía (“Heroica”) haya sido renombrada precisamente a partir de que el músico se enteró de que su héroe se había autoproclamado emperador (“¡Así que no es más que un hombre común! Ahora él también pisoteará los derechos de los hombres, y dará vía libre sólo a su ambición”), siempre, inevitablemente, recordará a Napoleón. Este, por lo demás, no parece haber tenido ninguna devoción por Beethoven, pero sí en cambio por Haydn.

 

Cuentan que en mayo de 1809, mientras Napoleón cañoneaba Viena, dispuso que algunos de sus hombres montaran guardia en el domicilio del compositor.  Su gesto “sensible” no le interesó mayormente a Haydn, quien en esos momentos se disponía a morir. Aún así,  al caer un cañonazo cerca de su casa, el moribundo tuvo tiempo de consolar a su servidumbre: “no tengáis miedo, donde está Haydn, no puede haber daño”.

 

Las innnumerables historias alrededor de Napoleón tienen como motor central la esperanza, la confianza infinita y, desde luego, la inocente fantasía. Es como Napoléon vive en el recuerdo de los soldados, según podemos ver en El médico rural de Balzac, pero también Baudelaire documenta esta ilusión:

 

«Donde sólo hay que ver lo bello, nuestro público busca lo verdadero. Cuando es preciso ser pintor, el francés se convierte en hombre de letras. Un día vi en el salón de la exposición anual a dos soldados en contemplación perpleja ante un interior de cocina: “¿Pero dónde narices está Napoleón?”, preguntaba uno de ellos (el catálogo se había equivocado de número, y la cocina aparecía junto al número que debía acompañar el cuadro de una batalla célebre). “!Pero, imbécil!, le dijo el otro, ¿no te das cuenta de qué están preparando la cena para su vuelta?”» (Charles Baudelaire, Espasa, Biblioteca de literatura universal, 2000).

 

V

Napoleón siempre está de regreso. Nunca murió en Santa Helena y todo el tiempo alguien lo espera (a él o alguien como él). Eso lo sabe incluso Brain, el ratón conquistador de la serie animada producida por Steven Spielberg (Pinky and the Brain), en un divertido capítulo donde el roedor es confundido con el emperador: “¿Crees que puedas engañarlos?”, le pregunta su colega Pinky. “Será difícil –responde Brain–  esperan a un pequeño megalómano empeñado en gobernar el mundo…En cambio, me tienen a mí”.

 

Como se sabe, Stanley Kubrik acarició como su poyecto más grandioso hacer una película sobre el gran corso. La vida no le alcanzó para ello. Ahora toma la estafeta Ridley Scott y el resultado será juzgado por la crítica más seria teniendo en cuenta, supongo, los grandes abordajes que hay del personaje en la historia del cine. En esas bazas nada es sencillo. Cada gran director, cada actor han contribuido a la leyenda cinematográfica del emperador francés y es seguro que en el futuro volverá a ser llevado, una y otra vez, a la pantalla grande.

 

Por lo pronto, con y sin nueva película que lo evoque, ha salido victorioso haciéndole creer al mundo que él tuvo el control de la historia, que fue la grandeza la que marcó su destino, aunque siempre también habrá un Tolstoi que nos recuerde que sólo fue como un niño “que, apretando las correas de un coche, se imagina que lo dirige”.

 

 

 

FOTO: Fotograma de la película Napoleón, protagonizada por Joaquin Phoenix. /Especial

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