Una voz que se conduce por el mundo, que lo toca

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En la obra poética de Coral Bracho, galardonada con el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances 2023, se conjuga la indagación por el nombre y la mirada

 

POR ROBERTO CRUZ ARZABAL
Recuerdo la primera vez que escuché a Coral Bracho leer sus poemas. Era 2003, Josu Landa coordinaba un curso sobre poesía mexicana contemporánea en el que los poetas asistían a conversar con el profesor para luego leer sus poemas. Yo estaba recién llegado a la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM; con apenas un semestre quería entrar a todas las clase y leer todos los libros. Aunque no estaba matriculado en el curso, asistí a casi todo. A 20 años, no recuerdo las sesiones, salvo esa.

 

Entonces ya era una de las poetas más reconocidas entre los contemporáneos. Tempranamente obtuvo reconocimiento cuando su segundo libro, El ser que va a morir (1981), ganó el premio de poesía Aguascalientes. El año de la clase, Ese espacio, ese jardín (2003) compartió el premio Xavier Villaurrutia con Pedro Ángel Palou. Este año, un jurado internacional decidió otorgarle el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances, que comparte con una lista admirable de poetas en los que su obra puede hallar cobijo y familiaridad como Tomás Segovia, Olga Orozco, Yves Bonnefoy, Ida Vitale o David Huerta.

 

Su obra ha dado pie a apreciaciones y estudios desde los ámbitos del ensayismo, la crítica literaria y el estudio académico. No son pocos quienes la consideran parte de la poesía neobarroca. Las formas de esta poesía son numerosas y no es este el lugar para profundizar en ellas; sin embargo, casi todas parten de un desgajamiento frente al dominio continental del coloquialismo socialmente comprometido durante la Guerra Fría. Los poemas llamados neobarrocos ponen un mayor énfasis en el trabajo con la lengua como la manifestación material de un acontecimiento estético. No porque el resto de la poesía no trabaje con el lenguaje, pues esta es la materia prima de cualquier obra literaria. La lengua neobarroca es subversiva de las estructuras centradas en la simetría, atenta a los sonidos de la lengua en los que sitúa una superficie sobre la que ensaya formas renovada, a veces monstruosas, otras disconformes.

 

La poesía primera de Coral Bracho (México, 1951) es la que más frecuentemente se ha leído como neobarroca. Fueron estos libros, Peces de piel fugaz, (1977), El ser que va a morir (1981) y en menor medida Tierra de entraña ardiente (1992; hecho en colaboración con la pintora Irma Palacios), los que le ganaron ese lugar. En ellos Bracho despliega la paradójica forma sin fronteras de su poesía: al mismo tiempo personal y plural, esquiva pero sensorialmente provocadora:

 

Una hormiga en las crestas hilarantes,
por los muslos,
el vientre; en las palabras)) tensas,
enturbiadas,
se estrecha, ronca membrana ((cítricas. La estridencia perpetrable en los lindes))
parda; su red empaña ((en los ápices
lubricados, el pistilo. (p. 81)1

 

No hay en el poema un centro lógico, el orden del mundo no es el de las palabras sino el de las percepciones; todo en él es gozo y latido. El mundo es abierto y gozoso; la sintaxis, disparatada. Los verbos no refieren acciones grandilocuentes ni un desarrollo, las acciones se adivinan en verbos sin conjugar que alteran el tiempo. La voz, difusa entre muchos sustantivos, está desviada de las cosas, es ajena pero está situada en ellas.

 

Estos libros son también los que la crítica académica, con insistencia la más ingenua, se ha empeñado en leer desde la imagen del rizoma de Gilles Deleuze y Felix Guattari. La razón es la presencia como epígrafe del poema “Sobre las mesas: el destello” de una extensa cita de “Rizoma” en traducción de Bracho, publicada en 1977. No es que su poesía no pueda ser leída como poetización del pensamiento de la dupla teórica, sino que la costumbre ha hecho de esta la vía definitiva mediante la que la crítica hace su trabajo. Este lugar común, que por serlo algo tiene de certero, es más generoso cuando se piensa en los términos de la poesía y no en los de la teoría radical. Críticos tan distintos como David Medina Portillo, Rita Catrina Imboden o Forrest Gander —fenomenal traductor de la poeta— coinciden en señalar que la mesa sobre la que se extiende la poesía de nuestra poeta es el cuerpo, pero no como materia observable sino como experiencia: los sentidos en los que, porosos, el mundo y el cuerpo se aproximan.

 

El mundo en los poemas de Bracho es siempre sensorial, denso en su existencia y en la forma en la que ingresa a los sentidos: “Una sed amplia y albuminosa”(30), dice un versículo; y no sólo imaginamos la sed sino que la percibimos, al leerla, blanca y acogedora; los objetos y seres que pueblan sus pasajes aparecen con frecuencia adjetivados de modo inusitado: “Todo el descenso / es un gozo callado,/ una tibieza oscura/ una encendida plenitud” (158), pero en su adjetivación no parece imponerle características a las cosas, sino descubrirlas en la percepción de quien las describe.

 

“La poesía de Coral Bracho se pregunta por las maneras en que el mundo se descubre y nombra, provocando una inteligencia sensible por parte de la instancia lectora”, declaró el jurado del premio FIL. Su poesía conjunta la indagación por el nombre y por la mirada. Es de esta segunda de la que nacen muchos poemas. Es una mirada que no tiene un cuerpo sino varios, que no mira desde afuera ni desde arriba, sino que habita la altura de lo que nombra, lo recorre como la gota que se desliza por la superficie de la hoja en la hora del rocío. Este mirar distinto es más acusado en dos libros separados por casi dos décadas y otros títulos. En La voluntad del ámbar (1998), la mirada es luminosa, insistente sobre las superficies; en Marfa, Texas (2015), la mirada un sentido que teje las hebras del mundo tan sutilmente que a veces parece disolverse. Por ejemplo, este poema del segundo:

 

Un personaje de Hopper enciende el
cuadro.
El naranja de su silueta cruza la línea
opaca
que divide el blanco luminoso de un
cielo
a ras de tierra y el pastizal.
Entre las ramas bajas del pino
que succiona su llama
desaparece. Por una carretera
que no se ve. (p. 360)

 

El poema está dirigido por la mirada de la voz lírica. Si hemos visto un Hopper, podemos deducir cómo la luz atraviesa el cuadro, cómo sus colores ambarinos lo delinean y crean un sauve latido que emerge de él en silencio. Acaso sea una pintura en especial o ninguna, pero es una que crea la mirada en el poema. Va de la silueta al cielo, al pastizal. Sigue por las ramas del pino hasta que se pierde en una carretera que la mirada intuye y nos indica. La mirada que nos guió por la imagen nos guía también fuera de ella, la misma que fue al principio hospitalaria nos saca para dejarnos en una desnudez semejante a la de los encabalgamientos con los que se creó el ritmo.

 

La poesía de Bracho es deseante pero más que una ofrenda es un retorno. Al final del poema volvemos al inicio con la sensación incierta pero gozosa de que no hay afuera del poema porque el poema no es un objeto cerrado, ni un suceso concluido. Al leer aprendemos “a no consumir poemas. A no acabarlos. Porque el poema nos requiere de nuevo. Nos invita y es otro”2. El poema es un signo inacabado no por fragmentario sino por poroso.

 

En un libro dedicado a analizar un poema de Blanca Varela, el poeta y lingüista Mario Montalbetti propone una serie de tesis en torno de la poesía como aberración significante; elogia la poesía que rechaza la canjeabilidad del poema por metáfora o por interpretación moral (no hay metáfora más legible que la moraleja). Una poesía que se mantiene abierta es una que se afirma no en la necesidad sino en la contingencia. Es paradójicamente necesaria en su posibilidad, no en su clausura. Montalbetti elige llamar palabra vinculante al mecanismo poético mediante el cual se particularizan las palabras para volcarlas de vuelta al mundo; la palabra vinculante “no solo le devuelve la cotingencia al poema sino que es gracias a ella que hay mundo, mundo que puede siempre ser de otra manera”3.
A diferencia de poetas asociados con la escritura neobarroca cuya obra mantuvo el tránsito por la desmesura verbal y la acumulación sensorial y significante, luego de Tierra de entraña ardiente (incluso desde entonces), Bracho fue hacia una forma más depurada, escueta a veces y sugerente otras. Ya no versículos sino formas breves e irregulares como montones cristalizados; ya no abismos sintácticos que se ensimismaban en la fractura o la repetición, sino otras formas, no plenamente imágenes, tampoco signos. Atisbos a una sensibilidad. El mundo de los últimos libros de Bracho sigue siendo uno dirigido a los sentidos —no al sentido— que al hacerlo indica una dirección, no una sentencia, pero este mundo parece transparente, engañosamente transparente.

 

La transparencia en la poesía es la sensación comunicativa que antepone los sentimientos socialmente codificados antes que cualquier elaboración artística. Es la actitud que siembra de halagos los poemas porque nos hacen llorar y solamente por eso, la misma que celebra los poemas que operan como espejos en los que el lector se identifica y al hacerlo se celebra sin culpa porque asume que lo hace en la voz de alguien más. La endogamia del significante en la que se funden los poemas puramente emotivos no acusa dudas, afirma la altanería del pathos viril y nacional o la meliflua identificación. La poesía de Bracho señala apenas sin decir qué es lo que vemos. No taxonomiza, toca; no asigna, indica. Cito otro ejemplo notable de Marfa, Texas:

 

Hoy el cielo es gris,
y las peladuras del tronco del enebro,
las capas de su tronco suavísimo,
y los bordes de algunas de sus ramas
también amanecieron grises. (p. 412)

 

La mirada del poema nuevamente avanza de los elementos superiores a los más pequeños, avanza en sucesiones contiguas unidas por la percepción de un mundo repetidamente gris, que podría pensarse como un espacio habitado por la monotonía. Gracias a la mirada que nos guía podemos deslindar el cielo del árbol y de sus componentes más pequeños. Todo es gris pero vive en los matices, en las tonalidades de gris que distinguen una cosa de otra. La transparencia es falsa porque el poema parece mostrar una imagen pero en realidad multiplica las percepciones. El poema no ofrece una resolución sino una aparición lenta. No es trágico ni empático, tampoco pretende conmover. Lo seguimos como a una mano que nos indique con movimientos apenas visibles hacia dónde mirar. En una época que elogia de buenas a primeras cualquier obra como “necesaria”, la poesía de Bracho se planta frente al sentido como no necesaria, incierta, porosa, dubitable.

 

El poema no pretende hacer de médium entre el mundo y la conciencia porque asume que esa mediación es la soberanía del lenguaje pero también su condena. El lenguaje limita, ofusca el mundo. La poeta, sin embargo, no elige transparentar porque sabe que la transparencia es también un engaño del lenguaje. Ella observa las palabras y nos hace observarlas, sentirlas en su templanza alertada; también nos conduce a mirar, oler, tocar las superficies y sus recovecos. No habla con las cosas, escucha sus sonidos y nos señala con el dedo para que nosotros escuchemos también.

 

La serenidad con la que Bracho presenta el mundo, incluso en sus momentos más dolorosos —como en Ese espacio, ese jardín (2003)— o más excitantes —como en El ser que va a morir—, parece contrastar con la primera virtud que señaló el jurado al otorgarle el premio FIL: “Por su continuada indagación en la politicidad de la poesía y el peso de la palabra escrita”. No es una poesía que milite, tampoco denuncia o testimonia, no se duele ni se conduele, no hace de su forma concepto o de su arquitectura trinchera; contrasta con lo que podríamos denominar el giro ético en la literatura latinoamericana que responde a las múltiples crisis por las que pasa nuestro mundo exhausto. En su momento, Evodio Escalante llamó a la poesía mexicana de talante neobarroco “vanguardia blanca” por un presunto vaciamiento de las formas combativas del “barroco de trinchera” de autores como el argentino Néstor Perlongher o la chilena Carmen Berenguer4. Gerardo Deniz, David Huerta, Alberto Blanco y Coral Bracho proliferaban mucho pero politizaban poco a su juicio. Una parte de la crítica que la ha leído, especialmente la académica asumirá la frase del jurado sin reparos. Hay en la obra de Bracho una micropolítica de las formas lingüísticas y de los movimentos del deseo. Yo prefiero otra vía. Afirmo, como lo he sugerido previamente, que en Bracho aparece una forma distinta de relación entre lenguaje y mundo; pero no solamente mediante los juegos entre significantes lábiles y deseos fluctuantes, sino también, mayormente incluso, en la forma que toma la voz en su poesía.

 

La poesía de Bracho se distingue de cierta poesía neobarroca y de mucha poesía abiertamente política. Lo que en en esta es una voz multitudinaria y colectiva —ya sea signada en la metonimia de quien habla o en alegorías que contienen multidudes—, en el neobarroco es una voz desplazada y hasta donde es posible simultánea. Esta es la voz que aparece en algunos momentos de El ser que va morir, en su sintaxis que se desgrana entre cláusulas subordinadas y parentéticas abigarradas. Pero en algunos poemas de Si ríe el emperador (2010), libros como Cuarto de hotel (2007), y especialmente Ese espacio, ese jardín (2003) y Debe ser un malentendido (2018) hay un mundo poblado de voces que escuchamos gracias a la guía del poema. No son voces colectivas en las que el rumor disuelve todas las hablas hasta volverlas zumbido, sino “la afirmación escueta de que, quien escribe, sabe que alguien más ha visto, ha descubierto, ha escrito y dicho lo mismo, aunque quizá con otras palabras”5.

 

La politicidad del lenguaje es el conjunto de sensibilidades, sujetos, movimientos y relaciones que existen dentro del poema y que a su vez lo sitúan en el mundo que lo produjo. En la polis, el espacio en que lo propio se encuentra con lo común, las voces pueden ser escuchadas, pues más que un espacio físico es una disposición a identificar como cercano lo impropio. Esta disposición es el saber estar con otro en su poesía que, como antes la mirada, aparece no en la forma de la prédica ni del periodismo, sino en la de la escucha. A diferencia de los medios de comunicación que registran, la poesía para la oreja, nos dice “allá alguien habla, óyelo”. En el mundo poblado de voces de la poesía resulta difícil hacerle espacio a todas para que todas se escuchen. Esa ambición es propia del archivo más que del poema; por ello, lo importante, lo realmente significativo, es el gesto de la escucha antes que el registro.

 

Así como la mirada que anda por el mundo, la voz del poema nos conduce también por él sin declararlo. Nos deja oír una voz que afirma ser también un cuerpo como el nuestro: vulnerable, indócil, cálido. Eso es más claro en el más reciente libro de la autora, dedicado al descenso de su madre en las angustiantes aguas del mal de Alzheimer. Hay dos voces que guían los poemas, la hija y la madre, pero o hay voces aisladas sino dimes y diretes: “Pero mejor dime algo, le digo. / Y me enseña unas libretitas / que hablan. Fíjate / en lo que te dicen, me dice alguien / que acaba de entrar por otra puerta.” (p. 464); “Lo que tiene un asiento, dice. / Y si alguien calla, no es motivo. / … / Es un pájaro grande que abre el pico / porque va a anunciar algo” (p. 480).

 

Los poemas de Bracho están formados por dos elementos fundamentales, una voz que se conduce por el mundo y que lo toca, una mirada que anda por la superficie de las cosas y los cuerpos. El andamio que sostiene y conjunta ambos es la manera en la que el ritmo de los poemas depende no de la repetición propia del verso medido, sino de la suspensión del encabalgamiento. La poesía de Coral Bracho no está hecha de oralidad aunque en ella vivan muchas voces individuales, tampoco es una poesía hecha para ser cantada a pesar de la presencia del ritmo y la sonoridad. Escuchamos voces y vemos lo que la mirada nos indica, no nos integramos al mundo sino que lo observamos desde el lenguaje al mismo tiempo que nos percatamos del lenguaje.

 

Quiero terminar con un poema en la poeta parece darnos una poética cifrada:

 

[…] Prendas
que se confunden, que se rebelan. Difícil
reconocerlas. Difícil
observarlas porque se ovillan, se ocultan,
cambian calladamente de lugar. Difícil saber
cuáles son sus confines y lo que sus
maneras
quieren decir. (p. 249)

 

En la poesía de Bracho sucede un reencantamiento del mundo, pero no como el que imaginamos en las fantasías que pueblan nuestro imaginario, sino uno que nos deja mirar las cosas como si entre ellas y nosotros hubiera motas de polvo flotando, motas hechas de sonidos, de palabras, de silencios. En el principio está el sonido, no los sonidos articulados con los que hablamos sino el sonido en su dimensión más amplia: ondas, reverberaciones, distancia y proximidad. Las cosas, las imágenes, las palabras cambian de lugar sin que nos percatemos de cómo sucedió. Hay algo que parece estático al observarlas pero que al terminar el poema ha cambiado. Cambiaron nuestra mirada y nuestra escucha. De nuevo, volcados al espacio y al tiempo podemos ser plenamente por un momento. Esa plenitud fue lo que sentí la primera vez que escuché un poema de Coral Bracho en su voz. El tiempo se hizo largo y sinuoso como sus palabras; tomé distancia y pude ver el mundo tras una voz y una mirada que me guiaban de regreso a él, sin abandonar el poema.

 

 

Notas: 1. Poesía reunida. 1977-2018, México, Era, 2018. Todas las citas son de esta edición.
2. José Ramón Ruisánchez, “Maneras de estar juntos: cinco lecciones del premio Aguascalientes”, Periódico de poesía, febrero de 2019.
3. El más crudo invierno. Notas a un poema de Blanca Varela, Lima, FCE, 2016, p. 80.
4. “De la vanguardia militante a la vanguardia blanca: los nuevos trastornadores del lenguaje en la poesía mexicana de nuestros días: David Huerta, Gerardo Deniz, Alberto Blanco y Coral Bracho”, en Perfiles: Ensayos sobre literatura mexicana reciente. Boulder, Spanish American Studies, 1999, pp. 27-45.

5. Verónica Murguía, “La poesía de Coral Bracho”, en C. Bracho, Material de lectura, México, UNAM, 2021, p. 3.

 

 

 

FOTO: La poeta Coral Bracho (México, 1951), autora de Ese espacio, ese jardín y El ser que se va a morir. En la imagen, recibe el reconocimiento de la FIL Guadalajara2023 en un acto, durante la inauguración de esta feria internacional del libro.

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