Locura con método: Calvino

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Clásicos y comerciales

 

POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
No quería que terminase el año sin contribuir a la celebración del centenario de Italo Calvino (1923-1985), escritor de aspecto inagotable, cuya obra va más allá de su maravillosa trilogía, a su manera fantástica (Nuestros antepasados, 1960) y de sus ensayos de naturaleza didáctica (Por qué leer los clásicos, 1991 y Seis propuestas para el próximo milenio, 1994). Son miles de páginas las dejadas por este italiano nacido en Cuba —a donde fue a dar su padre tras participar como “internacionalista” en la Revolución Mexicana—, autor de cuentos, novelas, ensayos, artículos y reseñas donde se nota que fue, antes que nada, el discípulo más consecuente de Raymond Queneau (1903-1976), el Gran Sátrapa del Colegio de Patafísica, el fundador del OuLipo (el taller de literatura potencial) y el creador de la Biblioteca de La Pléiade en Gallimard, es decir, el más risueño de los clasicistas o el clásico más experimental.

 

Queneau, sobre quien Calvino tenía mucho qué decir, abandonó muy pronto el surrealismo pues descreía de los caprichos de la escritura automática y sí en que el infinito literario estaba en las matemáticas, a cuyos “locos literarios” estudió en En los confines de las tinieblas. Los locos literarios, su primer libro, el cual nadie le quiso publicar en 1934. Hay edición castellana, hecha por neuropsiquiatras, de esta investigación sobre quienes creyeron encontrarle la cuadratura al círculo (literalmente) y terminaron como materia de los alienistas y de los frenólogos.

 

El autor de Zazie en el metro, de los Ejercicios de estilo y de Las flores azules (traducida magistralmente al chilango por Jorge Aguilar Mora en 1976), el propio Queneau, habría ampliado su definición de “loco literario” para incluirse a sí mismo, y a Calvino, personas muy formales dedicadas a la edición como el arte supremo de la humanidad y a la vez, novatores absolutos. Por ejemplo, Calvino pensaba que la ahora llamada Inteligencia Artificial, a través de “autómatas literarios”, produciría obras convencionales y pedestres. El “banco de pruebas” del automatismo, suponía, no podía ser otro que las reglas académicas más conservadoras, mientras la narrativa, para él, era un arte combinatorio, como lo fue la poesía para Queneau. Dándole la bienvenida a los autómatas, Calvino pensaba que la máquina, en su independencia, era una buena noticia planetaria, a diferencia de tanto intelecto medroso que de cara a la técnica (los Heidegger y compañía) adquiría un cariz sombrío. También especulaba Calvino, en los años 60 del pasado siglo (“Cibernetica e fantasmi”, 1967 incluido en Saggi, 1945-1985, I, 1981), con que la cibernética nunca crearía un ajedrecista competente. Se equivocó del todo, pero Calvino —y Queneau con él— se hubieran conectado de inmediato a la pantalla para comprender por qué habían errado, tratando de ganarle la partida al “gran miedo del siglo XX”, como lo llamó Mounier.

 

El loco literario no sería entonces un esquizoide sino un clásico a la altura de los grandes del Gran Siglo, justamente por la eficacia con que le dieron método a su locura. Si fijar un “neofrancés” era para Queneau una empresa de vanguardia destinada a librar a su lengua demótica —la de la calle— del corsé académico, dándole al francés la riqueza que ya irrumpía en las novelas de Céline, se habría sorprendido de que la televisión (y las pantallas que la han seguido), hicieron algo más que unificar dialectalmente al francés y al italiano (lo cual a este par de émulos del abate Grégoire no les molestaba), empobreciendo majadera e universalmente el lenguaje público. Locos literarios, Queneau y Calvino, apostaron y perdieron. Espíritus ilustrados habrían acaso de darle la razón a las mentes recelosas y oscuras; Calvino al menos alcanzó a darse cuenta, pero no perdió el sentido del humor.

 

El mejor de los lectores de Ariosto y de su Orlando furioso (1532), Calvino, de hecho, nunca dejó de ser un realista. Se embozó en la llamada “literatura fantástica” para ejercer la alegoría sin sermonear. No se necesita ir muy lejos en la lectura de su trilogía para entender que la imaginación desbocada, insisto, tiene un método y fue el propio Calvino quien así lo explicó. La realización plena del ser humano, diría, era el propósito de su fantasía, la conquista de la persona en El caballero inexistente, la aspiración a reunir —suturar— lo que la sociedad divide en El vizconde demediado y la búsqueda de la libertad en El barón rampante. Y para quien no disfrute de alegorías, bien está, porque igual disfrutará del ingenio de Calvino.

 

¿Qué hubiera dicho de este realismo enmascarado su maestro Cesare Pavese, cuya oficina tomó como su relevo en Einaudi cuando el poeta se suicidó en 1950? Para imaginarlo, contamos con una delicia de librito (Italo Calvino, una ardilla en Einaudi, Altamarea, 2023), de Carlos Clavería Laguarda, uno de los críticos-filólogos más interesantes de la España actual, quien cuenta lo severos y laboriosos que fueron los editores Pavese y Calvino. El discípulo dedicó su vida a dejar ejemplarmente editado a su maestro (ejerciendo, al parecer, cierta censura sobre El oficio de vivir).

 

Ambos eran implacables en exigirle al escritor tener más inéditos que éditos (antónimo que gustaba a Baroja), en utilizar un lenguaje preciso, una trama devota del esquema (cualquiera que éste sea), “la fábula pero sin moraleja aparente”, la exactitud en el punto de vista y, “sobre todo y más fundamental aún”, para el editor, “la capacidad de destrozar un libro (y la voluntad de hacerlo) tras apenas cinco minutos de lectura cuando el autor ha reunido en un párrafo más de tres tópicos seguidos o de dos lirismos innecesarios”. “Nada”, insistió Calvino, “de adjetivos, nada de prosa florida, nada de amor gratuito, el sexo mejor a la sordina, fuera el sentimentalismo de las novelas: conviene siempre podar, desbrozar, repintar, controlar la violencia y lo soez…”.

 

Un programa de prosa clasicista expuesto por un escritor-editor amante de las fábulas, los fantasmas y los autómatas, algo que difícilmente tendría un buen derrotero en cualquier época, porque por ansiedad de espíritu y por apetencia comercial, siempre son más los románticos que los clásicos. Otro calvinismo, diría yo.

 

Según cuenta Clavería Laguarda, a ese loco literario que fue Calvino lo instruyó Pavese en que la banca más segura y redituable para un escritor es el cajón (o el documento escondido en un rincón clandestino del Dropbox) de los inéditos. En 1954, Calvino le escribió a Mario Ortolani, quien se sentía fracasado por el rechazo de un original, que fracasados eran esos pobres a quienes un editor demasiado indulgente les publicó irresponsablemente sus primeros libros “y luego no han sabido continuar y han visto que la crítica los ninguneaba, que el público se olvidaba de ellos…”.

 

Calvino, cuando vio que el despacho de un gran escritor como Pavese —quien “escribía tanto como tachaba”— estaba atascado de inéditos, le dio, por ello, una “nueva dimensión” a la osadía de querer ser publicado. Según leemos en Italo Calvino, una ardilla en Einaudi, “vanidad + insistencia” es igual a “literatura”. Evitar que el escritor-editor sienta que “trabajar cansa”, como diría el poeta Pavese e impedir ese abuso, se convirtió en la norma de conducta de Italo Calvino, otro método en su locura.

 

 

 

FOTO: El escritor Italo Calvino nació en Santiago de Las Vegas, La Habana, en 1923. /Archivo EL UNIVERSAL

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