Ficciones del artista silencioso

Mar 15 • destacamos, principales, Reflexiones • 3035 Views • No hay comentarios en Ficciones del artista silencioso

JOSÉ MARÍA BRINDISI La Nación/GDA

Con apabullante modestia, William Faulkner señaló en más de una ocasión que se había convertido en novelista casi por descarte. El cuento, aun cuando haya escrito algunos excepcionales, lo obligaba a estar demasiado contenido y a ser demasiado preciso, el famoso mecanismo de relojería con el cual una personalidad volcánica como la suya solo podía sentirse encarcelado; y la poesía, que era su horizonte inicial, reclamaba una economía que le era ajena, quizá porque al caudal de sus historias se le imponía la violencia desmadrada de una prosa, eso sí, demoledoramente poética. En sentido inverso, son pocos los poetas que han logrado éxito en las lides de la novela (respecto de alumbrar obras que perduren), y esa dimensión paralela de la poesía que ocupan los músicos populares no es la excepción: o no les fue bien (Bob Dylan, Nick Cave), o no les fue tan mal pero decidieron no insistir, conscientes de sus limitaciones (Serge Gainsbourg), o jamás terminaron de creérselo (Pete Townshend y, por caso, los eternos coqueteos de Fito Páez). Sin el marco que impone una canción, se tiene la sensación de que para la mayoría es como si hubiesen abierto una puerta al vacío, a un agujero negro del que jamás regresan ilesos.

 

Leonard Cohen (Montreal, 1934) resulta, en más de un aspecto, una excepción, y también un misterio. El primer elemento significativo es que llegó a la novela —al revés de Cave, Dylan, Townshend o Chico Buarque, este último un novelista consumado— antes de desembarcar en su faceta de músico, o más bien de cantautor. En verdad, venía publicando poemas desde los años cincuenta, incluido el celebrado y notable La caja de especias de la tierra, y es a mediados de los años sesenta cuando se mudó a la isla griega de Hydra y escribió sus únicas dos narraciones en prosa: El juego favorito (1963) y Hermosos perdedores (1966). La excepcionalidad aquí radica en que constituyen dos relatos, aun con sus desajustes, bellísimos, y el misterio, por supuesto, en el hecho de que Cohen haya abandonado un género que tal vez no manejaba como un artesano pero, qué duda cabe, sí como un poeta de las grandes ligas.

 

Luego de El juego favorito (The Favourite Game), la publicación en Edhasa de Hermosos perdedores (Beautiful Losers, en una nueva traducción castellana de Laura Wittner) permite cerrar el círculo íntimo de la faceta narrativa de Cohen y disfrutar de un texto que sacude a cada momento porque solo admite sus propias reglas. La historia es la de un doble triángulo, amoroso y también fantasmal: por un lado, la relación del narrador con su mujer, aplastada tiempo atrás absurda y terriblemente por un ascensor, y con F., un amigo que también ha muerto pero de muy distinto modo, convirtiéndose en su guía incluso muchos años después de haber partido; alguien que hacía del goce una religión, y que fue consecuente con ello hasta los últimos instantes. Ambos traicionarán al protagonista (el narrador sin nombre, característica que permite todo tipo de conjeturas en cuanto a lo autorreferencial del texto), quien a su vez ha mantenido relaciones con F., y, sin embargo, esa cadena de traiciones será en cierta medida la clave del amor que se profesan, que va más allá de lo físico y de la posesión del otro. El segundo triángulo incluye a ambos amigos, pero aquí el tercer vértice lo ocupa una obsesión: la figura de Catherine Tekakwhita, una joven india (iroquesa) convertida por los jesuitas franceses trescientos años atrás y que vivió, mucho antes de ser beatificada, un martirio singular, extremo, que la llevó a la locura y acaso a la santidad. El protagonista, historiador de profesión, entabla con ella una suerte de diálogo sentimental, por momentos desgarrado, y es a través de ella como su relación con F. adquiere un corte más turbulento aun, más existencial, al fin más doloroso.

 

El libro posee una inocultable matriz poética, que en la escritura acelerada de Cohen se asemeja, en forma y fondo, a Jack Kerouac; una combinación de la efervescencia lujuriosa de En el camino con el carácter sombrío, y mucho más reposado, de esa obra maestra menor que es Big Sur. Por otra parte, la historia transcurre en plena revolución sexual, y el sexo es a todas luces el hilo conductor privilegiado de la novela, el terreno en el cual se dirimen las cuestiones esenciales de los personajes, incluso su filosofía. Al respecto, la secuencia de las horas posteriores a la muerte de Edith, en la que los dos amigos conversan y se masturban, es un hallazgo epifánico excepcional, y algo similar ocurre en el larguísimo soliloquio de F. en el hospital, mientras desnuda el cuerpo de una enfermera y se despide lentamente de quien ha sido casi un hermano. El sexo, que para Cohen fue por aquellos años una verdadera enfermedad (ha confesado con frecuencia que todo lo hacía para conseguir mujeres), no es en sus novelas un recurso pirotécnico sino, por el contrario, un lenguaje, la manera más profunda y natural de relacionarse. Desde esa perspectiva, resulta conmovedor observar en Hermosos perdedores hasta qué punto, cuando dos de los personajes se encuentran, el tercero está presente para completar un lazo que de otro modo quedaría rengo.

 

A propósito del misterio en torno a la figura de Cohen, resulta llamativa la cantidad de íconos que un país como Canadá ha sabido moldear, por lo menos para la cultura del rock; además del autor de Suzanne, como mínimo hay que incluir en esa lista a tres figuras sobresalientes, a su manera tres mitos modernos: Neil Young, Robbie Robertson y Joni Mitchell. Y si se evitan las fronteras de la música (y de la geografía), habría que hacerle un lugar al mismísimo Kerouac, Jean-Louis en sus documentos, que nació en Massachusetts pero tenía padres canadienses y sólo habló en francés hasta los seis años. Claro que esos mitos populares provienen de una tierra que es legendaria en sí misma; en parte por ubicarse al extremo boreal del continente, y sin duda por su extensión, la dureza de su clima, aspecto que la emparientan, en lo insondable y en la leyenda, con la Patagonia. No casualmente, los personajes de F. y Edith hacen en la novela de Cohen un viaje fundacional a la Argentina, en busca de nuevas experiencias.

 

Lo cierto es que el ícono Cohen no conoce límites. Pocas presencias —su compatriota Neil Young, entre ellas— han sido tan determinantes y tan influyentes entre sus contemporáneos, al punto que se ha convertido en objeto de homenajes e inspiración para artistas de cualquier especie. Solo con repasar las innumerables versiones que circulan de uno de sus temas más célebres, Hallelujah, basta para entender el fenómeno (que, aunque atraviesa medio planeta, continúa siendo, en buena medida, secreto, como corresponde a un mito): de la también canadiense k. d. Lang al inimitable John Cale, de Rufus Wainwright a Regina Spektor, de la banda de sonido de Shrek a Jeff Buckley, este último tal vez el mejor intérprete de todos por ser el único capaz de reproducir las inflexiones de una melodía cuyos verdaderos matices, acaso, su propio autor desconocía.

 

Así como los experimentos solistas de los músicos de un grupo deben considerarse parte del mismo proyecto, las diversas facetas de un artista son inseparables, y todas terminan por definirlo. El Cohen cantante, esa voz monocorde y cansina que tal vez solo se sostenga por la singularidad de su registro grave (y que recuerda en cierto modo a Lou Reed en su costado más narrativo), parece estar diciendo todo el tiempo: “Presten atención a la letra”, a contramano del famoso exabrupto de Brian Eno respecto de la escasa importancia de las palabras en el rock. A diferencia de Gainsbourg, que también era un cantante monótono pero se movía armónicamente con soltura, Cohen está la mayoría de las veces incómodo, aun compenetrado y con los ojos a media asta. Es que la búsqueda está en otra parte: Cohen jamás ha dejado de ser un poeta.

 

Pero aun así: ¿por qué no escribió, realmente, más novelas? Es posible que haya encontrado su síntesis en la poesía, y también que su mejor forma surja cuando las palabras cabalgan sobre acordes (sin embargo: “No te vistas con esos harapos por mí./ Sé que no eres pobre./ Y no me ames con tanta fuerza ahora/ cuando sabes que no estás segura./ Es tu turno para amar, mi bienamada,/ Es tu carne que yo llevo como vestido”). Es posible pensar, tal vez, sus dos ficciones como el epicentro del propio periodo iniciático. En verdad, aunque se las suele considerar antitéticas, es indudable que se complementan, y no habría que pasar por alto el orden en que fueron escritas y luego publicadas. El juego favorito es una novela de aprendizaje, un relato sobre la adolescencia de alguien que está convirtiéndose en escritor, y que luego de ese recorrido difuso o, mejor, inconcluso, termina por dejar en el lector un sabor bastante amargo, en particular por la soledad en la que se hunde el protagonista. Hermosos perdedores, en cambio, a pesar del calvario que transitan sus dos mujeres —Edith y la joven india— y de la tristeza que desborda la historia, es un texto luminoso, como si se tratara del fin, justamente, de un aprendizaje, el lugar al que el modesto héroe llega no indemne, pero sí más fuerte, más sabio y sobre todo en paz consigo mismo.

 

A diferencia de lo que sucede en su anterior novela, en este caso Cohen elige narrar desde una primera persona, y eso tampoco parece fruto del azar. El narrador protagonista de Hermosos perdedores es mucho más simpático, más querible, que aquel otro de apellido Breavman, en buena medida un cínico precoz (aunque lo más justo sería identificarse con su compinche Krantz, o en última instancia discutir con ambos y a través de ellos vislumbrar el sitio en el que Cohen deseaba establecerse). Aquí es, de todos modos, otra cosa: mirándose en el espejo de su amigo F., a pesar de él y gracias a él, el narrador está todo a mitad de camino permanentemente, un paso adelante y otro atrás, algo que, además de perturbar encantadoramente al lector, produce una empatía irresistible.

 

Quiérase o no, Hermosos perdedores significó el epílogo de la corta pero significativa carrera de Leonard Cohen como escritor de ficciones. Si observamos con cuidado el relato de su propia vida, tendremos que admitir que jamás la abandonó completamente, sino que descubrió el mejor modo de contar sus historias, allí donde se sentía a sus anchas. El relato de su vida también contiene un capítulo, primordial, dedicado a la espiritualidad, cuando hace más de quince años su inclinación por el budismo zen lo llevó a ordenarse en un monasterio. El nombre que allí recibió fue, paradójicamente, El Silencioso. Como es obvio, alguien que está en silencio es alguien que busca. ¿Habrá encontrado Leonard Cohen aquello que buscaba en Grecia casi medio siglo atrás? En última instancia, ¿lo encontrará antes de que sea demasiado tarde?

 

 

FOTO:
ARCHIVO REUTERS
Leonard Cohen durante un concierto en California, Estados Unidos, el 17 de abril de 2009

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