Gabo y el cuello del cisne

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JOSÉ SALGAR

 

Dieciocho meses de la juventud de Gabriel García Márquez transcurrieron en una agitada sala de redacción de Bogotá, con un grupo convencido de que todos los días lanzábamos a las calles el mejor periódico del mundo. Gabo tenía 26 años y ya había sido fogueado como escritor en su tierra costeña sobre el mar Caribe.

 

Regresaba a Bogotá, la fría capital que conoció como estudiante y a la que vio arder en el bogotazo del 9 abril de 1948. Esta vez venía a ganarse la vida como cronista en un diario de prestigio nacional. Sus nuevos compañeros no pasábamos de 30 años. Los dueños del periódico tampoco eran viejos, pese a ser Canos por su apellido y por la nieve de sus cabellos.

 

Líder de ese grupo era Eduardo Zalamea Borda, novelista y editorialista, autor de la columna “La Ciudad y el Mundo” y director de las páginas literarias de El Espectador. Zalamea viajó por esa época a una reunión internacional de periodistas en Londres, ante la cual explicó por qué un diario elaborado con tanto apasionamiento merecía ser calificado como el mejor de todos. Cuarenta años más tarde, en 1994, Le Monde en la edición conmemorativa de su cincuentenario hizo una encuesta en la que El Espectador de Bogotá figuró entre los ocho diarios más importantes del mundo.

 

Zalamea fue el primer gabólogo, porque en 1953, poco antes de que García Márquez viajara a trabajar en Bogotá, publicó en las páginas literarias el cuento “La tercera resignación” con una nota en la que lanzaba al joven autor costeño como una promesa de la literatura.

 

En 1983, cuando me celebraron 50 años de vida periodística, Gabo escribió una columna en la que recordaba: “Cuando ingresé a la redacción de El Espectador en 1953, José Salgar fue el jefe de redacción desalmado que me ordenó como regla de oro del periodismo: ¡Tuérzale el cuello al cine! Para un novato de provincia, que estaba dispuesto a hacerse matar por la literatura, aquella orden era poco menos que un insulto. Pero el mérito mayor de José Salgar ha sido el de saber dar órdenes sin dolor, porque no las da con cara de jefe sino de subalterno. No sé si le hice caso o no, pero en vez de sentirme ofendido le agradecí el consejo y desde entonces —hasta el sol de hoy—, nos hicimos cómplices”.

 

En aquel momento Gabo estaba bajo el impacto de dos fuerzas intelectuales. Tenía el cerebro atiborrado de Macondos y mariposas amarillas y sus noches eran de sueños y bohemia literarios. Y en las mañanas llegaba a la redacción, pálido y ojeroso, a cumplir su compromiso profesional con la frialdad del “qué, quién, cómo, cuándo”. En ese choque, Gabo comenzó a poner en juego su habilidad para agregarle imaginación y belleza a las noticias crudas, sin restarles exactitud.

 

Muy pronto, Gabo impuso su estilo, que después tuvo muchos imitadores. Hay abundantes ejemplos de noticias que sacó de la nada, las moldeó y las engrandeció hasta convertirlas en libros o en elevada circulación de periódicos y revistas. Lo hacía con la alegría natural del costeño, a la manera de los juglares del Valle de Upar, que salían a contar las noticias con música de acordeón y crearon así el vallenato que hoy se escucha universalmente.

 

Hace poco tiempo, Gabo se refirió a esa fusión de su oficio periodístico con la literatura, en una nota que publicó en Cambio y en la que decía: “He escrito nueve novelas, más de 2,000 notas de prensa, quién sabe cuántos reportajes, crónicas y guiones de cine. Todos los he hecho día tras día, con la punta de los dedos en más de 60 años de soledad, por el puro, simple y gratuito placer de contar el cuento. En resumen, mi vocación y mi aptitud son de narrador nato. Como los cuenteros de los pueblos, que no pueden vivir sin contar algo. Real o inventado, eso no importa. La realidad para nosotros no es sólo lo que sucedió sino también, y sobre todo, esa otra realidad que existe por el solo hecho de contarla”.

 

Muchas veces, desde entonces, hemos desmenuzado con Gabo los episodios, publicados o inéditos, de aquella inolvidable y ruidosa sala de redacción.

 

Fueron 18 meses de entrega completa, de noche y de día, a aplicar sus fórmulas para enlazar las responsabilidades del periodismo con la emoción literaria.

 

A quienes me preguntan sobre el cisne, les respondo que quienes salieron ganando fueron el periodismo y la literatura, porque toda la obra de García Márquez tiene como fondo su alta calidad de profesional del periodismo, embellecida con el realismo mágico de su talento literario.

 

Ya en este año de 2002, Gabo me llamó un día por teléfono desde México y conversamos largo para recordar algunas chivas periodísticas que no alcanzó a publicar en El Espectador y a las que se refiere en el primer tomo de su libro de memorias próximo a circular. De pronto se le escapó una frase que puede ser buena coletilla para actualizar el cuento del cisne:

 

—¿Sabes una cosa? —me dijo Gabo—. ¡Ahora, en las memorias, descubrí que estoy escribiendo con el cuello torcido!

 

Artículo publicado original en Cambio, en octubre de 2002.

 

*Fotografía: García Márquez y José Salgar en Monterrey, 2003/ANDRÉS REYES ARCHIVO FNPI, FOTO TOMADA DEL LIBRO “GABO PERIODISTA”.

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