Las líneas iniciales

Abr 19 • Conexiones • 2431 Views • No hay comentarios en Las líneas iniciales

 

WILSON ALVES-BEZERRA

 

O Globo/GDA

 

“El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en el que llegaba el obispo”. Éstas son las primeras líneas de un libro menor del colombiano Gabriel García Márquez, Crónica de una muerte anunciada, de 1983. Es un ejercicio de estilo, el relato de un asesinato que el lector sabe de antemano que ocurrirá, tanto por el título como por la primera frase. Con todo, quien lee estas dos primeras líneas es lanzado a la historia con una  serie de dudas: si Santiago siempre despertaba temprano, si ya sabía de su muerte, si el obispo ya sabía de esta, si el encuentro de ambos fue funesto o fortuito; en suma, un conjunto de enigmas  para —como expresaron autores tan diversos como Poe, Quiroga y Cortázar— enganchar al lector y conducirlo al desenlace.

 

El más célebre libro de García Márquez, Cien años de soledad, de 1967, comenzaba de forma semejante, aunque de modo aun más radical: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Un inicio repentino en que el lector es conducido al mismo tiempo al futuro y al pasado de Aureliano. Con astucia narrativa, se crea en tres líneas el instante en que se conjugan el recuerdo de la infancia y la inminencia de la muerte: el niño fascinado por el hielo se volvió coronel y está a punto de ser ejecutado.

 

Como los grandes, el colombiano practicó a lo largo de su carrera el ejercicio de la repetición y de la variación con mayor o menor fortuna. No obstante, en su último gran libro, aquel en el cual el personaje es él mismo, la historia y su forma son otras. En el párrafo inicial de Vivir para contarla, de 2002, no hay ninguna anticipación: “Mi madre me pidió que la acompañara a vender la casa”. En el libro en que repite, con variantes, tres párrafos enteros de Cien años de soledad, el joven escritor anónimo y enamorado es ajeno a lo que pueda significar la muerte o el aniquilamiento, pero también la fama. Incluso la foto de la portada en las diferentes ediciones del libro es la de García Márquez aún niño, los ojos bien abiertos, exhalando asombro y curiosidad. Cabe decir que el proyecto de la trilogía autobiográfica quedó interrumpido en este primer libro. En el caso de García Márquez, la propia historia es la única en la cual no se anticipa ni escribe el final.

 

La tarea de construir la versión oficial del hombre que se hizo escritor y del escritor que se volvió mito la llevó a cabo el inglés Gerald Martin, quien dedicó 17 años de trabajo y entrevistas para fijar su versión en Una vida (2008). En ese entonces, García Márquez ya no escribía. Su ocaso ocurrió con Memorias de mis putas tristes (2005), cuya brevedad se opone a la dilatada autobiografía. En la novela, llama la atención el uso de la primera persona, que ya había experimentado en el proyecto anterior, pero ahora bajo el velo de la ficción: “El año de mis noventa años quise regalarme una noche de amor loco con una adolescente virgen”. Una vez más, el principio y el fin.

 

Esta corta exposición de frases iniciales —que no cita obras centrales como El otoño del patriarca, escrita toda ella en un solo párrafo sin interrupciones— busca poner la atención sobre el escritor, más allá del inventor del realismo mágico, del amigo de Fidel Castro y Bill Clinton, del creador de Macondo y del mayor representante del boom latinoamericano (por mucho que el personaje sea, en efecto, todo eso).

 

Relectura de textos coloniales

 

La peculiaridad del colombiano fue haber sido un gran escritor de gran popularidad en un momento en el que el negocio de la literatura se estaba globalizando y haber sabido mantenerse como gran personaje en la sociedad del espectáculo. Se llegó al extremo en el que sus gestos pasaron a tener tanto valor como sus obras: en 2013, ya retirado, fue noticia mundial al salir de la inauguración de un boliche y posar haciendo una seña obscena a los fotógrafos.

 

A pesar de la figura folclórica, García Márquez es el autor de una novela que marcó el sendero de la relectura de los textos coloniales latinoamericanos —en la tradición del poeta brasileño Oswald de Andrade (Pau Brasil) y Alejo Carpentier (El reino de este mundo)—, recontando la historia del continente mediante una perspectiva que incluye el sentido del humor, que dialoga con la tradición que va de la Biblia a los libros de Marco Polo y a Las mil y una noches. Y este libro se vuelve popular, llega a ceder a cierta imagen caricaturesca del continente, sin apegarse a aspectos culturales específicos, como sí lo llegó a hacer el novelista y antropólogo peruano José María Arguedas en Los ríos profundos. Con Cien años de soledad, García Márquez fue el responsable de la creación de una América legible, violenta y maravillosa.

 

Le corresponde al tiempo liberar al escritor y a su literatura del personaje y del mercado, e ir decantando sus páginas memorables. Por ahora, sírvannos de réquiem las últimas palabras de su último libro: “Era por fin la vida real, con mi corazón a salvo, y condenado a morir de buen amor en la agonía feliz de cualquier día después de mis cien años”. (Traducción de Alma Miranda).

 

*Fotografía: Foto que se usó para la portada de “Vivir para contarla”.

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