La mirada distinta
POR NADIA VILLAFUERTE
Autora de la novela Por el lado salvaje (2011)
Un niño a lomos de un caballo. El caballo en medio de un río. Un caballo que tira al niño al suelo y lo pisotea hasta matarlo. El padre del niño que se tira al agua para rescatar a su hijo. Otros niños, testigos, que ven cómo el padre envejece en un instante. Niños que han visto todo y no pueden describir cómo sucedió la escena, completamente trasparente y a la vez un enorme espejismo, cuando la vida de un hombre llega a su final de un modo semejante pero también distinto a la muerte del hijo. Y porque ahí donde la presencia del caballo se recuerda la ausencia del niño muerto, el padre del niño muerto procede: toma un hacha y propina golpes hasta partirle al caballo el cráneo. Un hacha demente sobreviviendo al hombre y al caballo, que ya no sienten curiosidad alguna por sus respectivas almas.
Ninguna criatura es inocente, se dice Herta Müller, ni siquiera el hacha en esta postal bucólica, ni siquiera este paisaje, porque no sabemos si el paisaje es testigo o recuerda el trauma. Hija de la contradicción (pues su padre sirvió durante la Segunda Guerra Mundial en la Waffen-SS, mientras que su madre pasó cinco años en un campo de trabajo como deportada en la Unión Soviética), hija también de un exilio doble que la llevó a huir de Rumania cuando la despidieron de una fábrica porque se negó a cooperar con la policía secreta, y de sentirse agredida cuando, viviendo en Roma, por ejemplo, era tratada con desprecio porque ahí ella no era una persona sino el recuerdo de una experiencia terrible toda vez que había sido engendrada por alemanes; heredera de dos mundos, el alemán y el rumano, Herta Müller halló en todas estas experiencias de desarraigo y en el conocimiento que le otorgó el miedo la necesidad de explicarse un entorno distorsionado por la locura del poder, a través del lenguaje. Cuando te destierras geográfica y lingüísticamente, te conviertes en un sujeto solitario, y entonces no te queda más que observar.
Sus críticas a la dictadura rumana, que vivió en carne propia pues fue espiada por la Securitate (“Entraban y salían cuando les venía en gana, habrían venido aunque me hubiera llevado la puerta metida en el bolso, aunque yo misma hubiera sido la habitación, habrían encontrado cuanto querían incluso si la casa hubiera dejado de existir”), fueron un alegato no sólo al sistema represor sino al lenguaje enunciado, la zona quizá más vulnerable y más peligrosa de corromper a la vez que arma eficaz en su dimensión política, terreno en el que Müller se centró para dar cuenta de un momento histórico alterado por los delirios del poder. “El lenguaje es como el aire. Te das cuenta de lo importante que es sólo cuando está corrompido. Entonces te puede matar. Aquellos que trabajan para los regímenes totalitarios lo saben mejor que nadie: entrometerse en el lenguaje puede ser un excelente medio de control político. Esos regímenes —continúa— no siempre se necesitan encerrar a la gente; en ocasiones es suficiente invadir y ocupar sus mentes a través del lenguaje. Entonces, una vez que el régimen ha invadido tu lenguaje, comprendes que puede hacer todo lo que quiera contigo. Ya no eres tú, estás secuestrado políticamente. Puedes abrir y cerrar la boca durante horas, hablar sin decir nada”.
La conciencia casi ontológica que tiene del lenguaje la adquirió Müller en su lugar de origen, una comunidad germanohablante en el Banat, Rumania, donde el universo se construía pieza a pieza en contra del sentido común, tanto desde el punto de vista de las acciones como de las palabras. Cuando aprendió rumano, supo que las palabras tenían diversas capas de significados. Que podían poner en evidencia la falta de correspondencia entre lo que se pensaba y lo que se hacía. Que era posible la fisura entre lo enunciado y su fallida representación, esos resquicios interiores que lo arrastran a uno ahí donde lo que más perturba o asombra de la vida es algo que el lenguaje no alcanza a vislumbrar ni a expresar. Entendió incluso que la ausencia de palabras imponía una densidad mayor (como identificaría después en su lectura de Rulfo), ahí donde a veces lo decisivo era aquello de lo cual ya no podía decirse nada: hablar allá, en la tierra de su infancia, no servía para aclarar los estados de confusión, ni para traer paz, ni para entender lo que por naturaleza carecía de sentido. “¿Qué se consigue hablando? Cuando se desmoronan los pilares de la mayor parte de la vida, también se cae el lenguaje”.
El rumano le otorgó a Herta una densidad poética que, con el tiempo, se mezcló con el efecto trastornado de una psique que vivió bajo el gobierno de Nicolae Ceaușescu. Cuenta Müller que el vino salvaje se decía en dialecto “uva de tinta” porque las uvas negras teñían las manos con unas manchas que tardaban en irse, y así ella supo que decir “negro como el sueño profundo”, significaba ahogarse en la tinta al dormir. Cuenta que, a pesar de todo, el deseo de “poder decir” la llevó a inventar nombres para llamar a las cosas y que sin ese deseo no habría surgido tampoco el recelo a lo que se enunciaba. Porque era el rumano el que poseía ese poder mágico que nombra las cosas para transformarlas, para hacerlas aparecer o desaparecer, mediante conjuros y sortilegios, en el más imaginativo de los casos, pero fue en el contexto de una dictadura donde el rumano se convirtió también en un aliado del comunismo totalitario al utilizar los conjuros y los sortilegios como mecanismos de manipulación. En el primer libro de Müller la palabra “maleta”, un vocablo sin aparentes connotaciones políticas, fue eliminada por el simple hecho de que los censores creían que decir “maleta” significaba “empacar” y en consecuencia “huir”, “partir para siempre”, “abandonar” el país por voluntad propia. Si la palabra “maleta” no era mencionada, la gente no pensaría entonces en emigrar, porque lo que no se menciona no existe: esa era la lógica del Estado.
Ni siquiera el paisaje, desde la perspectiva de Müller, estaba libre de ataduras y falsedades. “Hasta las plantas dejaron de tener una existencia independiente, natural. Los abetos que crecían en las casas del poder protegían algo que la mayoría de las personas del país no podían soportar. Para todas las visitas del gobernante había un rebaño bien alimentado que se colocaba en el pasto justo antes de que él llegara. La gente llamaba a esas vacas ‘vacas presidenciales’. Cuando Ceaușescu visitaba una ciudad a finales de verano, a las primeras hojas amarillas de los tilos les daban una mano de pintura verde. Qué queda de naturaleza donde suceden estas cosas, cuando los paisajes se convierten en postales que ofrecen o fingen una belleza al servicio del poder”, relata Müller en uno de los ensayos de Hambre y seda (Siruela, 2009).
Que el lenguaje estuviera torcido de ese modo como consecuencia de una agresión política llevó a Müller a la necesidad de desmontar tales mecanismos, de crear imágenes poéticas ahí donde era preciso derribar expresiones corroídas hasta la raíz, puesto que “el paraíso estaba cerrado con siete llaves y uno tenía que dar la vuelta al mundo para ver si por la parte de atrás, en algún lugar, podía abrirse de nuevo”. Tuércele el cuello al cisne de engañoso plumaje.
Fue el rumano ambivalente el que le advirtió a la escritora que una lengua podía ser sensual, desvergonzada, de temeraria imaginería, mezcla de vulgaridad y belleza, de ofensa y amabilidad, pero también podía convertirse en una trampa de complacencia y servilismo de dimensiones para nada inocentes. “La gente maldice al gobierno, al Partido, al municipio, a los malos caminos y a la policía de tránsito, maldice a los rusos y a los norteamericanos, y luego siente que ha hecho suficiente política por ese día y la postura política que presupone se agota en su misma ejecución”. Siendo cualquier totalitarismo —incluso el que se oculta debajo de las “democracias”— un proyecto lingüístico, no suena descabellado el rumor de que en la fase más opresiva de Ceaușescu los chiste políticos hubieran sido creados y diseminados por la policía secreta “como una forma de aliviar la tensión social, pues un chiste, como una buena maldición, le podía dar a la gente una sensación de satisfacción como para hacerla sentir que había hecho su parte de resistencia”.
No fue casual el desquiciamiento de Müller: desconfiaba en la luz porque le recordaba el resplandor de la nieve del Lager, donde estuvo recluida su madre junto con rumanos de la minoría alemana que fueron obligados a reparar su pecado colectivo (“la traición de la nieve” era la forma en como la madre llamó a esa tierra que delató su escondrijo con sus pisadas), y tampoco su reticencia frente al lenguaje al tiempo que, paradójicamente, se aferró a él como lo haría el propio Celan, que llevó a cabo una de las descripciones más desgarradoras del campo de exterminio nazi de Auschwitz-Birkenau en su poema “Fuga de muerte” con tal de explicarse la muerte, con tal de redimirla. Y si bien la memoria se convirtió para Müller en un fantasma atormentado que le posibilitó construir una noción crítica de la realidad alterando un lenguaje con el que denunció esa realidad desfigurada hasta la médula, también las palabras se convirtieron en una manera de resistir, ahí donde reflexionar, hablar y escribir fueron para ella recursos de emergencia. Cuando iba a los interrogatorios de la Securitate, Müller solía recitar poesías: “El miedo a la muerte no elimina nuestros sentimientos, con el miedo no se pierde la fantasía sino que ella y tú misma te vuelves un poco más loca y los ojos se te hacen más grandes”.
Tiene unos ojos que propasan, Müller, no brillantes sino obstinados, porque las cosas nunca fueron claramente discernibles en donde creció. Por eso las imágenes en su ficción (“El pueblo parece una caja en medio del paisaje”; “En la aldea hay siempre una luz crepuscular. Nunca es de día ni de noche. No hay crepúsculo matutino ni vespertino. El crepúsculo está en la cara de la gente”) abrevan de ese sitio en perpetuo asecho: ya que no es posible decir qué es la presencia de uno en el entorno, qué es la presencia del paisaje según nuestras proyecciones psicológicas, sólo resta tratar de atisbar a qué nuestra presencia se asemeja, porque a veces, y esta es una paradoja, sólo las imaginaciones más descabelladas pueden tender un puente sobre el abismo de palabra y la cosa. Era imposible, ahí, que las cosas sucedieran alegremente sin dejar huellas, sin dar infinitas vueltas en la mente.
La historia de Müller es la historia de una lengua arrancada de la consonancia ya fuera porque provenía, esa dislocación, de un entorno supersticioso como porque estaba controlado por el Estado. Ella supo desde entonces que en toda lengua hay un gesto político, un gesto de clase social ineludible, un cariz geográfico que signa y al que no se le debería tener lealtad alguna cuando la patria no la tiene con su gente, y que no se necesita ser escritor (ese exiliado que se distancia de su patria lingüística porque toda escritura por naturaleza hace foránea su materia) para entenderlo. Basta con que vivas bajo un régimen opresivo. Basta con que la violencia y el sinsentido destruyan el entorno para tener una “mirada distinta” de la que perdemos noción cuando ya hemos enloquecido suficiente y lo conocido se enajena. En la infancia de Herta Müller una bicicleta no tardaba en dejar de ser una simple bicicleta para convertirse en un objeto capaz de atentar contra un sujeto. Lo mismo pasaba con el perfume, con el picaporte. El sonido de un carro fuera de casa nunca dejó de ser sospechoso. Todo a su alrededor parecía dudar de si la cosa era esto o aquello o tal vez algo distinto del todo. Así, los objetos o actos insignificantes estaban preñados de asuntos significativos.
En semejante vida cotidiana surgió esa mirada distinta, una que no abandonaría jamás y que resulta tan incómoda cuando Müller escribe ya no sólo sobre su pasado sino sobre su presente en Alemania, tratando de discernir por qué en una Alemania reunificada siguen imperando las tensiones sociales, las tensiones xenofóbicas, sobre todo, ahí donde los ciudadanos se irritan sin motivos, desconfían del otro, parecen necesitar el miedo o la culpa a los que fueron habituados.
Basta vivir bajo un régimen opresivo, me digo, mexicana que padece y participa desde que tiene memoria en una fingida democracia, basta vivir bajo el peso de un entorno que lo destruye sistemáticamente todo, para darse cuenta de que esa mirada distinta de la que habla Herta Müller la compartimos quienes hemos crecido en una nación donde no se conoce la dignidad, y la mentira es la única lealtad que posee el lenguaje. “Los profesionales de la literatura se suman a ese malentendido, pues consideran que la mirada distinta es una peculiaridad del arte, una suerte de herramienta que diferencia a los que escriben de los que no. En realidad los autores estilizan su trabajo para convertirlo en un estado de excepción de la existencia. Les gusta que se contemple su supuesta condición especial como quien contempla una hojita de oro. Pero la mirada distinta es inherente a nuestra biografía. Mi madre aprendió a amar y odiar las patatas, que nunca eran suficientes. Sobrevivió y quedó atada, en eterna complicidad, a las patatas. Nadie tiene una mirada como la suya al comer patatas, esa forma de respirar que, por más que rebusquemos en el lenguaje, no hay ninguna palabra que medie entre el empacho y la gula”, dice Müller.
Las anécdotas de las que Müller habla no me son nada ajenas. Las vacas presidenciales, el paisaje maquillado para disimular la catástrofe física y moral, la muerte como abstracción, las omisiones y esa hojarasca en que se convierte el discurso vacío, los chistes y la diatriba fácil para menguar la perplejidad, me hablan de un contexto en el que es evidente que no sólo las dictaduras de derechas o izquierdas, religiosas o ateas, ponen la lengua a su servicio. Los ensayos de Müller me han recordado estos días que cuando en la vida todo falla, también se nos desmoronan las palabras, y los pensamientos comienzan a cubrirse de tierra.
* Fotografía: Herta Müller, Premio Nobel de Literatura 2009 / REUTERS
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