La comida del futuro

Mar 28 • destacamos, Ficciones, principales • 2624 Views • No hay comentarios en La comida del futuro

 

POR ANATOLE FRANCE

 

 

 

Encontramos en el comedor una mesa puesta para tres, y allí el señor d’Astarac nos hizo tomar asiento.

 

Critón, que oficiaba de maestresala, sirvió unas gelatinas de carne, unas salsas y unos purés pasados doce veces por el tamiz. No vimos llegado el asado. Y aunque estábamos muy atentos, mi buen amo y yo, para no mostrar nuestra sorpresa, el señor d’Astrac la adivinó y nos dijo:

 

-Señores, esto no es más que una prueba y si les parece poco feliz, no me empeñaré en continuarla. Haré que les sirvan los platos más comunes, y no desdeñaré yo mismo ninguno. Si las variedades que les ofreceré hoy están mal preparadas, será menos una falta de mi cocinero que de la química, que todavía está en su infancia. Sin embargo, podré darles alguna idea de lo que vendrá en el futuro. Ahora, en el presente, los hombres comen sin filosofía. No se alimentan como seres de razón. No meditan sobre el tema. ¿Pero en qué piensan entonces? Casi todos viven en la estupidez, y aquellos que son capaces de reflexionar, ocupan su espíritu con bobadas, tales como las controversias o la poética. Consideren, señores a los hombres y sus comidas desde los tiempos remotos, cuando cesaron todo comercio con los silfos y las salamandras. Abandonados por estos genios del aire, se hundieron en la ignorancia y en la barbarie. Sin ordenamiento y sin arte vivían desnudos y miserables en las cavernas, al borde de los ríos, o entre los árboles del bosque. La caza era su única industria.

 

“Cuando sorprendían o ganaban en velocidad a un animal tímido, devoraban la presa todavía palpitante.

 

“También comían la carne de sus compañeros y parientes inválidos y las primeras sepulturas de humanos fueron tumbas vivas, entrañas hambrientas y sordas. Pasados varios siglos salvajes, apareció un hombre divino a quien los griegos dieron el nombre de Prometeo. No hay duda de que este sabio tuvo algún comercio, en los refugios de las ninfas, con el pueblo de las salamandras. Aprendió de ellas y enseño a los desventurados el arte de producir y de conservar el fuego. Entre las ventajas innumerables que los hombres sacaron de este regalo celeste, una de las más felices fue la de poder cocinar los alimentos y, a través de este tratamiento, hacerlos más livianos y más sutiles. Es en gran parte por el efecto de una alimentación sometida a la acción de la llama que los humanos fueron haciéndose, lentamente y en grados sucesivo, inteligentes, industriosos, meditativos, aptos para cultivar las artes y las ciencias. Pero ese no fue más que un primer paso, y da pena pensar que tantos millones de años han transcurrido sin que se diera un segundo paso. Desde los tiempos en que nuestros ancestros cocían los cuartos de un oso sobre el fuego de malezas, al reparo de una roca, no hemos hecho ningún progreso verdadero en cuestiones de cocina. Pues seguramente no harán caso ustedes, señores, al los inventos de Lúculo y a esa tarta espesa a la que Vitelio puso el nombre de escudo de Minerva, ni tampoco cuentan nuestros asados, nuestros patés, nuestros adobos, nuestras carnes rellenas y todos esos guisos que todavía sufren la influencia de la antigua barbarie.

 

“En Fontainebleau la mesa del rey, sobre la que se coloca un ciervo entero en su pelaje, con su cornamenta, ofrece a la vista del filósofo un espectáculo tan grosero como el de los trogloditas arrodillados entre las cenizas, royendo huesos de caballo. La brillantes pinturas de la sala, los guardias, los oficiales ricamente vestidos, los músicos tocando en las tribunas arias de Lambert y Lully, los manteles de seda, la vajilla de plata, los copones de oro, las copas de Venecia, las antorchas, los centros de mesa tallados y cargados de flores, no logran engañarnos ni dar algún encanto que disimule la verdadera naturaleza de ese osario inmundo, donde los hombres y las mujeres se reúnen ante los cadáveres de los animales, huesos rotos y carnes desgarradas, para alimentarse con ellos ávidamente. Ciertamente, una alimentación poco filosófica. Deglutimos con una glotonería estúpida los músculos, la grasa, las entrañas de las bestias, sin distinguir en las sustancias las partes que son adecuadas para nuestra nutrición y aquellas otras, mucho más abundantes, que habría que rechaza; y mandamos a nuestra panza, indistintamente, lo bueno y lo malo, lo útil y lo dañino. Sin embargo, es aquí donde deberíamos hacer una separación y si en toda la facultad de medicina hubiera uno solo que fuera químico y a la vez filósofo, ya no estaríamos obligados a sentarnos ante estos festines asquerosos.

 

“Nos prepararía, señores, carnes destiladas que no contuvieran más que lo que está en simpatía y afinidad con nuestro cuerpo. No tomaríamos más que la quintaesencia de la vaca y del cerdo, no más que el elixir de las perdices y los pollos, y todo lo que fuera tragado podría ser digerido. Es por eso, señores, que no pierdo la esperanza de conseguir, un día, meditar sobre la química y la medicina un poco más de lo que he tenido tiempo libre para hacerlo hasta ahora”.

 

Al escuchar estas palabras de nuestro anfitrión, el señor Jérome Coignard, alzando los ojos del potaje negro que cubría su plato, miró al señor d’Astrac con inquietud.

 

-Este será-siguió diciendo- un progreso muy insuficiente. Un hombre honesto no puede comer sin asco de carne de la animales y la gente no puede creerse civilizada mientras haya en sus ciudades mataderos y carnicerías. Pero algún día sabremos cómo librarnos de estas industrias bárbaras. Cuando conozcamos exactamente cuáles son las sustancias alimenticias contenidas en el cuerpo de los animales, será posible extraerlas de los cuerpos que no tienen vida y que las proporcionarán en abundancia. Estos cuerpos contienen, en efecto, todo aquello que encuentran en los seres animados, ya que el animal se ha formado del vegetal, que a su vez ha extraído su sustancia de la materia inherte.

 

“Nos alimentaremos entonces de extractos de metales y minerales tratados como corresponde por los físicos. No duden de que el gusto será exquisito y la absorción saludable. La cocina se hará en retortas y alambiques, y tendremos alquimistas en lugar de cocineros. ¿No sienten prisa por ver esas maravillas, señores? Se los prometo para un tiempo no lejano. Pero todavía no reconocen ustedes los efectos excelentes que producirán”.

 

-En verdad, señor, no reconozco nada- me dijo mi buen amo echando un trago de vino.

 

-En ese caso- dijo el señor d’Astarac-, tenga a bien escucharme un momento. Al no sentirse ya pesados por las digestiones lentas, los hombres serán magníficamente ágiles; tendrán una vista muy penetrante, y verán los barcos deslizándose sobre los mares de la luna. Su entendimiento será más claro, sus costumbres se suavizarán. Avanzarán mucho en el conocimiento de Dios y la naturaleza.

 

“Pero hay que considerar todos los cambios, que no dejaran de producirse. La estructura misma del cuerpo humano será modificada. Es un hecho reconocido que, si no se ejercitan, los órganos del cuerpo se reducen y acaban por desaparecer. Se ha observado que los peces privados de luz se vuelven ciegos; y yo he visto, en el Valais, pastores que alimentándose únicamente de leche cuajada, llegado el momento perdía los dientes; algunos de ellos nunca los tuvieron. En estas cosas hay que admirar la naturaleza, que no soporta nada que sea inútil. Cuando los hombres se nutran del bálsamo del que he hablado, sus intestinos se acortarán bastante y el volumen del vientre quedará considerablemente reducido”.

 

-En este punto- dijo mi buen amo- está yendo usted demasiado rápido, señor, y corre peligro de hacer un mal negocio. Nunca me disgustó que las mujeres tuvieran un poco de panza, siempre que el resto del cuerpo fuera proporcionado. Es una belleza que me resulta llamativa. No la recorte desconsideradamente.

 

-Si es por eso, ¡no se preocupe! Haremos que la cintura y las caderas de la mujer se formen según el canon de las esculturas griegas. Será para complacerlo a usted, señor abate, y además teniendo en cuenta los trabajos de la maternidad; aunque, a decir verdad, tenía el propósito de operar también allí diversos cambios de los que les hablaré algún día. Y para volver a nuestro tema, debo confesarles que todo eso que les había anunciado hasta el momento no es más que una aproximación a la verdadera nutrición, que será aquella de los silfos y de todos los espíritus en el aire.

 

“Estos espíritus beben luz, que alcanza para comunicar a sus cuerpos una fuerza y una soltura maravillosas. Es su única poción. Y será algún día la nuestra, señores. Se trata solamente de hacer potables los rayos del sol. Les confieso que no tengo claridad suficiente sobre los medios de conseguirlo y preveo varios problemas y grandes obstáculos por ese camino. No obstante, si algún sabio alcanza esta meta, los hombres igualarán en inteligencia y belleza a los silfos y a las salamandras”.

 

Mi buen amo escuchaba estas palabras ensimismado, la cabeza tristemente inclinada. Parecía meditar sobre los cambios que, algún día, traería a su persona el alimento imaginado por nuestro anfitrión.

 

-Señor- dijo finalmente-, ¿no hablaba usted ayer, en el asador, de cierto elixir que nos dispensaba de todo otro alimento?

 

-Es cierto- dijo el señor d’Astarac-, pero ese licor sólo es bueno para los filósofos; así que podrá usted imaginarse cuán restringido estará su uso. Será mejor no seguir hablando del tema.

 

Sin embargo, una duda me atormentaba; pedí a mi anfitrión permiso para exponérsela, seguro de que la aclararía de inmediato. Me dio permiso y le dije:

 

-Señor, estas salamandras, que usted describe como tan bellas, que imagino, por lo que usted informaba, tan encantadoras, ¿no habrán estropeado sus dientes por beber luz, como los campesinos del Valais que perdían los suyos por comer sólo productos lácteos? Le confieso que eso me inquieta.

 

-Hijo mío – respondió el señor d’Asarac- su curiosidad me complace y quisiera satisfacerla. Las salamandras, en rigor, no tienen dientes. Pero sus encías adornadas con dos filas de perlas, muy blancas y muy brillantes, que dan a su sonrisa una gracia inconcebible. Sepa además que las perlas están hechas de luz solidificada.

 

Le dije al señor d’Astarac que me quedaba contento con su repuesta, el continuó diciendo:

 

Los dientes del hombre son un siglo de su ferocidad. Cuando nos alimentamos como se debe, estos dientes darán paso a algún ornamento semejante a las perlas de las salamandras. Y entonces ya nadie podrá concebir que un amante haya podido ver sin horror y sin asco esos dientes de perro en la boca de su amada.

 

 

Las opiniones de Jérome Coignard (1983)

Antanole France (1844-1924). Escritor francés de pluma satírica y un humanismo teñido de escepticismo. Amigo de Jean Jaurès, defendió el socialismo y luego se afilió al partido comunista. En 1921 ganó el premio Nobel. Publicó una veintena de libros de relatos y novelas, así como crítica social y literaria, piezas de teatro y Una vida de Juana de Arco. Ejerció gran influencia en la cultura de su tiempo.

 

 

*La antología Escritos sobre la mesa celebra la presencia de la comida en la literatura. En breve estará en circulación en nuestro país bajo el sello Adriana Hidalgo / Foto: Especial

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