Por los caminos del sur

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A la orilla de la carretera, historias de la violencia en Guerrero, recibió el Premio Nacional de Crónica Literaria Carlos Montemayor 2018

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POR EDUARDO ANTONIO PARRA
Cuando Vicente Alfonso llegó en 2016 a vivir a la que las encuestas consideraban “la peor ciudad para vivir en México”, Chilpancingo, el llamado de su vocación periodística lo urgió plasmar en crónicas las experiencias que le depararía el entorno. La razón de su traslado a la capital guerrerense obedecía a cuestiones de trabajo de su esposa, por lo que su única tarea sería la de escribir. Sacó papel y pluma y comenzó a observar, a oír, a meditar, a recordar lecturas, a tomar notas. Pero, ¿por dónde empezar? ¿Por la violencia? ¿Por la corrupción imperante? ¿Por la falta de servicios? ¿Por la convulsa historia del estado, escenario de la “guerra sucia” en los setenta? ¿Por la capacidad de resistencia de la población?

 

Tras un inicio en el que enfoca su atención en el paisaje urbano, con calles donde abundan las bolsas de plástico negras rebosantes de basura, pero que lo mismo podrían contener restos humanos, ya establecido el contexto, el autor reflexiona sobre cómo ordenar su material, sus apuntes. Concluye que es imposible escribir la actualidad guerrerense sin recurrir a su pasado, y que sería muy difícil internarse en los meandros de la entidad sin los oficios de un guía. Elige como Virgilio a Carlos Montemayor y su novela Guerra en el Paraíso, y comienza a dar forma a A la orilla de la carretera (Crónicas desde Chilpancingo), publicado por la Universidad Autónoma de Nuevo León, una suerte de work in progress, volumen que se construye ante los ojos del lector, en el que Alfonso narra, piensa sobre lo narrado, muestra dudas, las resuelve, escucha y sigue consejos, lee y relee libros que le recomiendan, los glosa y vuelve una y otra vez sobre los asuntos que quiere dejar consignados.

 

Una de las cosas que sorprenden en el libro es la humildad del autor, su honestidad. Aquí no hay espacio para el tono autosuficiente al que nos tienen acostumbrados algunos escritores y cronistas. Alfonso reconoce limitaciones, la ignorancia sobre ciertos hechos y textos, y cuando lo hace, páginas adelante advertimos que ya las superó poniéndose al día, lo que le otorga a su escritura un tono confesional, y envuelve la lectura en una atmósfera íntima, de charla cercana, suavizando un poco la dureza de las situaciones narradas: desapariciones de estudiantes en la universidad, las listas de la muerte (donde se anotan los nombres de quienes serán ejecutados y se distribuyen por la ciudad), la aparición de cuerpos calcinados a orillas de los caminos, los retenes de todo tipo que atemorizan a los conductores y las ejecuciones indiscriminadas, como la del hombre que fue baleado por sicarios en moto justo a la salida del kínder al que asistía la hija del autor, quien fue testigo ocular mientras esperaba que las maestras le entregaran a la niña:

 

 

Algunos lloran, otros —entre ellos mi hija— no se han dado cuenta de lo sucedido. Por instinto abrazo a mi pequeña y le doy su muñeco favorito, un zorro de peluche al que llamamos Montaña. La mamá de otra alumna, compañera de mi hija, llora en la puerta sacudida por una crisis nerviosa. Aunque alterada, la directora de la escuela da órdenes firmes. Afuera un caos de autos ahoga la circulación, pues los coches deben sortear el cuerpo tirado en la avenida.

 

 

Como si se tratara de un corresponsal de guerra, el cronista es rozado por la violencia que narra. Su hija también. ¿Cómo escribir entonces? ¿Cómo superarlo?

 

 

Dos días después, a media madrugada, despierto acosado por una ansiedad profunda, irracional. Un malestar físico. Reviento contra el piso una de las sillas del comedor y rompo a llorar sin tener claro por qué. Acaso por la conclusión tardía de que una bala perdida pudo haberle tocado a mi hija, a mí o a cualquiera entre quienes esperábamos afuera del plantel. O por el estrés postraumático, como hoy se llama a la respuesta que sobreviene luego de una experiencia en donde estuvo en riesgo la vida. En todo caso también por la certeza de que tras cada ejecución que engrosa la estadística hay un drama que sacude a familias completas.

 

 

En la última frase de la cita tal vez se halle la clave que sirvió como directriz de este volumen: el drama que sacude familias completas. Actual y pretérito. Luego de una reunión con Juan Villoro, quien le aconsejó seguir los pasos de Carlos Montemayor cuando escribió Guerra en el Paraíso, Alfonso decide ampliar su enfoque para abarcar los orígenes de la violencia que azota a los guerrerenses. Y, tras las huellas del maestro, se interna en los oscuros recovecos de la “guerra sucia” de los setenta. Identifica a los actores, recorre los espacios de la sierra de Atoyac, visita pueblos y rancherías, señala a los responsables de las masacres de ese tiempo —altos mandos del ejército—, ubica familiares de desaparecidos y de las víctimas de los “vuelos de la muerte”, lleva a cabo entrevistas con escritores, activistas, políticos.

 

Mientras el cronista narra las desapariciones y ejecuciones actuales y ofrece datos duros, A la orilla de la carretera adquiere profundidad histórica e indignación política al mostrarnos cómo esta práctica habitual de los grupos criminales de hoy no es más que una burda imitación de lo que antaño hacía una institución supuestamente encargada de brindar protección y seguridad a la gente.
Vicente Alfonso plasma la experiencia de quienes buscan a las víctimas —los cadáveres—, y lo que es peor: sus hallazgos. Recorre pueblos abandonados e indaga los motivos de los diferentes éxodos. Denuncia las ejecuciones de periodistas y cuenta su historia. Reporta las balaceras nocturnas que escucha desde su casa y nos trasmite la inquietud que vivió a causa de ellas. Urga en la violencia de género en Guerrero y expone datos y casos alarmantes. Investiga el origen de la formación de grupos de autodefensa y de policías comunitarias, su evolución y sus consecuencias.

 

Entra a los penales y habla con los presos, que le cuentan sus experiencias. Sube a las montañas y habla con los sembradores de amapola. Explica los orígenes del narcotráfico en el estado. Ayuda a los afectados por el temblor del 19 de septiembre del 17 en Jojutla y cuenta los hechos que atestiguó. Y, mientras, acomoda sus pasos a los de Carlos Montemayor cuando escribió su novela sobre la guerrilla de Lucio Cabañas para intentar ubicar a la principal fuente del maestro, que tuvo que haber sido un militar de alta graduación para proporcionarle los datos con los que construyó el libro.

 

Conforme transcurren las páginas, A la orilla de la carretera se transforma de volumen de crónicas actuales, en un libro con perspectiva histórica sobre la violencia. También en un relato detectivesco que busca la principal fuete de Montemayor, en una historia de autoficción que desnuda las tribulaciones del autor, y en un ensayo sobre la obra de autores que han escrito sobre, o bajo el influjo de Guerrero —Garibay, Laura Castellanos, Sergio González Rodríguez, el Pino, Patricia Highsmith, hasta García Márquez—. Un relato que, poco a poco, se arma ante nuestra mirada y nos hace partícipes de su escritura.

 

FOTO: Vicente Alfonso. A la orilla de la carretera. (Crónicas desde Chilpancingo). Premio Bellas Artes de Crónica Literaria Carlos Montemayor. Universidad Autónoma de Nuevo León. 2021. 198 pp.

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