Adiós a José Luis Cuevas

Jul 22 • Conexiones, destacamos, principales • 3301 Views • No hay comentarios en Adiós a José Luis Cuevas

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En esta entrega de sus memorias, el editor comparte testimonios de primera mano sobre la muerte del enfant terrible de la pintura mexicana y episodios de su franca amistad a lo largo de medio siglo

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POR HUBERTO BATIS

A inicios de este mes de julio, por neumonía, estuve internado en la clínica Médica Sur. Permanecí más de una semana. A los pocos días empezaron a circular algunos rumores entre enfermeras y médicos de que ahí habían internado al pintor José Luis Cuevas por un cáncer muy extendido en los órganos internos. Después mi médico Adrián Valdespino me dio la noticia de que había muerto dormidito luego de tres días de agonía.

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Sin duda, tuvo la mejor de las muertes, sedado, muy tranquilo.

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En ese momento me hice a la idea de que yo podía morir. Pero con ese temor fue mayor mi deseo por recuperarme de la infección pulmonar que me había llevado al hospital./

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En los periódicos se informó que sus tres hijas, Ximena, Mariana y María José, no pudieron ni siquiera verlo en el hospital porque la segunda esposa, Carmen Beatriz Bazán, no se los permitió. Ellas pudieron acercarse a la urna con las cenizas de José Luis hasta que se le hizo el homenaje en el Palacio de Bellas Artes.

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A mí me tocó conocerlo desde muy joven. El fragmento de la crónica que hizo Carlos Monsiváis sobre el mural efímero que realizó Cuevas en 1967 en la Zona Rosa -y que retoma Antonio Espinoza en su artículo publicado hace unos días en Confabulario- me hace recordar que asistí a ese evento. Yo tenía 35 años y trabajaba en la revista La Capital, de Alfredo Kawage Ramia. Vimos cómo pintó con gran maestría.

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Después lo fui tratando más y me divertía que José Luis fuera un gran mitómano. Decía que tenía una mujer cada día, algo absolutamente inverosímil. Pero su mitomanía no impedía que fuera una persona muy gentil y amable en el sentido más profundo. Siempre que me lo encontraba era muy caluroso. También conocí a su primera esposa, Bertha Riestra, quien tenía un carácter muy alegre.

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Algo asombroso es que haya logrado que se le abriera un museo con su nombre. Ningún pintor lo ha conseguido en vida, a excepción de Rufino Tamayo y Manuel Felguérez. Octavio Paz acabó refiriéndose a Cuevas, junto con Lilia Carrillo, Felguérez, Alberto Gironella, Fernando García Ponce, Vicente Rojo, entre otros, como la Generación de la Ruptura.

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Debo decir que a los primeros que escuché hablar de él con mucho respeto fueron Carlos Valdés y Juan García Ponce. Éste me contó que en una ocasión Robert Kennedy invitó a comer en Nueva York a un grupo de escritores y pintores mexicanos, entre los que estaban Juan y José Luis. Pero a la hora de la comida, Cuevas los desairó. Prefirió irse con José Gómez Sicre, el crítico de arte al que tanto le debía. Gómez Sicre y Marta Traba fueron quienes lo dieron a conocer en América Latina y en todo el mundo.

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No soy crítico de artes plásticas, aunque en algún momento me inicié en este ejercicio. Justino Fernández veía mis comentarios al trabajo de los pintores y me reprobaba tajantemente, al punto que dejé de ocuparme de las artes plásticas.

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Poseo una pequeña colección de dibujos sueltos de José Luis Cuevas. Él se los dio a Fernando Benítez para ilustrar un número del suplemento sábado del unomásuno. Cuando los usó para la edición, Benítez se quedó con los dibujos en la mano sin saber qué hacer con ellos; entonces Henrique González Casanova le dijo: “Dáselos a Huberto”. Y Benítez me los dio. Son un tesoro. También tengo cartas de él dirigidas a mí que he enmarcado. Cuevas acostumbraba acompañar sus cartas con un dibujo. Benítez lo apreció mucho. Desde el principio le había publicado algunos de sus textos más polémicos, como aquel de “la cortina de nopal”. La discusión entre Cuevas y Siqueiros se me hizo un teatrito. Fueron amigos.

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Su esposa Bertha me invitó varias veces a comer. Siempre tenían invitados. José Luis se sentaba en la mesa para acompañarnos, pero nunca comía con nosotros. Él lo hacía antes. Fernando Benítez me invitó con cierta frecuencia a ir con mis hijas Gabriela y Ana a nadar en la alberca que José Luis tenía en su casa de Cuernavaca, que le habían vendido Mathias Goeritz y la Chacha Ida Rodríguez Prampolini. Ahí nos recibían José Luis y Bertha, pero nunca lo vi nadando. Se sentaba muy sonriente a un lado de la alberca.

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Cuando murió Bertha, el dolor de Cuevas y de sus tres hijas fue inmenso. Sin embargo, el matrimonio de Cuevas con Carmen Beatriz Bazán, su segunda esposa, marcó una distancia. No permitió que sus hijas lo fueran a ver, ni siquiera cuando ya estuvo muy enfermo. No contó con que en el homenaje en el Palacio de Bellas Artes, los asistentes gritarían en voz alta: “¡No están solas!”, en apoyo a las hijas de Bertha y José Luis. ¿Cómo puede haber una persona que aparte a un padre de sus hijas? El mismo Cuevas avaló públicamente el aislamiento en que ella lo mantenía.

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Cuando me enteré de su muerte, me vinieron recuerdos de su franca sonrisa, de su muñequera. Nunca lo vi molesto o disgustado.

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Eso me llenó de una enorme tristeza.

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FOTO: El artista mexicano a finales de los años cincuenta posa junto a algunas reliquias./Archivo EL UNIVERSAL

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