Las imágenes cuentan

May 8 • destacamos, principales, Reflexiones • 2783 Views • No hay comentarios en Las imágenes cuentan

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Durante décadas, la memoria gráfica de los lectores se ha nutrido de las ilustraciones de los libros escolares, un acervo que debe conservarse como testimonio invaluable. Este texto forma parte del libro inédito Las imágenes cuentan, un valioso recorrido por la historia de la ilustración en México

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POR ADRIANA MALVIDO
De Copenhague son impresionantes su belleza, el nivel de vida de la gente, los canales, su Opera House y la arquitectura de su nueva biblioteca, en cuyos ventanales se refleja el mar y aquello da la sensación de que el océano está dentro y de que los libros nadan entre las aguas del Báltico. Pero, sin duda, lo más asombroso es la veneración de Dinamarca por Hans Christian Andersen. De los monumentos, quizá el que más se fotografía es la bella estatua del escritor; de los puntos de interés, el más entrañable para los ciudadanos es la escultura de La sirenita sobre una roca en el mar; en un recorrido por los canales, el guía danés señalará, con todo el orgullo posible, la casa donde vivió este creador de cuentos para niños. Más que ningún otro personaje histórico, más que los reyes y las reinas, es este artista el símbolo más querido por la gente.

 

Andersen no ganó grandes batallas, ni construyó palacios o gobernó a su pueblo. Hizo algo más perdurable: escribió cuentos infantiles que ensancharon las avenidas de la imaginación, la poblaron de jardines y de personajes y de escenarios de la naturaleza que forman parte del imaginario colectivo danés y del mundo entero. Pulgarcita, El traje nuevo del emperador, El valiente soldadito de plomo, Los cisnes salvajes, El patito feo, El ruiseñor o La reina de las nieves, viven en esa parte de nuestra memoria donde se guarda la poesía, aquello que nos ha hecho más felices o más tristes, más humanos y también más universales.

 

Un país que le da ese lugar a un escritor para niños, es un país que sabe elegir aquello que merece guardarse en la memoria.

 

Las imágenes cuentan es, en ese sentido, un gran llamado de atención: a la historia del arte en México le falta el registro de un capítulo fundamental, el de los ilustradores de libros para niños.
La imagen, como dice Javier Covarrubias, es la expresión externa de nuestra memoria. Desde las etapas más remotas, en las pinturas rupestres, en los códices, estelas, esculturas o pinturas prehispánicas, la tarea de representar al mundo en imágenes, de darle forma a la cosmovisión o un retrato a los dioses, es una tradición que heredamos de nuestros antepasados. En síntesis, consiste en plasmar en imágenes, aquello que nos importa. Los retablos y óleos religiosos creados por los pintores durante la Colonia son hoy tan importantes como las que nos legaron los tlacuilos. Toda nuestra historia es recordada en imágenes, en estampas. Como escribió Susan Sontag: “nuestro museo de la memoria es sobre todo visual”. Desde la pintura mural hasta la caricatura y la historieta, así como la gráfica y la fotografía después, son parte de ese patrimonio visual no sólo externo sino interno. Es decir, básicamente recordamos en imágenes. Pero también soñamos en imágenes.

 

Por eso es tan valiosa la preservación de nuestro patrimonio visual, la representación real o ficticia de nuestra realidad, porque nos dice quienes somos y quienes hemos sido, pero también lo que anhelamos y lo que tememos, lo que soñamos y lo que nos inquieta; tan reales son los hechos y las fechas “históricos” como las fantasías y los mundos imaginarios de los que estamos hechos y nos alimentamos.

 

Nuestros museos, bibliotecas y archivos son la casa de esa memoria donde habitan las imágenes cuando dialogan con las letras. Un documento pictográfico precolombino contiene secretos que se nos revelan en la forma y el color. Grandes acervos como el del Taller de la Gráfica Popular, el la de la Gráfica del 68, el que reunió Carlos Monsiváis para El Estanquillo o la del coleccionista Ricardo Pérez Escamilla, albergan ilustraciones que al reunirse, estudiarse, catalogarse y exhibirse, dan estructura a la memoria para que puedan verse y leerse en un contexto, para que el espectador pueda, ya no sólo admirarlas, sino interpretarlas.

 

Por eso es tan importante el trabajo de investigación detrás de Las imágenes cuentan. O la labor de una institución como el Consejo Nacional de Fomento Educativo (CONAFE), que supo guardar las ilustraciones de autores que han colaborado en sus proyectos y el que algunos de los artistas conserven y ordenen sus propios archivos, porque hace posible que podamos valorar este conjunto de obras que reflejan el nivel que ha alcanzado el arte de la ilustración para niños en México.

 

Ver reunidas estas obras nos permite hacer múltiples lecturas sobre la diversidad de influencias, técnicas, estilos, y tendencias que, a lo largo de tres décadas, han desarrollado los ilustradores mexicanos y que hoy son reconocidos y premiados en todo el mundo.

 

Este conjunto está atravesado por la historia del arte mexicano. Desde la Escuela Mexicana de Pintura y la gráfica popular, hasta la generación de la Ruptura que abrió los ojos a expresiones de vanguardia en otros países, los caminos del diseño, de la caricatura, de la historieta, de la abstracción, el collage, el realismo mágico y el surrealismo, el expresionismo, la poética visual y el hiperrealismo; la experimentación de texturas, el lápiz, el carbón, el grabado, la acuarela, el óleo o la tinta y los nuevos lenguajes digitales, forman parte de este universo.

 

La historia de las ilustraciones pone en jaque la idea, que prevalece por ignorancia, de que los libros para niños “son cuentos con dibujitos”. Demuestra que los niños son los más exigentes de todos los públicos. Y que un buen libro para niños es bueno para todos. Pero también, que un niño que se habitúa a la belleza en los libros, la buscará en todas las expresiones artísticas y de la vida, es decir, que una buena ilustración contribuye a la educación visual, tan necesaria como la alfabetización, puesto que el mundo, cada vez más, está poblado por millones de imágenes que circulan y nos acompañan en nuestra vida cotidiana y sobre todo en la de los más jóvenes. Una niña que se acerca al arte de calidad, exigirá mejores contenidos en el cine, la televisión o el videojuego, sabrá demandar también un mejor paisaje urbano, una educación a la altura de sus capacidades, un mejor mundo para mirar y más herramientas para transformarlo.

 

Gracias a las ilustraciones, un niño de hoy sabe cómo eran los dinosaurios, los animales, las plantas y las familias en la prehistoria. Gracias a las ilustraciones, un niño de ciudad puede conocer el desierto, la selva, la vida rural o lacustre, la montaña y toda la flora y la fauna que habita estos entornos. Un niño de campo viaja, con las ilustraciones, a espacios urbanos que quizá no conoce. Un niño mexicano sabrá cómo eran las guerras en la Edad Media, cómo vestían sus guerreros, cómo era Macedonia…, sabrá descubrir la diversidad cultural y los distintos modos de vida posibles en la Tierra. Este acervo, pues, integra nuestros códices contemporáneos y debemos preservarlo y difundirlo como hacemos con otros documentos y testimonios invaluables.

 

Las ilustraciones también son casa del otro mundo posible: donde hay lugar para la magia, para los mitos, para seres de fantasía que a lo largo de la historia de la humanidad nos han acompañado para responder a lo que no podemos explicarnos y para ensanchar nuestra limitada realidad. El lápiz, el pincel o el mouse del autor son la varita mágica que lo hace creíble.

 

Un buen ilustrador hará creíble a un pez que fuma, a un cocodrilo que habla, a una rana con pretensiones de reina, a un caracol con antenas de tulipán, a un conejo que toca la guitarra, a un dragón que hace bombas de chicle, a un venado que lee, a una tehuana voladora, a un cangrejo que se peina, a un minotauro, a una sirena… Su obra no sólo ilustra, sino que acompaña y enriquece, le da otra dimensión al texto, le da forma y color a los sentimientos, crea las atmósferas, pone el escenario en el que danzan las palabras y lloran o ríen las frases. El ilustrador es un artista que convierte a su trabajo en un espacio de complicidad con los niños donde es posible jugar a que un sol es morado o a que un árbol es azul. Porque sólo los artistas y los niños saben ponerle otro color al mundo y darle a la imaginación derecho a la existencia.

 

Gabriel Pacheco lo dice así: “Toda imagen se mece silenciosamente frente al texto, no lo interrumpe, sino lo alarga, transformándolo en un bosque”. El ilustrador es, agrega, como el traductor literario “(…) una voz callada que hay debajo de la letra”.

 

En Las imágenes cuentan, las ilustraciones se escapan de las historias que les dieron origen y cobran autonomía para ejercer todos sus derechos y valer por sí mismas.

 

Así como guardamos y alimentamos un álbum de familia, hay en nuestras vidas personajes tan entrañables y atesorables como la caperucita, el lobo, el gato con botas, la bruja, un hada, el cerdito, un pirata, un gigante o un ogro, el dragón o el nagual… es nuestro patrimonio fantástico y hay que conservarlo para que pueda ser exhibido, estudiado y preservado. El acervo de ilustraciones y libros para niños es tan importante como una hemeroteca. En ésta se custodia el registro de los hechos externos y “reales”, el otro guarda la memoria del mundo interior, el de la imaginación y el de los sueños, es decir, el que nos hace seres humanos.

 

Gianni Rodari lo explica mejor cuando dice que no hay oposición entre fantasía y realidad, más bien se alimentan. “Ni los sentimientos ni los sueños pueden tocarse, pero no por ello son inexistentes”.

 

Las imágenes cuentan rebela en los ilustradores invitados la tarea de artistas del nivel de Rufino Tamayo, de José Clemente Orozco, de Juan Soriano, Vicente Rojo o Leonora Carrington. Los caricaturistas, descendientes de Posada, que suelen ser excelentes ilustradores para niños, porque no hay corrección política que los detenga, ni pedagogía que lo aliente, encuentran en los libros infantiles un terreno fecundo y fértil. Pintores que han iluminado las artes plásticas, abordan nuevos lenguajes para un público que los reta y desafía. Artistas que exploran y dominan las nuevas herramientas digitales dialogan al tú por tú con maestros del óleo o el acrílico, la tinta o el grabado.

 

Vivimos la era de la circulación de imágenes. En los dispositivos móviles, Internet, las redes sociales, el zapping, el videoclip o el videojuego, lo que prevalece es el movimiento y la velocidad vertiginosa con la que vemos pasar una fotografía o una imagen en movimiento que resultan prácticamente inasibles. Nos adaptamos para consumir millones de imágenes al día, pero perdemos la capacidad de retener nuevos significados profundos. Y hay cosas que nuestra memoria pide que permanezcan, porque nos dan brújula, identidad, sentido de pertenencia y significado histórico.

 

Reconocer los libros para niños y las imágenes que de ellos han brotado, como patrimonio cultural, es un primer paso. Identificarlos como una necesidad social y no como un entretenimiento pasajero, nos enriquecerá. Al defenderlos como un género de las artes visuales que merece documentarse en la historia del arte, conservarse y difundirse, les damos casa, alimentación y abrigo. Y, al mismo tiempo, reivindicamos el derecho humano a la contemplación, al silencio y al ejercicio de la memoria.

 

Decía Diego Rivera que “el arte es un asunto de salud pública”, que lo mismo concierne al fenómeno de la nutrición que al de la imaginación. Fundamentaba: “La obra de arte es un agente capaz de producir determinados fenómenos fisiológicos perfectamente precisos, o sea, secreciones glandulares que proporcionan al organismo humano elementos tan necesarios para la vida humana como los alimentos”. Para el organismo social, añadía el pintor, “el arte desempeña el papel de la circulación nerviosa, un papel semejante al de la sangre”.

 

En ese sentido, la conservación y difusión de este patrimonio cultural, pone en circulación aquello que resguardan las habitaciones inéditas de nuestra memoria colectiva en un México de gran tradición en las artes visuales.

 

Quizá no sean necesarias estatuas de bronce como la de Andersen en Dinamarca. Pero sí políticas culturales que favorezcan: la valoración de este patrimonio, la investigación, la conservación y la generación de espacios públicos, bibliotecas, archivos y redes, entornos físicos o virtuales, que den acceso social a esta riqueza. El uso de las nuevas herramientas digitales, que tantas posibilidades ofrecen para la preservación y difusión de las ilustraciones, requiere de un compromiso colectivo por parte de los autores, los editores, los usuarios y los custodios del patrimonio, para llegar a nuevos acuerdos donde los derechos de autor puedan ejercerse de la mano a la libre circulación de los contenidos.

 

Se requiere voluntad. Y mucha imaginación. Lo que está en juego es la posibilidad de desvelar nuevos espejos en donde mirarnos. Y de reconocernos, en el ámbito de la ilustración para niños, como creadores con alas capaces de altos vuelos.

 

FOTO: La cineasta e ilustradora francesa Odile Herrenschmidt participó en proyectos de literatura infantil en México entre las décadas de 1970 y 1980./ Especial

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