Los juegos de sombras de Agustín Monsreal

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POR EDUARDO ANTONIO PARRA

Releer, luego de décadas de haberlo hecho por vez primera, un volumen como Los ángeles enfermos, de Agustín Monsreal, representa un reto para la memoria del lector y una puesta al día de los caminos que su imaginación ha recorrido. El reto consiste en que al transitar de nuevo las páginas, uno no sólo recuerda las características de cada historia que lee, sino también intenta recuperar los efectos que esta tuvo en su interior cuando se topó con ella en esa primera ocasión, las sorpresas poéticas encontradas en la prosa, las empatías con los personajes, las identificaciones o rechazos, el asombro de los finales. Aunque el libro cumple este 2019 cuarenta años de su publicación inicial, quien esto escribe lo debe haber leído unos quince años más tarde, es decir, hará alrededor de un cuarto de siglo, y uno de los aspectos que se le quedaron en el recuerdo es ese aire de misterio que envuelve de principio a fin la mayoría de los relatos, y que en esta relectura volvió a mostrarse con toda su intensidad.

 

Se trata de ese misterio que surge, por ejemplo, cuando nos enfrentamos a la locura en que se hallan inmersos varios de los protagonistas. Una locura que en primera instancia nos provoca incomodidad y horror, pero que al mismo tiempo nos seduce y nos impulsa a continuar leyendo con el fin de enterarnos, no de qué la provocó, sino hasta dónde va a llevar al personaje. Tras sumergirnos en cuentos como “En el cautiverio”, donde un preso transita de la repulsión al afecto hacia la alimaña con quien comparte su celda, antes de decidirse a exterminarla; o “Los lugares oscuros”, en que la joven protagonista sufre un ataque de paranoia en el que su imaginación desbocada la lleva a creer que los insectos la atacan; o “Ángel de la vigilia”, donde una mujer le habla desde sus alucinaciones al hijo que desea y que ella cree llevar en su vientre, los lectores quedamos cautivados por esos estados de la mente donde la realidad se vuelve engañosa y comienza a disolverse en palabras cargadas de poesía, al grado de preguntarnos: ¿es tan terrible la demencia?

 

En mi primer recorrido del libro prevaleció en mí el horror ante la situación y el destino de tales personajes, pero la reciente lectura me mostró de ellos un rostro distinto, más profundo, en el que pude advertir que, si bien la presencia de un demente perturba a todos los que lo rodean, él, inmerso en la fantasía, es capaz de encontrar remansos de felicidad de difícil acceso para quienes se mantienen sanos. Es decir, la locura puede ser deseable cuando el peso de la existencia resulta excesivo, como bien lo ilustra el cuento “La fuga”, en el que el protagonista inicia su relación con estas palabras:

 

 

Fue que me enamoré de la locura; hay quienes se enamoran de un automóvil, de un viaje al extranjero, de la mujer de un amigo; yo me enamoré de la locura; la conocí, la hice mía, aunque la tuve conmigo una sola vez; fue suficiente para amarla y aborrecerla…

 

 

Y de ahí pasa a narrarnos una experiencia que hundió en una situación de angustia a su familia y a sus vecinos, pero que para él fue placentera, liberadora.

 

Muchos de los personajes de Los ángeles enfermos están perturbados, por ello el título del volumen. Y quienes no lo están sienten una fuerte inclinación a la demencia, como si se tratara de un imán que los atrajera con promesas de redención; como el canto de sirena que escucha el niño protagonista de “Ventana abierta al mar”, una melodía que le arrebata la cordura para introducirlo en un universo donde la fantasía se impone.

 

Otro de los misterios del libro que quedan en la memoria de la primera lectura y que perdura tras releerlo es: ¿los cuentos de Los ángeles enfermos son fantásticos o están anclados en la realidad? A primera vista, la mayoría parece insertarse en el ámbito de lo fantástico, pero tras un repaso atento comienzan a surgir dudas, pues aunque la locura desdibuja los límites de lo real para quien la padece, no necesariamente hace lo mismo con los demás. En “Noche de los copos rojos”, los dos hermanos, hombre y mujer, que crecen cautivos y oprimidos por su madre, obsesionada por la vergüenza de que su marido “escogió para morirse la cama de otra mujer”, son jóvenes normales, más allá de que su progenitora no los deje salir ni hablar si ella no está presente. Aquí la perturbada es la madre. Es decir se trata de un cuento realista, aunque dé la impresión, al leerlo, de ser fantástico. ¿A qué se debe esto?

 

A las estrategias elegidas por Agustín Monsreal para narrarlos.

 

Si quien cuenta el relato es un narrador externo, en tercera persona —lo que pasa en sólo tres de ellos—, o es un testigo presencial de lo que ocurre, los hechos y las visiones de los protagonistas obnubilados por la perturbación quedan registrados como parte de la realidad, una realidad trágica y terrible, pero realidad al fin. Si, por el contrario, es el protagonista perturbado quien narra su propia historia, las alucinaciones, los sucesos deformados por la mente del narrador, nos hacen percibir lo real como algo inestable, difícil de atrapar, algo fantástico aunque sólo ocurra en la cabeza de quien lleva la voz. Y si a esto añadimos que en las narraciones de Los ángeles enfermos, cuando hay mayor demencia se magnifica el lenguaje poético del narrador, las situaciones y hechos adquieren una atmósfera misteriosa, a veces incluso siniestra, que establece una suerte de pantalla entre el lector y las historias donde todo se percibe como si se tratara de un juego de sombras.

 

No quiero decir que en el libro no haya cuentos fantásticos. La transfiguración del final de “En el cautiverio” sólo puede pertenecer a la fantasía, lo mismo que la de “Ventana abierta al mar” y la violenta circularidad temporal de “Contradanza”. Sin embargo, en otros la fantasía es tan sólo aparente y esa apariencia se acentúa con la atmósfera, con la perspectiva y la distancia, con ese juego metafórico de sombras en que Monsreal es maestro y con la manera en que dosifica la información sobre sus personajes y su devenir, que obliga al lector a intervenir tratando de rellenar los huecos para completar las historias y concluir que están rabiosamente arraigadas en la realidad.

 

Otro aspecto de Los ángeles enfermos que se quedó en mi memoria entre la lectura y la relectura fue la impresión de unidad del volumen. Más allá de la perturbación de muchos de sus personajes, al transitarlos uno pasa de un cuento al siguiente encontrando diferencias diametrales entre lo que sucede en cada uno, y sin embargo los lee como parte de un universo, un todo donde se encuentran la poesía y la violencia, la locura y la soledad, el incesto y la traición, el suicidio y la venganza, el horror y el terror, la inocencia y el cautiverio. Los protagonistas de Monsreal son hombres y mujeres sin libertad, encerrados físicamente en una prisión o en un hospicio, en la casa familiar o en una habitación, en un parque o en una isla; son, también, cautivos en una situación que no pueden soportar, en la rutina, en lazos familiares irrompibles, en un compromiso, en la inocencia o en la ignorancia. Así los encontramos siempre al inicio del relato y, conforme leemos, los vemos agitarse en cuerpo y alma para salir de su cautiverio a través de actos terribles, de la violencia, de la locura, del crimen, de cualquier cosa que los ayude a trascender su condición que no es otra cosa que la condición humana.

 

Así, la unidad evidente en Los ángeles enfermos se deriva, más que de los temas tratados, de la visión del mundo que tenía el autor cuando escribió los cuentos que integran el volumen, del lenguaje poético que al mismo tiempo ilumina y oscurece ciertos pasajes, de la estrategia narrativa que coloca a los personajes en una penumbra intencional hasta convertirlos a veces en sombras que se mueven sobre una pantalla y en esa cualidad acumulativa que poseen los buenos cuentarios, gracias a la que algunas de las piezas difíciles de entender despejan sus incógnitas tras leer otra pieza colocada un poco más adelante. Esto sucede de modo notable con “Ángel de la vigilia” y “Habitación deshabitada”, dos relatos contiguos que, si bien distintos e independientes, en la lectura actúan como el anverso y el reverso de una misma historia: el embarazo imaginario de una mujer que monologa hablándole al hijo que, ella cree, habita su vientre, y el monólogo de un hombre relacionado con la mujer que cree estar embarazada y que acaba convenciéndose de ello hasta sufrir una transfiguración interna que lo acerca más a ella.

 

En mi particular experiencia como lector, me he topado con varios libros —más de los que quisiera— que no soportan una segunda o tercera lectura. He escuchado también opiniones de otros lectores que no pudieron superar las primeras páginas de obras que los entusiasmaron en su juventud. Por fortuna, Los ángeles enfermos no es de esos. Releer luego de un cuarto de siglo las piezas de este volumen que ahora cumple cuatro décadas es comprobar que su autor, Agustín Monsreal, es de los escasos literatos que nacieron enteros para la práctica del que acaso sea el género narrativo más difícil: un maestro que desde la publicación de su primer libro se develó como tal para todos sus lectores.

 

FOTO: Agustín Monsreal también es autor de los libros de cuento La banda de los enanos calvos, Amores de nunca acabar y Los pigmeos vuelven a casa. /Tomada de su página de Facebook

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