Aida: lección de macro emprendimiento cultural

Mar 25 • destacamos, Miradas, Música, principales • 2275 Views • No hay comentarios en Aida: lección de macro emprendimiento cultural

 

El retorno de la ópera a esta Sinaloa tuvo el respaldo de un proyecto ambicioso y bien ejecutado, al que contribuyeron el Teatro Bicentenario de León y a la Ópera de San Diego que donó la escenografía, un evento en el que se invirtieron 24 millones de pesos

 

POR LÁZARO AZAR
Qué tan difícil es hacer ópera, que —pandemia aparte— la Ópera de Bellas Artes lleva años sin presentar nada de buen nivel. Han hecho intentos, pero cuando no falla el elenco, la puesta es inmunda, la escenografía vergonzante, y así podríamos seguir, tratando de justificar resultados más propios de la mediocridad y el austericidio, que de la “compañía” que ostenta el adjetivo de “nacional”.

 

Mejores han sido los resultados que, muchas veces más limitados de recursos técnicos y financieros, han realizado en provincia: de un tiempo a la fecha, Nuevo León ha dado muestras de su interés por el arte lírico, de la misma manera que, en su momento, lo hizo Jalisco durante la gestión de la doctora Miryam Bachez como secretaria de Cultura o, en menor cantidad, Yucatán, donde procuran llevar a escena al menos un título al año.

 

Otra historia ocurre en Sinaloa, donde la ópera tiene una presencia tan vital y constante, que hasta forma parte de los eventos carnavalescos ya que —afortunados ellos— cuentan con dos instituciones que son envidia y ejemplo para el resto de México: la Sociedad Artística Sinaloense, que procura fondos y aglutina esfuerzos, y un hombre cuya solvencia profesional y conocimientos operísticos sólo son superados por la pasión que ha logrado contagiar por este género a todos los estratos sociales de su terruño, Enrique Patrón de Rueda.

 

Tras el paréntesis pandémico, el retorno de la ópera a Sinaloa no pudo ser más afortunado, ni más ambicioso: en un esfuerzo de macro emprendimiento cultural sin precedentes, que involucró también al Teatro Bicentenario de León y a la Ópera de San Diego que donó la escenografía, este domingo 19 se presentó en el Teatro Pablo de Villavicencio de Culiacán la última de siete funciones que, entre ambos escenarios, ofrecieron de Aida.

 

Cuenta la leyenda que fue compuesta por Verdi para los festejos de la inauguración del Canal de Suez, en 1869. En realidad, Verdi recibió el libreto hasta la primavera de 1870 y el estreno tuvo lugar el 24 de diciembre de 1871. Respecto a ella, Roger Alier señala que “con los nuevos métodos de producción operística, la espectacularidad de Aida ha chocado cada vez más con un espectáculo afín al cartón-piedra y a la grand’opéra trasnochada. De ser la ópera más veces representada, ha pasado a ser un título de difícil presencia por las exigencias que presenta tener la calidad adecuada para las necesidades escénicas de hoy día (…) lo cual no significa la pérdida de sus valores musicales”.

 

Qué tan cierto será aquello, que, además de haber sido el título elegido para inaugurar el Teatro Juárez de Guanajuato, Cachirulo siempre recordaba “la función en que un elefante se cagó en el escenario de Bellas Artes y aquello acabó embarrando a los músicos del foso” y todavía se habla de aquella espectacular producción realizada a fines del siglo pasado en el Palacio de los Deportes, en que los empresarios le quedaron a deber a buena parte del elenco.

 

Espero que éste no sea otra vez el caso, ya que más allá de los cuatro contenedores de escenografía y del suntuoso vestuario, vimos cada peso de los más de 24 millones que, entre el Teatro Bicentenario, la SAS, diversos patrocinadores a través de Efiartes y el Fonca, apoquinaron para este montaje. Centavos más, centavos menos, la misma cantidad que tiene el INBAL para su presupuesto operístico anual, con la diferencia de que ahí, no han sabido hacer lucir ni un quinto.

 

Mis amigos culichis me venían diciendo que “además de feo”, su teatro ya es insuficiente. Este montaje lo confirmó. Pese al ingenio con que su personal de tramoya logró salir adelante, y sin contar a la orquesta que tocaba en el foso, su escenario apenas pudo contener a los más de 150 artistas que, entre los tres coros, los bailarines y los protagonistas, llegaron a estar simultáneamente en escena. Vayan mis respetos, también, para Luis Miguel Lombana, quien felizmente se ciñó al argumento, no hizo “otra de las suyas” (recuerdo Trovador o Nabucco) y salió airoso con un trazo escénico en el que contó con los buenos oficios Miguel Alonso y del coreógrafo Víctor Ruiz, así como con la refinada iluminación de Rafael Mendoza.

 

Según la numeralia que me compartió Vicente Hinojosa del Teatro Bicentenario, entre ambos foros sumaron más de 500 participantes y cerca de 10 mil asistentes. Ante la imposibilidad de hablar de todos, me limitaré a los protagonistas del elenco que presencié, sin dejar de mencionar estos cinco papeles, “chiquitos” pero correctamente elegidos: Amonasro, que fue cantado por Genaro Sulvarán; el Rey de Egipto fue Rodrigo Urrutia y José Luis Reynoso, Ramfis. Iván Valdez hizo al mensajero y Laura Leyva, a la suma sacerdotisa.

 

Lamentablemente no puedo decir lo mismo de los tres protagonistas. Como Amneris, la mezzo sinaloense Oralia Castro estuvo espléndida. A su aterciopelada voz sumó la virtud de su gran desenvoltura escénica. Algo de lo que careció el tenor Dario Di Vietri, cuyo Radamés fue un palo en escena que siquiera hubiera cantado, pero no: berreó de principio a fin. Qué tan capretina será su voz, que desde que entonó “Se quel guerrier io fossi…” supimos que ni “Ritornaría vincitor” (sic), ni merecía salir vivo de esta Aida.

 

Tras saber que en León la epónima fue encomendada a María Katzarava, llegué con dudas, pues no conocía ni de nombre a las dos alternantes para dicho rol en Culiacán. “Ojalá te toque Yunuet Laguna”, me dijo mi querido Francisco Méndez Padilla —quien vaya que sabe de voces— antes de rematar con un generoso elogio: “Me recuerda a Gilda Cruz Romo”. No exageró. Para mí fue un descubrimiento escuchar Laguna, quien no se imaginan cómo enardeció al público cuando, al final del segundo acto, se lanzó —al igual que la Callas en su Aida de 1951 en Bellas Artes— con ese mi bemol sobre agudo que no está escrito, pero abordó muy bien colocado, con cuerpo, seguridad, volumen… y sin ese timbre metálico que tantas veces se le objetara en sus inicios a La Divina. Impresionante, también, su rango emotivo durante “Oh patria mia”.

 

Una vez más, el Maestro Patrón ha demostrado que sabe hacer Ópera, y sabe hacerla bien. Lástima que aquí imperen otros intereses. A mi lado, José Julio Díaz Infante, coordinador nacional de Música del INBAL, aplaudía entusiasta al término de la función y, una vez más, me fui de hocico. Ni cómo no decirle que, ojalá, algo haya aprendido.

 

FOTO: Para la puesta en escena también se involucró el Teatro Bicentenario de León y la Ópera de San Diego. Crédito de foto: Instituto Sinaloense de Cultura

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