Al otro lado de la avenida
Una llamada alerta sobre el acecho de la soledad: una pandemia azota al mundo y deja sus estragos
POR JORGE CÓRDOVA MONARES
No llevaba mucho tiempo en la cama, en realidad un colchón viejo que tenía en el piso. Con el dedo pulgar lanzaba los videos de Youtube hacia arriba como si los sacara de mi teléfono. “Bikini contest”, “Comprobado científicamente: la sandía es un viagra natural”, “Carl Jung, la sombra y el inconsciente colectivo”. Entonces entró la llamada de Porfirio. Me sorprendió un poco, no solía llamarme y además era tarde. Contesté de inmediato. “Quihubo, hermano”. Lo dije al menos un par de veces más después de no obtener respuesta, luego empecé con los “¡bueno, bueno!, ¡no te oigo!” Estaba a punto de cortar:
—Estoy solo en casa —su voz tintineó como metal, pero además de eso, no había nada más en la línea, ni siquiera se escuchaba su respiración—. Estoy solo —repitió y sus palabras se apagaron en un silencio frío y profundo.
Me quité el aparato de la oreja, vi la pantalla, su nombre resplandecía sobre el fondo negro. Volví a escuchar y miré en derredor. La mesa repleta de papeles, monedas, pilas usadas, todo aquello que no tenía lugar ya, el cesto de ropa sucia lleno al tope, los tenis que me acababa de quitar volcados al lado del colchón, la ventana que enmarcaba una oscuridad absoluta del otro lado, todo estaba ahí, igual que siempre.
—¿Estás bien? —no supe qué más decir.
—No te das cuenta que tú también estás solo —esta vez tragó un líquido. Chasqueo los labios—, ya se acabó esta mierda —dijo, y se escuchó un estallido de vidrios contra el piso—, debe haber otra en algún lugar.
La llamada se cortó ahí.
Le marqué enseguida, pero no contestó. Me asomé por la ventana, la oscuridad era sólida e inquebrantable, mejor corrí la cortina. Fui a la cama, pero no podía dormir, encendí la luz y estuve dando vueltas hasta que me quedé dormido.
Al día siguiente lo llamé por la mañana, pero tampoco hubo respuesta. Porfirio y yo éramos profesores de la universidad, buenos compañeros, diría que amigos. Teníamos un nivel de cinismo que nos permitía hablar de temas bastante densos, aparentemente, sin afectación para ninguno de los dos, además, en más de una ocasión me había prestado dinero cuando yo no llegaba a la quincena, pero nada de eso bastaba para aparecerme por su casa sin invitación, claro, él había hecho esa llamada en medio de la noche, se justificaba que pasara por allá a ver si todo estaba bien.
Me detuve un par de calles antes a comprar un café. Fui directo a la barra y pedí un capuchino sin prestar atención al enorme pizarrón tras el mostrador. La chica me preguntó de qué tamaño, y como titubeé, me enseñó los vasos de papel, escogí el chico, me pareció suficiente, después me preguntó por el tipo de café, yo no tenía idea y ella me recitó los nombres de por lo menos tres variedades distintas, luego, cuando logré escoger, me preguntó con qué leche lo quería y me menciono otros tantos tipos incluyendo la de soya y almendra. Cuando tuve el café en la mano paseé la mirada por el local, la terraza, las personas sentadas a la mesa, sin importar si estaban acompañadas, absortas en su teléfono, el reflejo de cuerpo entero, fantasmal, que me regresaba el cristal del cancel, el brillo metálico de los coches más allá de la terraza. Entonces recordé la noche anterior, el insomnio, la luz encendida, la insignificante cortina que encubría la plomiza oscuridad allá afuera, sentí taquicardia y salí del café.
Caminé las cuadras que me faltaban para llegar a su casa. Tuve que cambiar el café de mano para tocar el timbre. Insistí varias veces antes de que un hombre joven malhumorado saliera a mi encuentro.
—¿Qué desea? —dijo mientras se acercaba a la reja.
—Buen día —hice una pausa para obligarlo a saludar, pero sólo me miró con desconfianza—. Vengo a ver a Porfirio, soy su amigo.
—Porfirio no está en casa y no sé cuándo vuelva.
Nos quedamos en silencio un instante, regresé el vaso a la mano derecha y me di cuenta de lo innecesario de la maniobra. Estaba a punto de darse la vuelta, entonces pregunté:
—¿Eres Diego? —Porfirio me había hablado alguna vez de sus hijos e hice mi apuesta—. Soy amigo de tu padre, me habló ayer por la noche y me quedé preocupado, sólo quiero saber si está bien.
Sus ojos se desviaron al café delante de mí, luego abrió la reja, me preguntó de dónde conocía a su padre, y aunque le dije que trabajábamos en la universidad, no me dejó pasar, pero se relajó lo suficiente para contarme que Porfirio también le había hablado a él en la madrugada.
—Vine a buscarlo temprano, para nada me gustó su llamada de anoche, pero pensé que sólo estaba borracho. Si me hubiera tardado un poco más, no la cuenta, lo encontré inconsciente en el piso de la sala.
Recordé el silencio aquel del que surgían las palabras de Porfirio a través de la línea.
—¿Y Marijose no estaba con él? —lo mencioné sólo para mostrar que conocía a la esposa de mi amigo.
—No está en casa, se fue a Chile a ver a su familia, pero ya vuelve de emergencia.
Me contó que su hermano estaba con su padre en el hospital y que él sólo había pasado por la casa por unos documentos que requerían, así que tenía prisa. Nos despedimos en el umbral. Cruzó un tramo de cochera y yo me quedé ahí sosteniendo el estúpido café, incluso después de que el muchacho desapareció dentro de la casa. Nunca me dijo en qué hospital estaba Porfirio y yo no quise preguntar.
No pude hablar con mi amigo hasta meses después. A las semanas se declaró la pandemia, y al poco tiempo estábamos recluidos en nuestras casas con nuestros propios problemas y temores. Le escribí un largo texto en el que le decía que lamentaba no haberme dado cuenta de lo crucial de su llamada, pero no lo contestó y lo dejó en visto.
Para la noche del 31 de diciembre una multitud con mascarillas nos agolpábamos a la entrada del Hospital General. La gente las llevaba en la calle desde hacía tiempo, pero no por ello era menos impresionante de ver. Aparte de los cubre bocas, la mayoría llevaba también unas caretas plásticas que me recordaron unas fotografías que vi de niño en un libro de texto. Las imágenes mostraban cómo la gente en Japón usaba mascarillas a causa de la contaminación, eran los setenta. Aquel tumulto era silencioso, apretado y tenso. Techos improvisados de lonas de colores y cartón, convertían las jardineras, la parada del autobús, cualquier rincón en la acera, en un sucio albergue. Del asfalto mojado se elevaba una emanación constante a orines. En la reja, los policías eran el primer filtro: “Qué oxigenación tiene”, preguntaban. En contra de la lógica, quién podría saber algo así, la mayoría de los acompañantes lo sabíamos, todos veníamos de un largo peregrinar por consultorios, clínicas y hospitales que nos rechazaron por falta de lugar o incapacidad para tratar la gravedad de los síntomas. Los guardias estimaban la urgencia del caso de acuerdo a la respuesta: “Ochenta”, “Sesenta y seis, desde ayer”, entonces autorizaban el ingreso o te mandaban de vuelta a casa. Mientras nos llegaba el turno, mi tía hacía mucho esfuerzo por sostenerse de mi brazo, por eso, cuando un hombre robusto, moreno, de unos cuarenta años, se abrió paso entre el gentío amontonado y me dio un empujón que me hizo soltarla, le dije:
—Ten cuidado, animal.
El hombre cargaba una caja de cartón al hombro de esas para transportar huevo, me miró un segundo con extrañeza, y antes de que le reiterara mi opinión sobre él, me tendió la mano con dos tortas. Las rechacé, quise agradecerle y pedirle perdón, pero él no me dio tiempo, apartó los ojos de mí y se fue a dar de comer a la gente mientras yo me tragaba mis palabras. Justo cuando lo perdí de vista, percibí en el viento el olor a lluvia, sentí una alegría idiota, como si sólo si lloviera las cosas tendrían sentido. Me aferré por un momento a ese olor, a la agitación del cielo, a la humedad del aire, deseé como un niño que cayera una tormenta, quizá fui más lejos, e imaginé un diluvió que arrasara con todos ahí afuera del hospital.
En la sala de espera sentamos a nuestros enfermos en unas hileras de asientos de plástico que no alcanzaban para todos, los más fuertes tuvieron que permanecer de pie. Vinieron enfermeros a poner tanques de oxígeno a quienes los necesitaban. Sin espacio de por medio, pacientes y familiares esperábamos el ingreso o información sobre el estado de los que ya habían pasado. Ya sentada, mi tía tomó un poco de aire y dijo: “Mira este desmadre, está canijo, ¿qué nos pasó?” Miré a mi alrededor, mis ojos se cruzaron con más de una mirada, pero no podíamos sostenerla. Sentí la garganta seca, y por lo bajo, silencioso, el miedo al contagio, a la muerte. En esa sala, no era nadie, por más que trataba de recordar lo que había sido antes de esa noche. Yo era ellos, todos esos ahí, sometidos a la lógica de la carne, de los órganos desfallecientes, del último aliento.
Cuando el doctor determinó que era necesario hospitalizarla, mi tía no dijo nada, sólo me vio directo a los ojos y pasó la mano por su cabello enmarañado, su mirada de ojos negros me dolió porque estaba llena de palabras atragantadas, palabras araña, murciélago, caverna, palabras espesas, pesadas, asfixiantes, palabras que no dijo. Se la llevaron en una silla de ruedas, ella volteó la cabeza para no perderme de vista. Le sonreí, pero mi gesto quedó atrapado en el cubre bocas y no se me ocurrió levantar la mano para despedirme. Después de firmar varios documentos me hicieron esperar en un área abierta. Una serie de pasillos flanqueados por jardineras de arbustos bajos que llegaban a las rodillas, conectaban los edificios del hospital, eran espacios de tránsito, pero ahí estábamos, moviéndonos de un lado a otro para no estorbar. Me recargué en una pared mientras el frío descendía desde la negrura del cielo, me bajé el cubrebocas y aspiré profundo, los arbustos tenían olor, la tierra seca tenía olor, la noche, las personas a unos pasos de mí olían a perfume, grasa de comida, cigarro, incienso, sudor, jabón, mierda, olían a infinito y al polvo entre los pliegues de sus sillones. Estuve ahí más de una hora hasta que una enfermera salió del edificio y gritó: “Familiar de Rebeca Sánchez”, alcé la mano mientras me acercaba, me dio un papel y me pidió que trajera las cosas de la lista.
Al salir del hospital caminé hacia Cuauhtémoc, y vi, del otro lado de la avenida, en la Roma, un centro comercial. La estructura de acero y cristal brillaba desde su interior con luces de colores, una vaga tonada navideña sonaba a lo lejos. La gente estaba vestida para celebrar, se bajaban los cubrebocas para tomarse selfies con los labios apretados como en un beso, llevaban bolsas con logotipos de marcas y se apiñaban a la entrada de tiendas o restaurantes. Era ajena a lo que sucedía apenas cruzando la calle, como si de dos mundos distintos se tratara, uno opacado por el lustre del otro. Al ver esa alegría en el centro comercial, me sentí tentado a aceptar que era necesario seguir adelante, el gran homenaje a la vida era sin duda, vivirla, ¿no era así?, pues si puedes, adelante. Pero la verdad es que me dieron ganas de llorar. Comprendí que lo que buscaba no estaba allá y volví sobre mis pasos para encontrar una farmacia de este lado.
Cuando por fin pude hablar con Porfirio a mediados del año siguiente, le conté todo eso, también le conté que no volví a ver a mi tía, ni siquiera muerta, porque no quise abrir la bolsa negra en la que me la entregaron.
—En realidad a nadie interesa que el mundo cambie de manera alguna —dije para cerrar mi relato.
Porfirio me había escuchado por más de media hora sin intervenir. Exhaló un grueso suspiro.
—Ahora mismo estoy sentado en el sillón en donde pasó todo —dijo lentamente, como si cada palabra le costara—, estoy en la sala a oscuras como aquella vez. Si me quedo inmóvil, en silencio, percibo que la oscuridad me inquieta, pero también el silencio.
—A lo mejor son lo mismo —me atreví a decir.
—A lo mejor. ¿Extrañas a tu tía?
La pregunta me tomó desprevenido. Recordé a mi tía pasar por el patio hacia los lavaderos cargando una bandeja llena de trastes sucios. Le contesté que no estaba seguro de lo que sentía; “supongo que sí”, agregué.
—Sí, ya no estamos seguros de nada, las cosas no son lo que parecen —hizo una pausa—. Hace unos días hablé con mi hijo por teléfono. Añora volver a su vida tal y como era antes de esta locura.
En ese momento estaba frente a la ventana, esa pinche ventana por la que nada se veía, sólo negrura sin reflejo alguno. Porfirio continuó con esa voz seca, inexpresiva:
—Ya no pude seguir más con mis asuntos, porque mis asuntos dejaron de importarme. Todas esas comodidades y privilegios. Estoy seguro que alguna vez deseaste ocupar mi lugar.
—Claro que no —dije atropelladamente, pero la verdad era que hacía tiempo que nuestras tan desiguales posiciones en la universidad me incomodaban.
—Claro que sí, no hay razón para que no lo desearas, y menos, para que no lo ocuparas —creí percibir que, al otro lado del hilo, Porfirio cruzaba las piernas—. Te levantas y sientes que algo no está bien contigo. Tomas el desayuno en silencio frente a tu familia a la que apenas escuchas. Trabajas doce horas y en todo ese tiempo no encuentras una razón para hacerlo, ni siquiera la paga.
Cambié el teléfono al oído derecho, advertí un cambio de tono en su voz, quizá una marca de tensión.
—Llegas a casa, te tiras en el sofá y miras la televisión o tu celular por horas en una especie de medicalización programada. Lo que ves, lo que consumes te hace sentir peor, “eres una mierda”, parece decir cada película, serie, cada video estúpido de Youtube. El ciclo se prolonga y el vacío también. En realidad, no hay a donde volver.
Dejé pasar un momento para que continuara, pero no habló más, entonces aproveché para ir a recostarme en el colchón. Tras pensarlo unos instantes dije:
—Tal vez ese… ese vacío, no está en nosotros.
—Tal vez —dijo. Respiró con fuerza, y al sacar el aire se despidió y terminamos la llamada.
Tuve miedo de no poder dormir, de experimentar, al igual que aquella noche, el vértigo de las tinieblas. Me quedé boca arriba con el teléfono en el oído, inmóvil, alerta, con las piernas flojas ligeramente separadas. Sabía que él estaba sentado en la oscuridad de su sala, sabía que, como yo, contemplaba el abismo desde una ventana.
ILUSTRACIÓN: Daniel Razo /EL UNIVERSAL