Mis años con Alejandro Rossi
Clásicos y comerciales
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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
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1.El recuerdo público
Conversador universalmente exaltado, Rossi, entre las muchas cosas que hizo a lo largo de una vida plena que en mala hora se apagó el 4 de junio de 2009, practicó un género literario que el crítico francés Albert Thibaudet llamaba “la crítica hablada”. A Rossi le interesaba todo lo humano (lo divino, agnóstico perfecto, le interesaba un poco menos) y esa avidez, esa apetencia, se apreciaba en su forma de concebir y de ejecutar una conversación privada. Su maestro José Gaos, hizo, según las palabras de Rossi, de la hora académica una obra de arte. De manera similar, quienes frecuentamos a Alejandro supimos, que para él, la conversación era un arte que requería del concurso, de la complicidad. Pese a que Rossi, hablando, parecía abarcarlo todo y no dejar cabo sin atar, nunca se salía de su casa, tras más de tres horas de charla, con la sensación de haber sido cómplice o comparsa de un monólogo. Borges, decía Rossi, fascina, entre otras cosas, porque hace creer a sus lectores que son tan inteligentes como él. Así Rossi.
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La conversación de Rossi se permitía la improvisación, la mala leche, las divagaciones, el comentario de la noticia política, la anotación al margen de un tratado filosófico, el interés sincero, a veces paternal y autoritario, otras veces camaraderil y solidario, en la vida de los otros. Siendo sincero y siendo egoísta, del trato cercano que tuve con él durante sus últimos años, me emociona recordar la generosidad con la cual se acordaba, si era oportuno, de mis pendencias cotidianas. La República de Platón, Heidegger y Husserl, el futbol italiano, las intimidades de Bolívar, el Acapulco del medio siglo, el ciclo histórico visto por Vico, las aventuras y las herejías del comunismo venezolano, La montaña mágica, las novelas de J. M. Coetzee, la vida literaria desde los tiempos de la Revista de Occidente hasta los de Plural, Vuelta y Letras Libres, el anuncio del verano levantino o el hedor hipotético de Simone de Beauvoir, todo tema podía interrumpirse o postergarse si se trataba de crucificar a un vecino ruidoso, de conseguir el médico adecuado para un familiar atascado por un mal diagnóstico o de estudiar la opacidad matrimonial, de ponderar un fiasco, una mujer, un sentimiento recobrado.
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Pero quiero regresar a la critica hablada y mencionar uno de los temas que a Rossi le obsesionaban: el de ser contemporáneo de Borges y de Octavio Paz. No me refiero a lo que ya se sabe, a que Rossi estuvo entre los primeros lectores de Borges, ni a que asistió a sus conferencias en el Buenos Aires de los tempranos años cincuenta ni a su amistad con José Bianco o a su admiración por Adolfo Bioy Casares, su héroe. Tampoco agregaría yo nada a su conocida condición de haber sido uno de los pocos amigos íntimos de Paz. Más allá del mundo, el siglo: me refiero a la convicción problemática, propiamente filosófica, que para Rossi entrañaba el ser contemporáneo cabal de un par de clásicos (en este caso Borges y Paz) que le exigían (a él y de manera vicaria a su interlocutor), la más cuidadosa de los atenciones. Con ánimo comparativo y con afán de cartógrafo, a Rossi le obsesionaba, en Borges, la novedad absoluta y a la vez, el genio del anacronismo, la asociación entre una tradición inventada y la vanguardia como autobiografía. Frente a Borges, aparecía Paz, descifrando, con “el instante moderno”, el acertijo horrible del siglo XX. Los libros ocupaban el tiempo de Rossi en una medida elástica, trascendental. Su lectura del Borges, de Bioy Casares, duró años y la última vez que lo visité, pocos días antes de su muerte, seguía Rossi entretenido en el orden fatal y en la consecuencia ética, que de los detalles, de las anécdotas, se desprende. Así habrá ocurrido, sin duda, con sus lecturas de Benedetto Croce, de Eugenio Montale, de Ortega y Gasset.
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Releyendo la página sobre Croce en el Manual del distraído, me ayudo un poco para definir contra qué fue escrita la obra de Rossi: contra el mediocre que se refugia en la actualidad, contra quien “se rodea de presente y duerme en paz”. La liberalidad de Rossi, su liberalismo, nacía de no confudir lo que pasa por actual con aquello que debe ser lo contemporáneo. Hombre público y educador filosófico exigía, tras repudiar por principio a “las visiones catastróficas”, una racionalidad que no podía sino ser, como la verdadera filosofía, universal. Esa universalidad presidió sus afinidades electivas y militantes: la creencia hegeliana en la racionalidad del Estado, la fe (quizá su única fe) en la universidad pública como proyecto de excelencia y civilización, y el acento puesto en el liberalismo sobre la democracia, el escepticismo filosófico. Liberalidad originada en el ejercicio del entendimiento, virtud liberal que emana del Manual del distraído, publicado en una época quizá peor que la nuestra –los años setenta– en que se festejaba unanimente a las dictaduras, a las perfectas lo mismo que a las imperfectas. Hay también un entendimiento literario en Rossi, la claridad con que dibuja el encuentro erótico entre un abuelo y la muchacha, acaso su propia nieta o aquella en que registra (en otro relato de La fábula de las regiones) el drama hispanoamericano, oscilante entre la tiranía y el fanatismo. A diferencia de otros espíritus analíticos, Rossi (europeo de América y florentino, mexicano por elección y venezolano), no rehuía a la historia.
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No quisiera yo dejar la impresión, empero, de que Rossi fue una especie de maestro socrático, sólo memorable por su mayeútica, porque no lo fue. La conversación, en él, se desprende de una obra y se justifica en ella, obra no tan breve y sustanciosa, escrita con maestría en casi todas sus páginas, ya sean ensayo, relatos o novela, las del Manual del distraído (1978), La fábula de las regiones (1997) o Edén (2006), para mencionar sus tres libros en mi opinión esenciales para la literatura del idioma. La fama de Rossi, tenida a veces por sectaria o iniciática, se esparcirá y en no pocos años a la leyenda la divulgarán nuevos, insospechados lectores.
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2. La aventura privada
Mi amistad con Alejandro fue tardía y apenas cubrió sus últimos seis años. Un malentendido provocado por La literatura mexicana del siglo XX (1995), libro que hice con José Luis Martínez y en el cual Alejandro no se sintía convenientemente representado (estaba incluido, pero no entre los mexicanos sino entre los extranjeros), nos separó durante años. Desde el fin de la infancia leía yo en Plural y con admiración el Manual del distraído, sin saber bien a bien qué era pero con el latido de que era algo verdaderamente importante. Lo conocí cuando me tocó presentar, con él, El río. Novelas de caballerías, en 1986, las memorias de Cardoza y Aragón. Luego, estando yo ya en Vuelta, pasamos los años como miembros distantes de una misma familia. Por ello y por ser Alejandro, de los viejos maestros de la revista con el que más identificado me sentía políticamente, intelectualmente, lamenté tanto el disgusto, que él mismo remedió invitándome a verlo en 2003.
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Acudí a la cita aliviado pero sin prejuicios particularmente positivos en relación a la persona de Alejandro, queridísimo amigo de mis mejores amigos, de tal forma que hasta ese momento nuestra distancia era una irregularidad molesta para todos. Uno de ellos, Guillermo Sheridan, testigo imparcial de la novedad, me dijo que la amistad entre Alejandro y yo no traería ninguna consecuencia positiva para el mundo. Espero que, al menos en nuestro mínimo ecosistema, no le hallamos dado la razón.
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Esa tarde de mayo nació, en lo que a mí respecta, una amistad que semejó durar toda una vida. A esa sensación de intensidad contribuyó el hecho de que yo ya conocí a un Alejandro limitado físicamente por el enfisema e impedido de hacer la vida pública a la que estaba acostumbrado: sólo en contadas ocasiones lo vi fuera de su casa como durante el ingreso de Enrique Krauze a El Colegio Nacional, cuando el propio Rossi ganó el Premio Xavier Villaurrutia o aquella tarde en que me lo traje a conocer mi estudio de Coyoacán y compartimos el atardecer con Judith y Gonzalo.
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En fin: mi relación con Alejandro fue un verdadero viaje alrededor de una habitación y todo lo que recorrí con él salía por los amplios ventanales de su biblioteca en la calle de San Miguel para regresar al mismo sitio, algunas horas después, tras haberle dado varias vueltas al mundo y a los siglos. Ir a ver a Alejandro era, para mí, como subirme, con él, en una alfombra mágica. Aquellos viajes eran detallados y guiado por su precisión topográfica, tuve la impresión de conocer no sólo las ciudades de Rossi ( la Florencia mussoliniana donde nació, Caracas –la “ciudad nevada” invocada en Edén, el Buenos Aires de Borges, la Ciudad de México en los tiempos de la Escuela de Mascarones), sino algunas otras: la Atenas de Pericles, México-Tenochtitlán como la atisbaron por primera vez Bernal Díaz del Castillo y sus camaradas, el Milán de Stendhal, las ciudades universitarias alemanas por donde pasaron los bachilleres Hegel, Heidegger, Husserl o los sitios (de Pacific Palisades hasta Princeton) del exilio estadounidense de Thomas Mann, a quien tanto admiraba Alejandro. Éramos Phileas Fogg y Jean Paspartout sirviéndonos de Google Earth. Para cuando llegaba a saludarnos Olbeth, siempre me daba la impresión de estabámos bajando de la alfombra mágica para reintegrarnos, algo presurosos, al calor del hogar. Sin haberme movido un metro, con ninguno de mis amigos he viajado tanto como con Alejandro.
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Intensa como fue y como creo que fueron tantas de sus amistades, mi amistad con él no estuvo exenta de tempestades, como cuando le pareció del todo errática y censurable mi opinión, expresada en una reseña, de Edén, la novela que acabó de cocinarse en aquellos años. Entonces hube de recurrir a artes mayores para contentarlo. No hubiera yo podido tolerar su ausencia. Habría sido muy malo perder los privilegios de su conversación, unánimente exaltada por propios y extraños. Pero hubiera sido peor el privarme de su atenta escucha.
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Es decir, entre los escritores, casi nadie sabe escuchar a sus amigos. Sólo los escuchamos, en la mayoría de los casos, cuando hablan de nosotros y opinan, aunque sea negativamente, de nuestra obra, grande o pequeña, importante o baladí. En eso, Alejandro era de otro planeta: sabía escuchar con precisión y con inteligencia. Lo hacía con la sabiduría analítica necesaria para hacer del comentario posterior una verdadera herramienta de trabajo existencial para quien quisiera tomarla y usarla. Filósofo y maestro de filosofía antes que escritor, sabía pensar y sabía enseñar a pensar. Y como no imperaba entre nosotros la formalidad, a veces tan destructiva, que somete a los alumnos en manos de los maestros, la amistad tendía a la libertad, nunca dejaba de ser caprichosa, electiva, gozosa. Además, Alejandro tenía apenas unos pocos años más que mi padre y habiendo aparecido en mi vida justo cuando éste acabó de hundirse en las tinieblas mentales, puse en su figura algo del peso irremediablemente extinto, de lo paterno. Era absorbente e imperioso, el doctor Rossi –así lo llamaba yo, ante mí mismo, antes de nuestra amistad– y la única vez que me dejó irme antes de tiempo de su casa e interrumpir la conversación fue cuando le conté que, de no contar con su venia, llegaría yo tarde a mi partido nocturno de futbol rápido.
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No me consuelo de la ausencia de Alejandro Rossi. No he podido subir a la alfombra mágica sin él. Pero debo intentarlo.
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Publicado previamente en Olbeth Hansberg y Guillermo Hurtado, Alejandro Rossi, coedición de la UNAM con El Colegio Nacional y el FCE, México, 2012.
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Foto: Alejandro Rossi ejerció un magisterio íntimo en el que la conversación superó el lugar común de la cátedra, pero también marcó distancia de la mayéutica socrática./ Cortesía Fondo de Cultura Económica
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