“La objetividad es antipática”

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Para Alejandro Zambra la crítica literaria significó la escritura de su autobiografía como lector, siempre desde la arbitrariedad de elegir a los escritores “capaces de introducir tensiones nuevas”. En entrevista, habla de No leer, su libro más reciente, una bitácora de su tránsito del metalenguaje académico a esa capacidad de “transformarse en otro”, como interpreta su trabajo literario, y de la soledad lectora como construcción de la individualidad

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POR LEONARDO TARIFEÑO

 

“Un escritor es alguien que intenta decir algo que no ha sido dicho, algo que probablemente sea difícil e incluso imposible decir” señala el chileno Alejandro Zambra en No leer (Anagrama, 2018), libro donde intenta convertir a la lectura en una forma clandestina y mental de la escritura literaria. En poco más de 300 páginas que reúnen el trabajo del autor como crítico en diarios y revistas, el volumen propone sacarse de encima la obligación escolar de la lectura, reivindica la pasión de leer y llama a disfrutar los libros más allá de “los incansables rankings y sermones del profesor Harold Bloom”. Más que un manual de crítica, se trata de un mapa selecto de filias y fobias que condensa la autobiografía intelectual de un escritor. Y representa un homenaje a esa práctica personalísima que “en un mundo que le teme a las experiencias solitarias, ayuda a entender la soledad”.

 

 

Al principio de No leer citas a Julio Ramón Ribeyro para explicar que, como él, tenías miedo de convertirte en crítico literario. ¿Ser crítico literario es muy terrible?
No, no creo. Esa frase era un chiste que surgió tras la lectura de esos pasajes bien conmovedores de La tentación del fracaso. Aunque en el fondo a mí también, como a Ribeyro, me atormentaba la posibilidad de transformarme en crítico.

 

¿Por qué?
Porque aspiraba a escribir. Pero durante mucho tiempo sentí que era mejor escribiendo sobre literatura que haciéndola.

 

¿Ese tiempo fue el de tu experiencia como estudiante de literatura?
Sí, el que pasé en la academia, un lugar en el que me sentía mucho más seguro que en el de la escritura literaria. Porque aunque escribía y publicaba unos poemas por aquí y por allá, me sentía muy inseguro con eso, y en definitiva vivía la literatura como un juego que me permitía socializar y compartir manuscritos y opiniones. Pero donde me sentía seguro era en la academia. Sólo que ese proyecto fracasó muy temprano para mí. No había trabajo y no ganaba los concursos que creía que merecía ganar, así que toda esa alegría de leer críticamente, construir comunidades académicas y hacer gárgaras con el metalenguaje de pronto se fue a la mierda. Ahí, entonces, hubo un momento de mucha fragilidad en el que la literatura se me apareció como una posibilidad de creación y expresión.

 

¿Una literatura de rechazo a las formas académicas?
Un poco sí, porque le agarré fobia al metalenguaje. Yo quiero que lo que escriba se entienda en un primer nivel de lectura. El texto puede tener una cierta simpleza más o menos engañosa, pero me gusta que a primera vista uno pueda entrar y quedarse un rato. Mejor dicho: no quiero escribir algo que no vaya a decir en el contexto de una conversación. Y no se trata de buscar simpleza o complejidad, sino de hablar de cosas complejas de la manera más simple posible. Para llegar a eso me sirvió mucho escribir en la prensa, que es la materia de No leer.

 

Al imaginarte como crítico, en esas páginas también hablas de tu rechazo a ejercer una autoridad determinante. ¿No leer es un intento de hacer crítica sin imponer un ejercicio enfático de la autoridad?
Era la idea, sí. Porque, además, yo llegué al periódico Las Últimas Noticias para reseñar “el libro de la semana” y hasta entonces yo leía, sobre todo, poesía. No había sido un lector muy disciplinado de narrativa contemporánea. Y como traía el prurito académico de la exhaustividad, si me tocaba reseñar la quinta novela de un autor me leía las otras cuatro. ¡Terminaba odiándolo! Pero no todo fue tan pesado. También aprendí algunas cosas del medio intelectual.

 

¿Por ejemplo?
Ah, que cuando publicas una reseña negativa todo mundo te felicita. Te dicen “por fin alguien se atreve…”, y tú ni siquiera sabes si lo que escribiste es justo. Y también noté que, como ejercicio intelectual, es mucho mejor hablar de las cosas que te gustan.

 

¿Por qué?
Porque con las que no te gustan está muy claro por qué no te gustan. En general es muy fácil decir por qué algo no le gusta a uno. Pero hablar de lo que nos impresiona ya es más difícil. El lenguaje de la admiración es muy complicado. Está lleno de sospechas e incertezas, los recursos se te agotan y enseguida caes en los adjetivos.

 

En No leer también dices que como crítico te interesaba dejar claro a qué literatura adherías. ¿Por qué?
Es que, además de imposible, la objetividad es muy antipática. Y en mi caso, peor, porque tenía 26 años y no me creía el rol del crítico que sube o baja el pulgar. En ese momento era muy joven y me sentía obligado a disimular la juventud; si era tan joven, quería decir que no había leído lo suficiente. Así que de pronto me vi a mí mismo fingiendo una voz adulta. Me di cuenta que la presunta falta de solidez me acomplejaba un poco, y corría el riesgo de convertirme en uno de esos “envejecidos” de los que habla Bolaño.

 

Básicamente, un impostor.
Sí. Es un tema que luego aparece en mi novela Bonsái. Los protagonistas fingen que leyeron a Proust y se enamoran tras mentir y decir que leyeron a Proust. En mi caso, en lugar de fingir, opté por mostrar la arbitrariedad y no buscar una voz objetiva. Más allá de que por supuesto no creía en la objetividad.

 

Una vez dentro de esa arbitrariedad, ¿cuál era la literatura a la que adherías?
Siempre me interesaron los autores que construyen una obra y no repiten siempre lo mismo. Escritores capaces de introducir tensiones nuevas. No que representen realidades nuevas, ya que eso es muy de la novela y nada más. Autores a los que no se les adivina fácilmente el truco, aunque como criterio esto suena confuso porque es muy personal.

 

Algo de esto aparece en No leer cuando hablas de los escritores que les descubren intereses nuevos a los lectores.
Eso mismo. También es lo que uno busca al escribir. La idea de “transformarse en otro”, que puede sonar con mucho redoble de tambores pero en realidad consiste en descubrir dentro tuyo cosas que no sabías que estaban. Ocurre en ese momento en que perdiste el control, el plan se fue a la chingada y te queda algo ahí que no sabías que tenías. Por ahí va.

 

En algunos textos del libro se detecta cierta nostalgia. Por ejemplo, las alusiones a las cartas, a los juguetes y a la lectura iniciática de la obra de Julio Cortázar. ¿Se podría decir que la nostalgia es una clave tuya como lector?
Podría ser. Aunque más que nostalgia, para mí lo recurrente es la transición. En Chile, mi generación es la de la transición, y eso se ha dado por sentado de manera negativa en el plano de la política. Y a mí me interesaba indagar en eso, ir más allá del slogan. Tal vez por eso aparecen las cartas, porque somos la última generación que escribió cartas. Otro elemento, que además sirvió como clave para mi libro Mis documentos, es la transición entre la máquina de escribir y la computadora, aparejada a una transición política en la que creíamos que elegíamos no quejarnos. No pensábamos que estábamos reprimidos, sino que decidíamos no participar. Hoy está muy claro que en esos años Chile volvía a una democracia falsa, con mucho miedo de que los militares salieran a la calle de nuevo y volviera la dictadura. Por eso quise explorar ese proceso, para entender cómo éramos. Y para entenderme a mí mismo, que en esa época estaba muy clavado con la poesía. Hoy sigo estando clavado, aunque después pensé que yo escribía poesía para poder decir algo sin decir nada. Porque yo le tenía miedo a contar historias.

 

¿Y cómo llegaste a la narrativa?
Pues yo digo que todo se mezcló hasta llegar a mi libro Mudanza. Hasta ese momento yo sólo había publicado un libro de poesía muy malo, que yo sabía que era malo y jugaba a no saberlo. Y Mudanza se convirtió en el primer libro que escribí fuera de mis planes, casi un primer libro de narrativa porque es muy de ritmo pero también de relato.

 

De transición, entonces.
Fue la primera vez que escribí en primera persona, supongo que eso detonó algo. Y la narrativa terminó de aparecer cuando entreví el fracaso de la intensidad poética que buscaba. Cuando me desapegué de la necesidad de profundidad, surgió la novela Bonsái. Yo leía sobre los bonsáis y me parecía hermosa la figura del árbol mutilado, un árbol al que hay que dirigir y controlar mientras le dejas heridas en los troncos. Todo eso me sonaba muy familiar, era lo que le había pasado a mi generación. Toda esa represión que termina en una belleza controvertida, en la que es difícil saber si el resultado te gusta o no.

 

En No leer se advierte que cada lectura es una versión alternativa de lo que ya se ha dicho al respecto. Como si leyeras “en contra”. ¿Leer “en contra” es una marca del escritor como lector?
No sé. No lo había pensado. Diría que sí. Lo que me queda del estudiante de literatura nerd y adicto al metalenguaje que fui es intentar ser muy riguroso y entrar en diálogo con lo que ya se ha dicho. Le tengo particular recelo a la posibilidad de aparecer descubriendo la pólvora. Escribo contra eso también.

 

A su manera, No leer es un elogio de la lectura. ¿Qué fue lo mejor que te dio la adicción a los libros?
Me parece que la lectura ayuda a estar solo, pero no para aprender a estar solo, sino para construirte con cierta integridad. A mí lo que más me ha dado es tranquilidad y una cierta calma paradójica que te permite aislarte, aceptarte y ser mejor compañía. Suena tan hippie que me da vergüenza, pero creo que eso está presente en la biografía de todos los lectores.

 

FOTO: Alejandro Zambra (Santiago, 1975) también es autor Formas de volver a casa (2011). / Cortesía: El Mercurio / GDA

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