El mejor filme del 23º Tour de cine francés
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La muestra de cine galo impacta con sus propuestas estéticas que bien merece la pena conocer y discutir, como es el caso de Amanda, de Mikhaël Hers
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POR JORGE AYALA BLANCO
En Amanda (Francia, 2018), sutil film 5 del parisino cinediplomado en la Fémis de 43 años Mikhaël Hers (Primrose Hill 07, Montparnasse 09, Memory Lane 10 y Aquel sentimiento del verano 15), con guión suyo y de Maud Ameline, el siempre sonriente extenista parisino vuelto contacto habitacional con extranjeros y también ocasional podador arbóreo de 24 años David (carismático Vincent Lacaste) llega tarde a la escuela barrial para recoger a su sobrinita carirredonda medio obesita Amanda (Isaura Multrier superexpresiva) y debe disculparse con su hermana mayor profesora de inglés madre soltera Sandrine (Ophélia Kolb), quien se muestra severa si bien comprensiva, y poco tiempo después, mientras la mujer proyecta viajar con su hermano a Londres, so pretexto de asistir a un torneo de tenis, para conocer a la progenitora libertaria que los abandonó desde pequeños, el muchacho se enamora y es bien correspondido por su linda nueva vecina pianista procedente del sur Léna (Stacy Martin fragilísima), quien de inmediato acepta darle clases a la pequeña parientita encantadora, pero va a presenciar un mortífero atentado terrorista en un paradisíaco parque público, del que saldrá traumatizada y con el brazo derecho herido, aunque la que sí perderá tenis la vida será la enérgica hermana Sandrine, dejando a su Amanda desamparada en manos del inmaduro hermano que no encuentra aceptable casa hogar para la chiquita, debiendo compartir transitoriamente su cuidado con la atenta tía abuela anciana Maud (Marianne Basier), situación que pronto rechaza Amanda por desestabilizadora, hasta que el hombre por fin decide asumir legalmente la custodia de la chirris, intenta recuperar el amor de Léna en su lejana casa natal y viaja a Londres en compañía de Amanda para ahora sí contactar a su envejecida madre Alison (Greta Scacchi de conmovedora fortaleza) y para asistir a los apasionantes partidos internacionales de Wimbledon, que no tardarán en provocar una crisis emocional a la sobrinita, ahora feliz hija adoptiva, en virtud de su gravedad radiante.
La gravedad radiante impone la sensibilidad desarmante de un discurso de la sencillez habitada, palpitante y profunda, ajeno a cualquier chantaje y a toda facilidad melodramática, puesto que se funda en la profusión perfecta y epifánica del trabajo explosivo con nimios detalles que de inmediato dejan de ser insignificantes para tornarse cruciales y denotativos de hondos procesos interiores sólo así visualizables, como resultan los convulsivos sobresaltos a medianoche, las serpeantes travesías en bici de David con su hermana tenaz a bordo de una antigualla rodante luego baldía en su paradero y al final sustituida por la ya pedaleante Amanda, como la atroz ternura infantil tan necesitada de afecto por su brutal cambio de vida pero volcada sobre animales con nombre tipo el loro Jean-Marco y el conejito caramelo, la constante invitación/tentación al viaje, o la sobreimpresión espectral de Léna hablando mimosamente por celular.
La gravedad radiante se estructura en tres partes muy bien diferenciadas y contundentes en fondo y forma, y tono y naturaleza: una primera parte sobre el romance incipiente de David con Léna, fresca y asaz tentaleante, a lo Adiós Filipinas del nuevaolero etéreo Rozier (61); una segunda parte política, sobre los efectos del inmostrable atentado terrorista, trágica sorda y luctuosa irrecuperable, que se precedía y se prolongará de discreto modo alevoso mediante las periódicas revisiones humillantes y paranoicas de mochilas escolares o esculcamientos con detectores de metales y la omnipresencia de vigilantes armados hasta los dientes en las banquetas y en los parques como en virtual estado de sitio, o bien a través de las inhumanidades del absurdo director africano superavanzado de la casa-hogar (Bakary Sangaré) y la ultraexigente asistenta social (Zoé Bruneau); y una tercera parte sobre el difícil reacomodo tras el estallido patético, la recogida de los destrozos morales y la aceptación de los hechos devastadores por parte de todos los personajes en torno a la pequeñita Amanda, incluyendo algunos apenas mostrados como el amigo confidente con irremediable discapacidad pero aún así consolador Axel (Jonathan Cohen), o una amiga Lydia (Claire Tron) informada en extreme-shot a un destiempo consternante-efusivo, y otros inmostrables como cierto galán de la difunta llamado Iván.
La gravedad radiante se apoya en el equilibrio conjunto de una límpida fotografía de Sébastien Buchmann, una música repleta de acentos populares de Anton Sanko y por encima de todo una fluida edición dulcemente elíptica de Marion Monnel que sabe marcar con pantallas en negro el giro narrativo del atentado y llega a deslizar un genuino discurso en paralelo, que se articula sobre esos regios enlaces entre las secuencias, pleno de fotogénicos bloques inmobiliarios, callejuelas y avenidas, un gato afelpado rondando una puerta, jardines y monumentos y más y más estatuas vistas por envolventes dollies circulares, cual homenaje plasticista y alucinado quasi delirante a Los hermosos barrios de París, como equivalencia visual del preciso (esa populosa Calle Charenton cerca de la Plaza de la Bastilla) y vehemente estilo literario de Louis Aragon o Patrick Modiano, éste último ya adaptado por Hers en Charell (06), su temprano mediometraje ya magnífico.
Y la gravedad radiante hace culminar su eficacísimo discurso psicologista sobre el apego y la paternidad asumida a modo de un relato que redefine la desgracia como una adversidad posible de remontar, coronando su travesía íntima en la colosal khátarsis múltiple de Amandita en el transcurso del torneo de tenis, una crisis de llanto y mohínes y sonrisas, a la vez atenta, serial, mutable, sentenciosa, metafórica, recuperadora y aplacadora, omniaceptante y dichosa gimiente como la película hipersensible que la cobija, hasta desembocar en un final abierto en el feraz feroz césped, familiar heterodoxo y balsámico.
FOTO: / Especial
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