Amanecer de sombras

Ene 11 • Ficciones • 2451 Views • No hay comentarios en Amanecer de sombras

POR MARIO GONZÁLEZ SUÁREZ

Si hago memoria me parece que desde siempre he andado en esto, con un arma en las manos, como si hubiera nacido viejo. Para mí la vida es un desvelo; hace mucho dejé de desear un descanso, tampoco guardo esperanzas respecto a nada. Estar vivo el día de hoy es más que una promesa cumplida. Y fumar por las madrugadas. Incluso he aprendido a encontrar sentido o una especie de solaz en medio de este alboroto. Esas sensaciones me sobrevienen precisamente al cabo de operaciones de violencia. Después de una balacera o una persecución vamos hacia donde tenemos que ir. Nunca me planteo quiénes son esas gentes, o si en verdad son gente o están muertos. Fardos. A sabiendas de que por nada del mundo podemos acabar en el hospital o en el cuartel de la policía o en los juzgados, es mejor quedar en la calle.

 

Un momento pleno es cuando sin darme cuenta me entrego a disfrutar el olor de algo que pasa, comida o una loción o mujeres. No bebo porque no soy feliz. ¡Borracho y desdichado! Mi padre, que llegó a muy viejo, ya en su primera viudez me dijo que hay que vivir como si uno fuera inmortal. Ahora me pregunto qué habrá querido decirme.

 

La conclusión que mi propia historia me ha dictado es que no hay que tener miedo, de nada; finalmente morirse es una garantía de sosiego, o al menos parece justo, es el cumplimiento de algo. No sé si ellos están vivos como nosotros. Cuando yo era muy chamaco me atrevía a cosas de verdadero peligro, por ambición, por inconsciente. Entonces el miedo era bueno porque daba valor. El mal miedo es el de la cobardía y la omisión. Matar por la espalda o a gente sin armas, eso sí causa remordimientos. Lo otro no pero acaba.

 

Las tardes soleadas son lo que más me gusta, principalmente cuando el aire trae el olor de las salinas y los limones. Si me pongo melancólico me voy fumando por el malecón, contemplando el mar y los barcos gigantescos que me provocan fantasías y llanto, siempre me tienta la idea de que puede uno irse muy lejos y que allá podría comenzar de nuevo; pero sólo para desembocar en esta misma vida, lo sé. Me da un sentimiento raro, pienso que lo que veo es un sueño o se me ocurre que quizá sólo soy un aparecido. La gente me mira pasar, algunos con desconfianza, o con pulcra indiferencia quienes no me conocen. No me llama el océano ni me precipito en las estrellas. Nunca tuve una novia. Yo creo que por no tener hijos.

 

Sí sé en qué momento me hice para este lado: en una de las primeras salidas con mi patrón, ya fallecido; hoy el patrón es su hijo. A lo largo de la noche habíamos corrido más que mastines. Tenía veintipocos años. Por supuesto que yo jamás le preguntaba a mi patrón nada acerca de sus asuntos pero yo sabía desde el principio que lo de esa noche era algo importante, además me estaba pagando el doble.

 

Nos había contratado un hombre en pantalón corto; un extranjero ya maduro y con gafas de aumento pero musculoso y ágil. Esa noche lo conocí y jamás volví a verlo. Su rostro afeitado era casi fosforescente bajo las luces alógenas de la ciudad. Sólo portaba una pistola 9 milímetros en su sobaquera. Nunca la alumbró, pero su mano era casi un arma y nos era inevitable obedecerle, incluido mi patrón. En los suburbios del puerto, arriba de las empacadoras de pescado, detuvimos el auto y seguimos a pie a través de la maleza. Mi compa de entonces, que era muy poca cosa, me alcanzó para decirme que tenía sueño y que le parecía una exageración continuar persiguiendo a alguien que nadie había visto. No lo has visto tú.

 

Yo sí lo había visto, entre los carrizos, y era gordo. Mi patrón, que nos guiaba, se metía a los charcos y al lodo, se había mojado hasta la cintura y sin batallar se subía a los árboles. Yo tenía una súper condición física pero llegó un momento en que de plano quise pararme, destrabar la respiración, escupir, secarme la cara. Ahí me quedé resoplando hasta que mi patrón le gritó al hombre de los pantaloncillos que mejor fuéramos por los perros; teníamos una manada de caza. El extranjero hizo una seña con las manos de que nos calláramos y siguiéramos.

 

Levanté los ojos hacia el cielo y vi que en la luna se dibujaba un rostro. Me quedé mirando la alucinación hasta que mi compa me dio un sopapo en la cabeza. Me malhumoré y estuve a punto de contestarle el golpe, pero en eso el patrón grita que ya lo tiene atrapado, al gordo. Nos apresuramos hacia donde se oían. Me sentí avergonzado de no haber sido el primero en acorralarlo. Está en ese árbol, oí que le dijo mi patrón al hombre, alumbrándolo con su linterna. Sin luz, le ordenó. Llegué junto a ellos, y presencié un acto absurdo del tipo éste que andábamos persiguiendo: no sólo que seguía sentado en la rama de un árbol sino que además sacara un peine para alisarse el cabello. ¿Quién tiende las camas de una casa en llamas? Lo estuvo haciendo como si nada; ahora creo que burlonamente: luego se guardó el peine en el bolsillo de la camisa, también blanca. Baja, le gritó el extranjero; te tenemos y ya no puedes ir a ningún lado ni tiempo te queda. Yo trataba de imaginarme qué deuda debía el infeliz gordo.

 

Entonces saltó desde esa altura, que era considerable no sólo para un obeso, que como si nada se acomodó el traje y la corbata. El hombre del pantalón corto se fue detrás del gordo, pegadito, pastoreándolo por las partes secas para sacarlo del manglar. Nosotros lo teníamos a tiro. Mi patrón ordenó bajar las armas. Juzgó que ya era imposible que escapara. Cuando llegamos al coche, el gordo lo abordó sin chistar, atrás, entre mi patrón y el hombre, todos apretados. Las únicas palabras que se pronunciaron durante el trayecto fueron de él mismo: Ya va a salir el sol. Había preocupación en su voz pero me dio risa; va a salir el sol y ¿qué?

 

Llegamos al embarcadero turístico, silencioso y solitario a esa hora. El hombre de las gafas se bajó del carro y se echó a caminar hasta la punta del muelle; allí se sentó como un niño, sobre las tablas y tijereando las piernas en el vacío. Sólo veíamos su silueta, a contraluz de los últimos destellos de los rayos de la luna en el agua. Como si el gordo conociera las reglas, se fue también para allá y se acomodó en idéntica posición; parecían dos chicos conversando fraternalmente mientras aguardan que piquen los peces. Nosotros nos quedamos atrás, incluido mi patrón. No oíamos de qué hablaban, pero cuando la primera arteria sangrienta se reventó en el cielo, el gordo se levantó ruidosamente. Entonces el hombre le hizo una seña a mi patrón para que lo detuviéramos. Nos le cruzamos enfrente, apuntándolo, lo cual me pareció una exageración. Por un instante pensé que no sería capaz de dispararle a alguien con un aspecto tan pálido como el del gordo. Pero a mi patrón yo no lo podía desobedecer, así que mejor corté cartucho. El gordo se detuvo sin resistirse y se dio la vuelta enseguida cuando le gritó el otro hombre, como si fueran de la misma raza.

 

Te juro que no lo planeé, le dijo al gordo, como dándole explicaciones. Nunca pensaste que se te acabara la noche, que te sucediera esto; ni yo, a decir verdad. Parecían amigos o quizá lo habían sido. El gordo hizo un gesto de fastidio, que tal vez con la intención de disimularlo se le disolvió en una sonrisa. Siempre me ha parecido un gesto muy estúpido eso de hacerse el chistoso en medio de un naufragio. Pero de pronto el gordo empezó a irradiar algo que nos hizo retroceder un paso. Había levantado la vista hacia el cielo, escudriñando.

 

Como los que tratan de descubrir qué está viendo alguien que en la calle se ha detenido a mirar hacia lo alto de un edificio: así estábamos todos. El sol… pronunció el hombre como si las letras fueran dados. El gordo se cubrió los ojos y empezó como a bufar. Alguna vez había visto un programa donde decían que hay enfermedades que tienen como síntoma la repulsión a la luz. Sentí que era una tontería hacer este tipo de relaciones en esta hora tan difícil, pero me dejé llevar y vino a mi mente que la palabra que nombra ese síntoma se llama fotofobia. Luego recordé, ya me era inevitable detenerme, que la enfermedad en cuestión era la rabia. El gordo tiene rabia, pensé. Casi enseguida le vino un ataque de furia y se lanzó sobre nosotros. Mi compañero le dio un brutal golpe con la culata de su escopeta. Ni siquiera sangró. Lo encañonamos los tres, teníamos su cabeza a unos pocos centímetros. Mi patrón ya de plano le apoyó también la punta de su pistola en la frente. Pero el gordo, de un instantáneo y soberbio cabronazo lo lanzó al agua, y enseguida abofeteó al otro. Y yo, aunque no tuve tiempo de pensarlo disparé mi arma, dirigiendo la ráfaga a sus piernas. Ahora sí se cayó y al verlo en el piso sentí confianza para llegar hasta él y apuntarle al rostro.

 

Tenía la tela del pantalón desecha pero de adentro nada le salía. Me miró y sentí miedo; no hice nada por evitar que se incorporara. Paralizado, lo vi caminar hacía mí hasta que reaccioné y le disparé un tiro en el hombro. Se detuvo como si algo recordara, se dio la vuelta y empezó a avanzar decididamente hacia el hombre de las gafas, que en ese momento ya no parecía tan seguro. Entonces, como un nacimiento, apareció una cresta roja en el cielo. Al mismo tiempo que la luz invadía el mundo se escuchó un sonido como de llanto, como si alguien, efectivamente, estuviera naciendo. La cabeza de la criatura acaparó el horizonte y su resplandor fue a rebotar en las tablas del muelle: el gordo lanzó un aullido y sin soportar la visión del recién parido dio unos pasos hacía atrás, como ebrio, tapándose la cara.

 

El parto salpicó el cuerpo entero del gordo, las palmeras y los hoteles y el malecón. Como una construcción de arena derrumbada por una ola jubilosa, el gordo, vestido de blanco, se desmoronó ante nuestros ojos. Por un instante sus cenizas lanzaron un flamazo. En las tablas del muelle sólo quedó una silueta como de ácido. Me volví a mirar al hombre con la intención de recibir una explicación, una palabra. Escupió sobre la mancha y se encaminó con paso firme al auto. Mi compañero, hoy difunto, andaba ayudando a mi patrón a salir del agua. Tácitamente entendí que debíamos irnos de allí y tomé el timón del auto. La luz de la mañana velaba cuanto tocaba, lo que permanecía en las sombras era mi única orientación en las calles.

 

Dejamos al extranjero en su hotel, donde mi patrón también se apeó y nos ordenó a mi compa y a mí que regresáramos a las tres. En vez de tomar por el malecón, atravesé el puerto por la plaza. Seguí manejando por las granjas y la salida de la carretera. Mi compa se había quedado dormido en el asiento.

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