Republicanismo y racismo en las Américas
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La relación de las sociedades latinoamericanas y europeas con sus monumentos responde a sus respectivos panteones heroicos, una especie de política de la memoria impulsada por los vencedores
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POR RAFAEL ROJAS
La ola de derribo de estatuas que se expande en Estados Unidos y Europa, como consecuencia de las más recientes protestas antirracistas, no es nueva. Se trata más bien de la activación de viejas demandas de organizaciones sociales y políticas que intentan hacer suyos los agravios de comunidades sometidas, por siglos, a la colonización, la esclavitud o la servidumbre.
En América Latina, esas corrientes que presionan por un rediseño de la estatuaria y la monumentalística, a partir de la memoria de las comunidades agraviadas, también existen. Asociaciones indigenistas han intentado derribar la estatua de Cristóbal Colón en Paseo de la Reforma en varias ocasiones –la más famosa, el 12 de octubre de 1992, cuando el quinto centenario del arribo de las tres carabelas al Caribe. La estatua del conquistador Francisco Pizarro en Lima, originalmente instalada en el atrio de la Catedral y luego ubicada en la Plaza Mayor, ha sido trasladada de lugar en un par de ocasiones en los últimos años.
Sin embargo, no hay en América Latina un movimiento equivalente al de Estados Unidos y Europa, tanto en relación con los monumentos y estatuas dedicados a los conquistadores del siglo XVI como a los mucho más numerosos consagrados a los héroes de la independencia y las reformas liberales en el siglo XIX. Son muy diversas las razones para explicar esa diferencia, pero hay una, relacionada con la evolución del republicanismo y el liberalismo, en Estados Unidos y América Latina, y sus particulares interacciones con el racismo, que vale la pena pensar con cuidado.
Los panteones redivivos
A ambos lados del río Bravo, la estatuaria se expandió entre la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX. En Buenos Aires, el monumento a San Martín, diseñado por el escultor francés Louis-Joseph Daumas, fue inaugurado en 1862, cuando arrancaba el gobierno de Bartolomé Mitre. La estatua ecuestre de Simón Bolívar en Caracas, del italiano Adamo Tadolini, se levantó un poco después, en 1874, a inicios del gobierno de Antonio Guzmán Blanco. Tanto Mitre como Guzmán Blanco eran liberales, que habían vencido a sus rivales en guerras civiles recientes, y que se apropiaban del legado de los padres fundadores para apuntalar sus hegemonías.
En México, el panteón heroico fundacional también quedó configurado tras el triunfo liberal de fines del siglo XIX. La idea de un gran monumento a la independencia existía desde los tiempos de Iturbide y Santa Anna, pero fue en la República Restaurada y, sobre todo, el Porfiriato, cuando se consumaron los proyectos más emblemáticos. El Ángel de la Independencia, en Paseo de la Reforma, fue inaugurado por Porfirio Díaz en las fiestas del centenario. El monumento a Morelos, en la Plaza de la Ciudadela, se inauguró dos años después, en 1912, cuando gobernaba Francisco I. Madero.
No sólo el culto a los próceres de la independencia (Bolívar, San Martín, Sucre, Hidalgo, Morelos, O’Higgins, Artigas…), también el de los grandes reformistas del siglo XIX (Sarmiento, Mitre, Alberdi, Lastarria, Juárez, Balmaceda, Batlle y Ordóñez) se afianzó en el último tramo de la hegemonía liberal, que coincidió con las primeras décadas del siglo XX. La gran transformación ideológica y política que se inició en América Latina con la Revolución Mexicana y los populismos clásicos de los años 30 y 40, no alteró, en lo fundamental, aquel panteón republicano-liberal.
En México, los revolucionarios siguieron rindiendo culto a Hidalgo y a Juárez, y en Cuba, todos los políticos del siglo XX, desde los dictadores de derecha Gerardo Machado y Fulgencio Batista hasta líderes de la izquierda comunista o populista, como Julio Antonio Mella, Eduardo Chibás o Fidel Castro, fueron admiradores de José Martí. En muy pocos países de la región se edificaron estatuas a gobernantes conservadores del siglo XIX. Excepciones podrían ser los monumentos a Miguel Antonio Caro en Bogotá y a Gabriel García Moreno en Quito, y ambos responden a las singularidades de la guerra civil decimonónica en esos dos países.
A diferencia de Estados Unidos, donde el desenlace de la Guerra Secesión, favorable a la corriente abolicionista del norte, no generó una clara hegemonía política liberal, en América Latina el conservadurismo fue literalmente barrido del espacio público. En Estados Unidos, en cambio, los derrotados, bajo el aliento de los vencedores, se abocaron a preservar la memoria del ejército confederado por medio de monumentos y estatuas en el centro de múltiples ciudades al sur de Virginia.
En las primeras décadas del siglo XX, políticos sureños como Woodrow Wilson impulsaron una política de la memoria que honrara a los héroes del bando confederado. Wilson inauguró el Confederate Memorial en el cementerio de Arlington, Virginia, y bajo su gobierno y los de sus sucesores, Warren Harding, Calvin Cooolidge y Herbert Hoover, se levantaron estatuas a Jefferson Davies, Robert E. Lee, Zebulon Baird Vance, Edmund Kirby Smith, Joseph Wheeler y otros líderes del ejército esclavista sureño en North Carolina, Florida, Georgia, Alabama y Mississippi.
Aquella política de la memoria buscaba reconciliar a los rivales de la guerra civil en el republicanismo originario de Estados Unidos. Pero, a la vez, otorgaba legitimidad a la causa de la esclavitud por la que luchaban los confederados sureños. Esa operación simbólica, en medio de la aplicación de las Leyes Jim Crow, iniciadas en el periodo de la Reconstrucción, a fines del siglo XIX, resultó especialmente ofensiva para las comunidades negras de Estados Unidos. Hasta los decretos de derechos civiles, a mediados de los años 60, aquella legitimación del esclavismo sureño formaba parte de la práctica cotidiana del racismo en Estados Unidos.
Esa es una de las razones que explican que la historiografía de la izquierda radical en Estados Unidos desarrollara, desde los años 60, una visión tan crítica del republicanismo norteamericano. En libros como Intellectual Origins of American Radicalism (1968) de Straughton Lynd o A People’s History of the United States (1980) de Howard Zinn había una contundencia en la desmitificación de los próceres de la Revolución de 1776 que está ausente en la historiografía marxista más radical de América Latina.
Un posible equivalente latinoamericano del popular libro de Zinn, Las venas abiertas de América Latina (1971) de Eduardo Galeano, es completamente apologético en relación con los padres fundadores. Allí se establece una continuidad sin fisura entre la gesta anticolonial de Bolívar, Sucre, San Martín, Artigas, Hidalgo y Morelos y las luchas sociales de los revolucionarios del siglo XX: Zapata, Villa, el Che Guevara, Fidel Castro. Galeano asegura que el “Reglamento de Tierras de 1815” de José Artigas fue el punto de partida de un reformismo agrario que desemboca en el Plan de Ayala de Zapata.
Como han observado historiadores académicos, como el peruano Víctor Peralta Ruiz, esa teleología es insostenible porque tanto el proyecto de Artigas como los que impulsó Bolívar en los Andes procuraban un reparto agrario privado, sin reconocer la naturaleza comunal de la propiedad, que sería central en el zapatismo. Como es sabido, la primera reforma agraria americana no fue la de Artigas, como afirma Galeano, ya que antes se había producido la de Jean Jacques Dessalines y Henry Christophe en Haití, además de que el carácter liberal y republicano del reglamento uruguayo está fuera de dudas.
La teleología de Galeano y otros historiadores ideológicos ha sobrevivido en el discurso político de la izquierda latinoamericana hasta hoy. Así, Fidel y Raúl Castro se imaginaron como continuadores de las ideas de José Martí, Hugo Chávez y Nicolás Maduro de las de Simón Bolívar, Rafael Correa de Eloy Alfaro, los Kirchner de San Martín y Andrés Manuel López Obrador, que se autodefine como “liberal”, de Benito Juárez. Esa diferencia entre ambas izquierdas se refleja en la debilidad de la iconoclastia latinoamericana.
Otra genealogía del racismo
No tiene sentido negar que los procesos de independencia en América Latina, empezando en Haití en 1791 y culminando en el famoso decreto de Vicente Guerrero, en México, en 1829, tuvieron un sentido antiesclavista, del que careció la revolución norteamericana de 1776. Sin embargo, la construcción de sistemas políticos que excluían a las comunidades indígenas y afroamericanas, fuertemente deudores de las doctrinas sociales racistas del siglo XIX, fue practicada por las élites de la región durante toda aquella centuria.
En su conocida conferencia Genealogía del racismo (1976) Michel Foucault ubicaba a fines del siglo XIX el surgimiento de un “racismo de Estado”, influido por la vasta recepción de las tesis evolucionistas y eugenésicas entre las élites políticas latinoamericanas. Sin embargo el propio Foucault observaba que, en buena medida, todo el discurso revolucionario del siglo XIX, desde el liberalismo hasta el marxismo, había sido un intento de colocar fuera de la fricción racial las asimetrías y desigualdades de la sociedad.
El racismo está ligado al liberalismo y el republicanismo desde sus orígenes. En América Latina fue evidente desde las primeras asimilaciones de la Constitución de Cádiz de 1812, que en su artículo 22 excluía de la condición de ciudadanos a los “españoles que por cualquier línea son habidos y reputados por originarios del África”. El primer republicanismo hispanoamericano (Bolívar, Moreno, Mier, Zavala, Varela, Heredia, Rocafuerte, Vidaurre) tuvo una idea más incluyente de la ciudadanía pero proyectó su propio racismo en la aspiración a crear ciudadanías homogéneas y virtuosas que sacaran del “atraso” y la “barbarie” a las poblaciones indígenas y africanas.
A fines del siglo XIX el positivismo desinhibió aquel racismo originario del republicanismo y el liberalismo. Sin embargo, las revoluciones y los populismos del siglo XX (desde la mexicana hasta la cubana, pasando por el peronismo, el varguismo, el aprismo o el nacionalismo revolucionario centroamericano y caribeño) tampoco se libraron plenamente del racismo. Como muestran los estudios de Erika Pani y Pablo Yankelevich, las ideologías racistas adoptaron múltiples formas bajo aquellos proyectos socialmente más inclusivos. Algunas de ellas fueron el desarrollismo, la modernización socialista y las políticas migratorias encaminadas al blanqueamiento o el mestizaje.
Las revoluciones del siglo XX desmontaron el sustento doctrinal del liberalismo decimonónico –la premisa de los derechos naturales del hombre– y aplicaron políticas a favor de la justicia social y la igualdad de oportunidades. Pero aquellas revoluciones y populismos continuaron y, a veces, radicalizaron el republicanismo en su empeño de homogeneización de la ciudadanía. Esa mezcla de ruptura del liberalismo y continuidad del republicanismo está en la raíz de la preservación de los panteones heroicos del siglo XIX y del poderoso sentido icónico de la izquierda latinoamericana contemporánea.
En la Cuba socialista, por ejemplo, marxistas negros como Walterio Carbonell, que sostenían que el nacionalismo cubano, desde José Martí hasta Fidel Castro, había reproducido la hegemonía blanca, fueron borrados del campo intelectual de la isla. La tesis de que en Cuba habían sido superados el racismo y la discriminación, por medio del modelo socialista, fue adoptada pasivamente por buena parte de la izquierda latinoamericana, hasta hoy. Ese tópico, nueva versión de la “democracia racial” brasileña y del “Estado mestizo” mexicano, hizo que la realidad del racismo y de la lucha contra la discriminación de las comunidades negras de la isla se volviera tabú.
Sólo a partir de los años 90 comienza la lenta e incompleta asunción de elementos comunitarios en América Latina. Esa asunción tiene claros reflejos jurídicos en el nuevo constitucionalismo latinoamericano, que desde aquella década se manifiesta en Colombia, México, Brasil, Venezuela, Bolivia y Ecuador. La implementación de la nueva normatividad antirracista ha sido, sin embargo, muy accidentada. En su mejor variante, ese comunitarismo no propone el desmantelamiento de las bases liberales y republicanas de las democracias latinoamericanas sino su complementación.
FOTO: Estatua del rey Leopoldo II de Bélgica, vandalizada durante una protesta antirracista el 30 de junio en la ciudad de Gante. / John Thys/ AFP
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