Derribar monumentos no atenta contra la historia, la continúa

Jul 4 • destacamos, principales, Reflexiones • 9436 Views • No hay comentarios en Derribar monumentos no atenta contra la historia, la continúa

/

La revisión de la historia y sus tragedias son, al parecer, las tareas fundamentales de la sociedad contemporánea que lucha por lograr la justicia desde el presente para los antepasados. El derribo de estatuas y monumentos es una tendencia en auge tanto en Estados Unidos como Europa, que pretende eliminar la glorificación de personajes polémicos que fueron reconocidos y validados por los intereses políticos y sociales de las sociedades de su época

/

POR ALFREDO ÁVILA

El 23 de junio de 2020, la Real Academia de Historia (RAH) manifestó su sentir por “los ataques injustificados” contra estatuas de personajes españoles en Estados Unidos. Señaló que esas agresiones tienen su origen en el “presentismo, que valora personajes históricos con parámetros actuales”.

 

En efecto, quienes nos dedicamos profesionalmente a la investigación de la historia coincidimos en que los anacronismos oscurecen la comprensión de los procesos históricos, pero también que es imposible estudiar el pasado sin las categorías, las preguntas y los prejuicios del presente.

 

La mejor manera de evitar las “tergiversaciones” (para emplear los términos usados por esa Academia) es tener conciencia de nuestros propios prejuicios y posiciones ideológicas, algo tan difícil de conseguir que la propia RAH termina valorando la obra de los hombres representados en las estatuas mancilladas a partir de un parámetro presentista, la globalización.

 

Las posiciones ideológicas actuales son inevitables cuando se trata de levantar o tirar estatuas. Cuando grupos islamistas radicales destruyeron efigies en Petra, Bamiyán o Nínive, lo hicieron a partir de sus convicciones religiosas. Esto no quita que muchas personas consideremos que se trata de un patrimonio de la humanidad que debería ser conservado, como ha documentado la prensa. En cambio, pareciera que la caída de la estatua de Sadam Hussein en Bagdad no causó indignación alguna, lo mismo que los numerosos monumentos a Lenin, Stalin y otros próceres del comunismo. Sospecho que algunas personas que se ofenden por la retirada de monumentos confederados en Estados Unidos, aplaudieron la que se hizo en Rusia con los de la era soviética.

 

Derribar estatuas responde a criterios presentistas, pero erigirlas también. La estatua del general Robert Lee en Charlottesville, por ejemplo, fue impulsada a finales del siglo XIX por una asociación de hombres blancos molestos por la “intromisión” del gobierno federal en asuntos estatales, que promovía el cumplimiento de la decimoquinta enmienda constitucional, garantizar el sufragio para los adultos sin importar “raza, color o condición previa como esclavos”.

 

Algunos de los monumentos de personajes hispanos en California fueron erigidos también en las últimas décadas del siglo XIX y comienzos del XX por la comunidad española, interesada en resaltar su presencia en una sociedad dominada por el inglés y las tradiciones del resto del país. En El Progreso, periódico de dicha comunidad, no es extraño hallar comentarios con tintes racistas, particularmente referidos a los inmigrantes chinos.

 

Cuando el monumento a Junípero Serra en San Francisco fue derribado el 17 de junio de este año, las protestas de los defensores de la “herencia hispana en América” no se hicieron esperar. Consideraban, en concordancia con los argumentos de la RAH, que se hizo una afrenta al misionero, canonizado por la Iglesia Católica. Se resaltó que Serra procuró llevar los evangelios de forma pacífica a pueblos situados a miles de kilómetros de su natal Mallorca, aunque no se mencionó que dichos pueblos nunca pidieron la presencia de colonizadores ni misioneros en sus tierras.

 

El monumento en cuestión fue erigido en el Golden Gate Park por iniciativa de uno de los más importantes promotores del hispanismo en Estados Unidos, Eusebio Molera. Nacido en Cataluña, hizo carrera militar, pero decidió dejar su país tras la caída de la monarquía de Isabel II y el establecimiento del Sexenio Democrático, como ahora lo conocemos. Emigró a San Francisco, en donde se convirtió en un exitoso ingeniero y empresario que se veía a sí mismo como un “inmigrante conquistador” en América, continuador de la obra de Cortés, Pizarro y otros.

 

Lo que da sentido a los monumentos no es tanto la persona o el momento histórico que representan sino las personas y el momento en que fueron hechos. La egolatría y el afán de quedar bien con políticos o grupos poderosos también explican muchas de las efigies que pueblan calles y plazas.

 

En México, a comienzos de la década de 1980, el gobernador de Nuevo, León Alfonso Martínez Domínguez, levantó efigies en honor de José López Portillo y Lázaro Cárdenas, pero también de Raymundo Jardón, un sacerdote católico apreciado por los grupos más conservadores de la sociedad regiomontana. En el Estado de México hay —cómo no— monumentos a los más distinguidos hijos de su clase política: Carlos Hank y Fidel Velázquez.

 

No hay muchos episodios de destrucción de estatuas en México. En 1821, en Puebla se retiró un obelisco con la efigie de Carlos III. Lo mismo pasó con las representaciones de Carlos IV que adornaban (es un decir) las plazas de varias ciudades. En la capital, el grito de “mueran los gachupines” y el regocijo público acompañaron la caída del busto de Felipe V, que estaba en la calle de Moneda. Unos años después, Lucas Alamán movió la estatua ecuestre de Carlos IV al claustro de la Universidad, para evitar que fuera destruida, no por aprecio a ese monarca sino por considerarla una obra “única en su clase” en toda América.

 

Alamán protegió la estatua ecuestre hecha por Manuel Tolsá por ser una pieza artística de gran valor, pero no otras. Sin duda hay obras que merecen ser conservadas, pero también hay muchas que nadie extrañaría, como el monumento que se hizo erigir Santa Anna en 1844. La obra era de Salustiano Vega y su fundición fue muy defectuosa. El contratista Rafael Oropeza ganó mucho dinero, aunque el mismo año fue tirada en un motín.

 

El 4 de junio de 1966, un “atentado dinamitero” decapitó la estatua de Miguel Alemán, en la Ciudad Universitaria de la capital. Tiempo después fue retirada. En 1995, la estatua de López Portillo erigida por Martínez Domínguez en San Nicolás, Nuevo León, también fue objeto de vandalismo. El alcalde de esa ciudad, del Partido Acción Nacional (PAN), la retiró. Tiempo después, los integrantes de ese partido expresaron su malestar cuando personas afiliadas al Partido Revolucionario Institucional (PRI) derribaron la estatua a Vicente Fox.

 

Al abordar la discusión de la presencia o el derribo de estatuas, habría que preguntarse también los motivos presentistas por los cuales se erigieron. En octubre de 1992, al cumplirse el Quinto Centenario de la llegada de Cristóbal Colón a costas americanas, un grupo de personas de distintas comunidades indígenas derribó la estatua del conquistador Diego de Mazariegos en San Cristóbal de las Casas. Tal vez se les podría acusar de no contextualizar lo que hizo el fundador de esa ciudad, pero muchos de los que participaron en ese movimiento formaban parte de comunidades que en 1974 fueron expulsados de sus tierras por políticos vinculados con estancieros. Esos políticos fueron quienes erigieron la estatua ese mismo año.

 

Cuando el PAN ganó las elecciones del municipio de Cuernavaca, se puso en una vía pública una estatua de Hernán Cortés que antes estuvo en el Casino de la Selva, destruido para construir un centro comercial. En 2012, cuando el PRI recuperó el poder en ese Ayuntamiento, fue quitada y arrumbada. Algo semejante pasó en Mérida en 2010, cuando el último día de la administración municipal panista fue inaugurado el monumento a los Montejo, conquistadores de Yucatán.

 

Además de episodios como los mencionados, en México hemos visto daños a monumentos, como el del Hemiciclo a Juárez o el de José María Morelos en la carretera México-Cuernavaca, pero no a multitudes derribando estatuas. Lo más cercano son las manifestaciones en las que se grafitea “nuestro patrimonio histórico”, para emplear los términos de quienes se ofenden.

 

Tal vez por eso no ha habido en nuestro país un pronunciamiento semejante al de la Real Academia de Historia y pocas personas han dado sus opiniones ante la nueva iconoclasia que se manifiesta en varias ciudades de Estados Unidos.

 

En las redes sociales se puede ver algo de interés entre colegas que pretenden mantener la imparcialidad, aunque después afirmen que personalmente no están de acuerdo con el derribo de monumentos o consideren que por dedicarse al oficio de historiar habría que estar del lado de la conservación de las estatuas, como testimonio de su época. Lo curioso es que nunca como ahora, las carreras de historia están formando a jóvenes que han dejado atrás el estudio de “los grandes hombres” y de los “sucesos importantes”. Cada vez más colegas estudian estructuras económicas y sociales, vida cotidiana y cultura.

 

El pionero de estos estudios en México no fue un académico imbuido en corrientes historiográficas, como la Ecóle des Annales, que rechazaban el estudio de los “grandes hombres” y de la política como historia de acontecimientos, sino uno enamorado de San José de Gracia, el pequeño pueblo en el que nació.

 

Luis González se dio cuenta de la importancia de la gente de a pie, de aquella que no protagonizó las luchas entre liberales y conservadores, sino que sólo veía el ir y venir de ejércitos; de la que presenció la intervención francesa, pero ni la apoyó ni se opuso; de la que no hizo la Revolución Mexicana sino que la padeció; es decir, la mayor parte de la sociedad mexicana.

 

En 1973, Luis González hizo una vindicación de esa manera de escribir historia y la contrastó con la historia global y con la historia patria, a la que llamó “historia de bronce”. El término fue muy exitoso. En el medio académico, no es extraño que quienes hacemos historia política señalemos que una de nuestras misiones es “bajar a los héroes de su pedestal”, metáfora que nos sirve para expresar que debemos estudiarlos en su contexto, como personas con intereses y defectos.

 

Cuando esa expresión deja de ser una figura retórica y se vuelve literal, puede ser vista como una amenaza a “nuestra historia”, pero las estatuas sólo son la representación de una versión del pasado, no son la historia. Son símbolos de una memoria hegemónica, que ahora se ve amenazada por distintas memorias que habían permanecido al margen de la dominante.

 

El derribo de estatuas y monumentos no atenta contra la historia, sólo la continúa.

 

FOTO: Estatua Robt Milligan, famoso esclavista escocés, intervenida durante una manifestación antirracista el 9 de junio pasado en la capital británica./ Chris McKenna

« »