Markus Schleinzer y el racismo cultural

Jun 1 • Miradas, Pantallas • 2999 Views • No hay comentarios en Markus Schleinzer y el racismo cultural

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El segundo filme del director austriaco aborda la vida de Angelo, un niño nigeriano que en el siglo XVIII fue criado en la corte vienesa, de la que es expulsado y dejado a su suerte al llegar a la vida adulta

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POR JORGE AYALA BLANCO 
En Angelo (Austria-Luxemburgo, 2018), supercalculada aunque sensitiva segunda obra cerebral del vienés exdirector de casting de una setentena de filmes innovadores (tipo El listón blanco de Haneke 09, luego de Días perros de Seidl 01 o el Hotel de Jessica Hausner 04) y realizador de choque de 47 años Markus Schleinzer (primer largo: Michael, crónica de una obsesión 11), con guión suyo y de Alexander Brom, un niño nigeriano de 10 años (Ange Samuel Koffi D’Aula) es víctima de un secuestro que en el siglo XVIII se pretende rescate humanístico y, como esclavo despojado de su zayal por un batón, va a dar con una desesperada Condesa siciliano-austriaca de ideas avanzadas (Alba Rohrbacher) que lo adopta cual mascota e hijo sustituto, lo hace bautizar beatíficamente como Angelo y por la fuerza lo educa bajo la gracia civilizadora de un coro infantil y en el arte de la flauta de pico, para que demuestre una notable inclinación hacia la música y talento por la escena en tableaux vivants (ahora interpretado por Kenny y Ryan Nzogang), para luego incorporarse, gracias a sus distintivas características raciales, como curiosidad corpórea y cultural, a la exquisita corte vienesa, donde se le asignará al refinado Angelo, tan respetuoso de los protocolos y prácticas significantes del preciosismo ad usum, un lugar de privilegio, llegando a ser (prodigiosamente encarnado por Makita Samba) confidente de un Príncipe (Michael Rotschopf) e interlocutor favorito de un monologante Emperador (Lukas Miko), pero a causa de casarse en secreto con una vulgar sirvienta blanca (Larisa Faber), será declarado esclavo liberto, para ser expulsado de la corte y relegado en una heredad rural donde aprenderá a subsistir impartiendo clases de música, se integrará a una logia masónica y procreará a una afrohija coja (Nancy Mensa-Offei) que, andando el tiempo, lo acompañará en su vejez (esta vez actuado por Jean-Baptiste Tiémélé) y será la única persona que intente sacar su cuerpo disecado de la vitrina del Museo de Historia Natural de Viena donde permanecerá durante medio siglo, hasta que sus restos sean accidentalmente consumidos por una quemazón, cual avatar extremo de su periplo al interior de un mítico racismo cultural.

 

El racismo cultural se descubre así en el límite y lo insólito como la pieza clave y el punto de inflexión de un incipiente pero poderoso estilo de Schleinzer, que es nuevo modo de representación y acerba concepción del mundo, más por sus diferencias que por sus semejanzas con Michael, pues el infame recuento neutro de un largo y abusivo enclaustramiento como objeto sexual en un sótano irrespirable, se ha tornado irónica y sarcásticamente aquí el infame recuento de un largo y abusivo aunque afelpado enclaustramiento como objeto de curiosidad y experimento educativo en un majestuoso palacio-sótano vuelto vil irrespirable (“En África los negros padecen mucho calor, son letárgicos y lunáticos, incapaces de razonar y de madurar, son menos que humanos, son esclavos natos, son criaturas sin Dios y entregadas al diablo desde su nacimiento, pero yo pienso que son los demás quienes determinan lo que somos y lo demostraré”).

 

El racismo cultural estructura su ejecutoria en tres capítulos (niñez/adultez/decrepitud) y se expresa en forma estrictamente visual, entienda quien le entienda al modélico guión que nada explica y a la hiperelíptica edición de Pia Dumont, a través de la bellísima fotografía pictoricista de Gerald Kerkletz, expuesta en la turbia luz exigua de las velas, en la luminosa dulzura de la campiña domada o en una escenografía teatral con maquetas tamaño natural para resaltar gestos de pantomima exquisita, donde “cada escena deja un vacío a medida que el relato se desarrolla” (según Vassilis Economou), pero esa oquedad es a la vez dramática y conceptual, en puntos suspensivos estéticos.

 

El racismo cultural disemina así, tras brutales ataques clavecinistas de Scarlatti o Sammartini, un inigualable bombardeo de imágenes-concepto, a lo Straub-Huillet por autónomos, suprapoéticos-metaficcionales y omnisugerentes, sea el plano alejadísimo de la marcha de migrantes esclavos en la playa de la Nigeria natal ayer u hoy por ominosa igualdad, sean los iniciáticos azotes inmostrables en el off alrededor de un taburete baldío (“Es tu primera victoria para convertirte en humano”), sea la automarginación durante el baile de los otros o enfrentado al incontestable monólogo imperial (“¿Aceptar los hechos o rebelarnos contra ellos?”), sea la representación teatral que Angelo asume cual afromemoria original ante su esposa como única identidad posible, o sean las llamas del ominoso museo ardiendo durante la revolución socialista de 1848 luego pasto de una crónica-novela genial del joven Marx.

 

Y el racismo cultural ha partido de un curioso pero cruel experimento aculturador límite de época, en efecto ocurrido, gozado y sufrido como imprevista trayectoria existencial e irrepetible drama histórico al todavía hoy enigmático personaje real de Angelo Soliman (nacido Mmadi Make, 1721-1796), protegido del conde Johann Georg Christian von Lobkowitz y del conde reinante Wenzel von Lichtenstein, un paradójico destino dramático y que se ha tornado obsedente para sus estudiosos centroeuropeos e incluso está presente en algunas películas del supremo documentalista infiernolaboral Michael Glawogger y el sueco Harald Sicheritz, en paralelo aunque en las antípodas de la fenomenal Venus negra de Kechiche (10), pero de ninguna manera reductible, pudiendo abarcar metafóricamente algunos temas extraordinariamente actuales y candentes sobre la relación del hombre contemporáneo con los migrantes, el descubrimiento de la otredad en espejo y de la mirada circular (en la llamada diferencia de los demás sólo nos vemos a nosotros mismos), el racismo latente/virulento o declarado/hipócrita-soterrado en todas sus variantes intelectuales y la condición del trasterrado sin identidad posible ni clandestina.

 

FOTO:  Angelo, con guión de Markus Schleinzer y Alexander Brom, fue nominada a Mejor Película en el Festival de Cine de San Sebastian, en 2018. / Especial

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