Annie Ernaux, la Premio Nobel que no respeta tabúes
Al contar su propia historia, Annie Ernaux transmite no sólo la memoria colectiva de su tiempo a las nuevas generaciones, sino también aquella que ha recibido de sus ancestros
POR LAURA CHALAR
EL PAÍS/ GDA
Los días previos a la revelación del Nobel estuvieron, como cada año, cargados de especulaciones. Algunos aventuraban que la Academia sueca otorgaría el premio a un escritor de Ucrania, tomando así posición frente a la invasión rusa. Otros arriesgaban los ya habituales nombres de Murakami, Amis o Kundera. Sonaba con fuerza el nombre de Salman Rushdie, víctima de un reciente ataque homicida que le provocó graves lesiones. Patricio Zunini opina en Infobae que “este era el año en que debía recibirlo Salman Rushdie. Después del atentado que sufrió hace unos meses —y después de vivir bajo amenaza durante ¡tres décadas!— merecía un apoyo irrestricto e incondicional. El Nobel es demasiado importante como para no intervenir. Tal vez faltó coraje”.
No es esta la ocasión de discutir acerca de si el Nobel debe o no ser otorgado en función de cuestiones ideológicas o políticas. Sea como fuere, en Estocolmo —al igual que en el Vaticano—, el que entra papa suele salir cardenal. Si bien Ernaux figuraba en algunas listas de los bookies o levantadores de apuestas del Nobel, no era una de las candidatas más obvias.
Memoria que no se detiene
Las imágenes de una vida, dice Ernaux, “se desvanecerán todas de un golpe, como lo han hecho los millones de imágenes que estaban tras las frentes de los abuelos muertos hace medio siglo, de los padres también muertos. Imágenes donde una aparecía, niña, en medio de otros seres ya desaparecidos antes de que una hubiera nacido, al igual que en nuestra memoria están presentes nuestros hijos pequeños junto a nuestros padres y a nuestros compañeros de escuela. Y una estará un día en el recuerdo de sus hijos en medio de nietos y de personas que aún no han nacido. Al igual que el deseo sexual, la memoria no se detiene nunca. Ella une a los muertos con los vivos, a los seres reales con los imaginarios, al sueño con la historia”.
Estas palabras evocan las del historiador G. M. Trevelyan, según el cual la magia de la Historia se encuentra en esa permanente sustitución de unas personas por otras sobre el mismo suelo, el mismo rincón del mundo, con cada generación dejando paso a la siguiente desvaneciéndose, en su memorable frase, “como fantasmas al cantar el gallo”.
Frente a esta desaparición inevitable, el poder de Ernaux radica en su aptitud para recortar esas imágenes de una vida común —la de una mujer francesa de clase trabajadora, transformada y atravesada por su educación universitaria— contra el telón de la historia de Francia, sus mutaciones y procesos a lo largo de varias décadas. Y para tejer, con estos materiales, una crónica del mundo vivido.
Entrevistada en 2019 por The Guardian acerca de su libro Los años, Ernaux decía: “En la tradición autobiográfica, hablamos de nosotros y los hechos son el trasfondo. Yo he dado vuelta esto. Esta es la historia de hechos y progreso y todo lo que ha cambiado en 60 años de una existencia individual, pero transmitida a través del ‘nosotros’ y el ‘ellos’. Los hechos en mi libro pertenecen a todo el mundo, a la historia, a la sociología”.
Sin embargo, paradójicamente, esta reseña de una generación o de un cúmulo de individualidades que coinciden en similar espacio y tiempo es de un profundo intimismo. La ausencia de la primera persona del singular en Los años no logra borrar la sensación de encontrarse frente a una existencia única, cierta y determinada: la de Annie Ernaux.
Todo ha de pasar
“Todo se borrará en un segundo (…) Será el silencio y no habrá ninguna palabra para decirlo. De la boca abierta no saldrá nada. Ni yo ni mí (…) En las conversaciones alrededor de una mesa de fiesta una será apenas un nombre, cada vez más sin rostro, hasta desaparecer en la masa anónima de una lejana generación”.
Para esta cronista, la certeza de su próxima extinción no abroga la conciencia de integrar un largo linaje de seres humanos con los cuales se siente conectada. Camina por las calles medievales de Montpellier, desde donde llegaron sus antepasados a la Banda Oriental, recuperando esa proximidad, ese vínculo de sangre que une a cada eslabón de la cadena con todos los demás. Annie Ernaux, nacida en Lillebonne —en el otro extremo de Francia y muy lejos de la soleada Occitania—, también releva estas conexiones y las amplía a toda una comunidad: barrio, ciudad, país. Para ella, “las formas de caminar, de sentarse, de hablar y reír, llamar en la calle, los gestos para comer, para tomar los objetos, transmitían la memoria pasada de cuerpo en cuerpo desde el fondo de los campos franceses y europeos. Una herencia invisible sobre las fotos que, más allá de las disparidades individuales, la distancia entre la bondad de unos y la maldad de otros, unía a los miembros de la familia, los habitantes del barrio y todos aquellos de los que se decía que eran gente como uno”.
Una identidad, por otra parte, claramente francesa: “El resto del mundo era irreal”.
El presente abrumador
En la librería francesa de la avenida Córdoba esquina Suipacha, en Buenos Aires, la fila de lomos blancos de las ediciones Folio le recuerda a esta cronista las horas pasadas eligiendo títulos en Francia, la paciencia de su padre, el calor de agosto en las calles del país de sus ancestros, el peso feliz de los libros en la cartera.
No recuerda si fue Los años o La ocupación el primero de los libros de Annie Ernaux que leyó, pero sí la sensación de que, de algún modo indubitable, aunque difícil de describir, Ernaux era Francia: una forma de estar en Francia o de entender sus caminos y su idiosincrasia. Aunque, como dice la autora, “el personaje principal es el tiempo y su pasaje, que se lleva consigo todo, incluyendo nuestras vidas”. Un tiempo que se mide con diferentes instrumentos según el momento histórico en el que intentemos atraparlo: “El clic saltarín y veloz del mouse sobre la pantalla era la medida del tiempo (…) La búsqueda del tiempo perdido pasaba por la web. (…) La memoria se había vuelto inagotable, pero la profundidad del tiempo —cuya sensación daban el olor y el amarilleo del papel, el murmullo de las páginas, el subrayado de un párrafo por una mano desconocida— había desaparecido. Se estaba en un presente infinito”.
Cabe preguntarse cómo plantarle cara a este arrollador “presente infinito” sino mediante la evocación amorosa del pasado en retroceso, del antaño que, como Ernaux bien sabe, se terminará con ella. La memoria colectiva ayuda a preservar el recuerdo, pero la vivencia individual —aquella que estaba también tras la frente de los abuelos muertos— se acabará con la extinción física de cada persona. Por eso es menester escribir. Incluso sobre el aborto —“una experiencia humana total, de la vida y de la muerte, del tiempo, de la moral y de lo prohibido, una experiencia vivida de un extremo al otro a través del cuerpo”—. Incluso sobre la degradación sexual y la humillación de los celos.
La mirada inexorable
“Mi primer gesto al despertar era el de aferrar su sexo erecto por el sueño y quedarme así, como agarrada a una rama. Pensaba: ‘Mientras tenga esto, no estoy perdida en el mundo’. Si reflexiono hoy acerca de lo que esta frase significaba, me parece que quería decir que no se podía desear más que eso, tener la mano cerrada sobre el sexo de ese hombre. Ahora él está en la cama de otra mujer. Quizá ella haga el mismo gesto de extender la mano y aferrar el sexo. Durante meses, vi esa mano y tuve la impresión de que era la mía”.
La escritura autobiográfica de Ernaux no reconoce tabúes. Es, además, valiente y honesta en la confrontación de sus miserias y tribulaciones. En El acontecimiento, crónica del aborto clandestino que la autora se realizó en la década de los 60 —cuando aún era ilegal en Francia—, observa: “Primera en cursar estudios superiores en una familia de obreros y de pequeños comerciantes, yo había escapado a la fábrica y al mostrador. Pero ni el bachillerato ni la licenciatura en letras habían logrado apartar la fatalidad de la transmisión de una pobreza de la cual la muchacha embarazada era, al igual que el alcohólico, un emblema. Me habían atrapado del culo y lo que crecía en mí era, de alguna manera, el fracaso social”.
Esta brecha percibida entre Ernaux y su familia, debida a su condición de universitaria, es materia de Los armarios vacíos, la novela que publicó en 1974, donde cuenta la historia de una joven tironeada entre el proletariado al que pertenece su familia y el mundo burgués al que accede, primero, como alumna de una escuela privada (donde su origen social es motivo de escarnio), y luego en la universidad.
La extracción social y el deseo de despegarse de ella surgen también en la entrevista con The Guardian, donde atribuye a la fuerte personalidad de su madre, que amaba la lectura, el impulso que la llevó a estudiar. Era precisamente este impulso de superación lo que el embarazo no deseado ponía en riesgo: “El tiempo dejó de ser una continuidad insensible de días a llenar con cursos y conferencias, con estancias en los cafés y la biblioteca, que llevaba a los exámenes y a las vacaciones de verano, al futuro. Se convirtió en una cosa informe que avanzaba en mi interior y que era necesario destruir a cualquier precio”.
El ADN intelectual
Repasando estas ideas, esta cronista piensa que el hecho de haber nacido en una familia de profesionales universitarios graduados con sacrificio, de lectores voraces que compraban libros casi obstinadamente, es lo que le permite haber estado de pie allí frente a los lomos blancos de Folio, en librerías de Francia, en la librería francesa de la avenida Córdoba, husmeando títulos, sumando precios mentalmente y evaluando cuáles comprar; es lo que le ha dado el amor por la literatura, pero también los idiomas, que son la herramienta para disfrutarla y comprenderla. La configuración de este ADN intelectual, de una visión de la mente como centro de irradiación de potencialidades, y la generosidad de transmitirlos a la generación siguiente, son en sí mismas un regalo; Annie Ernaux creció en un contexto diferente que, sin el estímulo materno, podría haberla llevado a un lugar bien distinto.
Y, sin embargo, allí está, diseccionando lúcidamente su propia trayectoria y, a la vez, la de ese organismo vivo y cambiante que es su patria. Es una narración que “debe tener un atractivo que excede al de una simple historia de Francia”, dice. “Aunque yo no lo diga directamente, es claramente historia a través de una vida individual, la mía, y a través de mi memoria. Estoy contando esta historia colectiva a través de mis sentimientos y recuerdos”.
Al conceder el Nobel a Ernaux, la Academia sueca hizo caudal del “coraje y la agudeza clínica con la que descubre las raíces, los extrañamientos y las restricciones colectivas de la memoria personal”. Esa imbricación entre lo colectivo y lo personal, contados sin moralina ni reticencia, es quizá su mayor atractivo.
Las traducciones de los textos en francés son de Laura Chalar.
FOTO: Defensora de los derechos, aquí vemos a la Nobel durante una marcha en contra de la alza en el coste de la vida en Francia/ MOHAMMED BADRA/EFE
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