Anotado con gises en una barra de hielo

Oct 21 • destacamos, Ficciones, principales • 5043 Views • No hay comentarios en Anotado con gises en una barra de hielo

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Estos poemas en prosa cuentan las peripecias y el suplicio que experimenta un crítico literario

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POR ERNESTO LUMBRERAS

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El diente de oro de una calavera en un pedregal del desierto, las confusiones de los clavos de olor incrustados en una lengua de cerdo y las preguntas a quemarropa en los velorios en torno de las bajas pasiones del difunto. Sobre esos tres puntos, he clavado las estacas para levantar mi tienda de campaña a mitad del estrecho de Bering.

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A partir de hoy seré escéptico de la contundencia de la espuma del jabón y de la zalamería de los bosques de pinos.

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También me asumo neoplatónico, con cierta moderación, especialmente cuando predico ante jilgueros de ciudad, caballos de carrusel y ojos de vidrio.

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Ayer mi ilusión mayor era volarme los sesos —en una cumbre nevada y con una puesta de sol— para disfrute de los carroñeros y de la academia de bellas artes. Hoy se me antoja un barquillo con helado de coco y fresa mientras rememoro aquellos días de leer El Anticristo, con fiebre y asco, sentado en una banca de piedra frente a un pantano de garzas y nenúfares.

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¿Por qué tardan más las buenas noticias que las malas? Yo, que vengo de allá arriba, podría dar un testimonio hasta cierto punto confiable. Pero antes, debo decir con extrema urgencia que se ha cuarteado la cortina de la presa y que no tarda en descender el torrente con el pensamiento maligno de inundar —hasta la cruz de la torre— el pueblo completo.

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Arrepentirse está a la baja. A riesgo de un linchamiento público, el instinto de conservación recomienda un arrepentimiento gradual, gota a gota, de manera casi imperceptible. Las plantas trepadoras crecen con el mismo impulso, simulan que cambian de dirección y, pasada una noche, han escalado la tapia o el tronco unos cuantos centímetros hacia un rumbo imprevisto y de disimulada conveniencia.

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El placer proporcionado por la mujer pública —la criatura menos dogmática a decir de Cioran— merece sumarse al apartado de la bondad humana. Desde este enfoque, la transacción económica es irrelevante. Una fe transitoria y un teatro sonámbulo, el cuerpo de la prostituta funciona también como una casa de espejos de la moral de la tribu. Dada que su psique es refractaria, cada uno de sus clientes organiza para sí mismo un banquete socrático con sus vanidades y sus terrores en calidad de invitados parlanchines.

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El novelista describe, fabula y cierra el círculo. El poeta dice, se desdice y pierde el hilo; aunque a veces, también, tartamudea y calla de manera repentina y hasta cierto punto ridícula.

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El orden es una condición sine qua non para el novelista. Para el poeta, incluso para los más ordenados y metódicos, pienso en Paul Valéry, José Gorostiza o Roberto Juarroz, el orden es un lastre. En el mejor de los casos podría funcionar —sí, el ordenamiento de contenidos— como los andamios que una vez concluida la pieza en cuestión es necesario desmontar y retirar.

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En calzoncillos y camiseta, antes de meterse a la cama —por supuesto malhumorado y con reflujo gástrico—, el crítico literario titubea si ponerse la piyama de franela o la de lino. En ese trance, se da cuenta que el vaso de agua que acostumbra colocar en el buró está vacío y que debe bajar a la cocina. Con fastidio y encono busca debajo de la cama sus pantuflas, en el closet y entre las patas de la poltrona donde suele leer los libros que comenta. No aparecen por ningún lado. Echando rayos y centellas, baja descalzo la escalera de baldosas frías y cubiertas de polvo; a la mitad del descenso, la planta de su pie izquierdo —tenía que ser el izquierdo casi alcanzó a maldecir— patina con violencia y vuela hasta el último peldaño a donde va a estrellar su coxis.

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Aunque la sala está vacía, preocupado por el ridículo de la escena, intenta levantarse con prontitud pero las piernas flaquean y vuelve a caer al piso. El dolor es una punzada atroz que el crítico literario juzga previsiblemente infernal y con influencia redundante de la tortura china. Puede resistir eso y más. Piensa en el heroísmo del grito silencioso de Madre-Coraje y de la mujer del Guernica de Picasso y sonríe con cierta complicidad. Trata de infundirse valor, con citas cultas, pero al final todo resulta en vano: sin aviso, como si fuera una anguila escalando sus vértebras, estalla en su boca un grito lancinante que lo aniquila física y anímicamente. Tras el latigazo eléctrico, previo a una temblorina en todo el cuerpo y un sopor que terminaría en vómito, el crítico literario sucumbe y se desmaya con un estilo premeditado y garboso tan propio de las doncellas de la comedia del neoclasicismo español.

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Por el dolor en su espalda baja y la pestilencia de sus arcadas, el crítico literario recupera la conciencia. Intenta una vez más ponerse de pie y vuelve a fracasar. Como un soldado de las trincheras de Verdún se arrastra y llega a la mesita del teléfono, sudoroso y extenuado. Debe llamar al 911 sin importarle las fachas en la que se encuentra o permanecer así con estoicismo espartano hasta que el dolor de su rabadilla se marche del brazo de la puta que lo parió. Trata de convencerse a sí mismo con una prosa mitad presuntuosa y mitad arrabalera. ¿En verdad pasó por su mente las palabras “fachas” y “rabadilla”? Se lo recrimina y se castiga citando de memoria —en un tiempo récord según el cronómetro de su Omega— todos los títulos de Balzac citados en un francés muy parisino antes de tomar el maldito aparato.

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Para festejar la marca memoriosa, la anguila vuelve a su escalada vertebral y lo humilla una vez más extrayendo de sus entrañas un berrido sufriente. Luego, se tambalea con el tsunami de la náusea pero no se derrumba. Respira y expira. Respira y expira. No lo piensa más y se decide a marcar. Poco importa que lo encuentren con sus calzoncillos estampados con el rostro de Franz Kafka, en combinación y alternancia, con varios iconos de su literatura: martillos de juez, castillos y cucarachas. Pensando en la muerte del autor, cavila y sopesa la posibilidad de cambiar su identidad cuando la operadora solicite su nombre. El teléfono de emergencia suena y el crítico duda sobre el seudónimo elegido de último momento; lo dice para sí mismo y lo encuentra cacofónico, un tanto afeminado y vulnerable al albur. Preso del nerviosismo y del látigo de la autocrítica, cuelga en el momento que una voz gangosa y maquinal contesta la llamada.

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El onanista es un pensador melancólico con piel de filósofo cínico y dionisíaco. En su hazaña de satisfacerse a sí mismo va al encuentro febril e inevitable de su vaciamiento. De dientes para afuera, si se le preguntara en un callejón sin salida, dirá que lo hace por placer narcisista y por odio a la sociedad. Su bravuconada es una mentira. Cuando actúa su mejor papel, ese monólogo recurrente de final previsto y rotundo, comienza el extravío de su ser por un laberinto de pesadas cortinas —seguramente de terciopelo amarillo—, movidas apenas por el vaho de una divinidad expulsada del Olimpo y que jadea en un rincón de paja con la vista perdida y el fervor táctil a punto de turrón.

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¿De qué votación unánime e irrevocable, surgida en la noche de los comienzos, la rosa alcanzó la primacía absoluta sobre todas las flores? Es bonita y huele bien, cómo restarle méritos. Ciertas orquídeas superan, en esos dos apartados, a la flor favorita de la mayoría de los poetas. La magnolia y la lavanda nos aseguran que el mundo de aquí es el paraíso del más allá si sólo cerramos los ojos y dejamos las riendas de la voluntad a nuestra nariz. Mórbido como los labios de un hada o los párpados de una virgen, el pétalo del tulipán llama al beso y a la oración. Los enamorados y la filosofía alemana también han contribuido —con sus emblemas y sus símbolos de razón pura— en el prestigio de la rosa; pero quien se ha sobrepasado en la concesión de atributos del sabor son los energúmenos de la nouvelle cusine con sus codornices en pétalos de rosa. Junto a la flor de la calabaza o de la vainilla, la rosa es un comestible fatuo e insulso; para colmo, su tallo está cubierto de espinas y a la larga su perfume provoca jaquecas y náuseas infernales.

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La prostitución voluntaria es un sofisma de nuestra buena conciencia. También es una coartada del liberalismo y la oveja negra de todas las religiones. Que en la historia universal de la prostitución se puedan encontrar exitosas empresarias del comercio sexual no cuestiona tales paradojas y nudos ciegos. Tampoco la sociología de la pobreza hace tabula rasa para que esta actividad sea, sin excepción, involuntaria. Ni como nicho de oportunidades o trabajo forzado, nuestra buena conciencia argumentaría una postura sobre el tema. La neutralidad aparente de dicha tesis es una zona de confort, y también, una meretriz obligada a serlo una y otra vez.

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Llega la melancolía a tocarme la puerta. La miro por el ojo de la cerradura. La muy zorra se riza las pestañas con la luz de mi deseo. La muy monjil guarda bajo su faldón las lágrimas y el semen de todos mis arrepentimientos.

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Del libro Tablas de restar, de próxima aparición en el Fondo Editorial de la Universidad Autónoma de Querétaro.

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ILUSTRACIÓN: EKO

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