Aplaudidores del poder

Jul 18 • destacamos, principales, Reflexiones • 4563 Views • No hay comentarios en Aplaudidores del poder

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El derecho a la crítica es un ejercicio constantemente atacado desde el primer púlpito de la nación. Mil palabras, el último libro de Gabriel Zaid, nos recuerda el acoso a la libertad de pensamiento en regímenes totalitarios, algunos ya lejanos, pero otros cada vez más próximos

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JUAN DOMINGO ARGÜELLES

En su libro Mil palabras (Debate, 2018), Gabriel Zaid define a los intelectuales (“intelectual es el escritor, artista o científico que opina en cosas de interés público con autoridad moral entre las élites”), y, acto seguido, los distingue de los que no lo son: no son intelectuales “los que intervienen como especialistas”, “los que opinan sujetos a una verdad oficial (política, administrativa, académica, religiosa)” y, en general, “los que opinan por cuenta de terceros”. Advierte que el paradigma del intelectual fue encarnado por el escritor Émile Zola, el 13 de enero de 1898, al dar a conocer su carta abierta (J’acusse: “Yo acuso”) dirigida al presidente de la república francesa, en defensa del capitán francés de origen judío Alfred Dreyfus, acusado y procesado, injustamente, de traición a la patria.

 

El intelectual tiene un papel social, precisa Zaid; por ello, aunque ya hay casos en la Antigüedad clásica que podrían prefigurarlo, surge a fines del siglo XIX “cuando se desarrolla la conciencia liberal y la conciencia pública de la prensa masiva; cuando ser ciudadano y ser lector convergen en la imprenta: cuando la página toma el lugar del púlpito y el ágora; cuando la prensa se convierte en el centro de la vida pública” y, habría que añadir, en un importantísimo “contrapoder”. Sin embargo, es obligada una precisión, que Zaid sintetiza del siguiente modo, sin posibilidad de equívoco: “Aunque los intelectuales son algo así como la inteligencia pública de la sociedad civil, y aunque son vistos como personas muy inteligentes, no se distinguen por su inteligencia. Es fácil encontrar intelectuales menos inteligentes, menos preparados, menos cultos, que tal o cual persona que no figura como intelectual. La verdadera diferencia no es de capacidad, sino de función social”.

 

Dicho y comprendido esto, queda claro que, en México, “intelectuales” eran Carlos Fuentes y Fernando Benítez cuando, en 1972, adhiriéndose al poder presidencial de Luis Echeverría Álvarez, expresaron, públicamente, que era “un crimen histórico” no apoyar al Presidente y que sólo había dos sopas: “Echeverría o el fascismo”, falso dilema introducido por la conjunción disyuntiva “o”, cuando la realidad demostraba que lo certero era utilizar la conjunción copulativa “y”: “Echeverría y el fascismo”. En el apéndice de la edición definitiva de la Historia personal del boom (1983), de José Donoso, María Pilar Serrano, esposa del escritor chileno, recuerda también este episodio: “Carlos escribe novelas, ensayos y obras de teatro y enseña literatura en la Universidad de Princeton, pero no deja, no puede dejar, de asumir actitudes políticas. En un momento dado, por ejemplo, declaró a la prensa que el no apoyar al entonces presidente Echeverría de México era ‘un crimen histórico’”.

 

Éste no fue un caso parecido al de Zola, en donde el intelectual sale en defensa de un ciudadano contra las fuerzas de los poderes político y militar, sino todo lo contrario: el intelectual sale a hacer propaganda del poder presidencial, como si el poder político necesitara más poder y, además, lo peor de todo, del poder social de los intelectuales. Cuando Zaid le responde a Fuentes que “el único criminal histórico es Luis Echeverría” (respuesta que Benítez se negó a publicar en La Cultura en México) quedaron expuestas dos posiciones definitivamente antagónicas: la del intelectual que se sube al carro del poder político y que se hace cómplice de sus estropicios, y la del intelectual que asume la responsabilidad moral de no darle más poder al poder, sino de, saludablemente, acotarlo.
Esta diferencia no es poca cosa, pues también expondría, en esa misma época, con el llamado “caso Padilla”, las posturas diametralmente opuestas de los intelectuales: por un lado, los cómplices del absolutismo de Fidel Castro y las violaciones de los derechos humanos en Cuba, frente a los críticos y opositores de ese absolutismo y esas violaciones. Por un lado, Gabriel García Márquez y otros de menor dimensión literaria, aplaudiendo el autoritarismo castrista; por el otro, los denunciantes de ese autoritarismo, incluido un José Revueltas a quien nadie podría señalar como escritor e intelectual de derecha.

 

Después del Yo acuso de Zola, quizá ninguna otra postura de un intelectual tuvo tanto eco como el famoso Regreso de la URSS (seguido de Retoques a mi Regreso de la URSS), de André Gide, en 1936 y 1937. Gide tuvo el valor moral de denunciar al estalinismo ante la ira y la descalificación de los estalinistas contra el autor, entre los cuales se encontraban intelectuales de un enorme peso social, como Romain Rolland y Paul Nizan, estalinistas cuyo fanatismo y culto a la personalidad los volvió ciegos ante la terrible realidad que padecía el pueblo soviético. Por ello, al hacer frente a tanta injuria desatada por mostrar la verdad, y nada más que la verdad, en sus Retoques a mi regreso de la URSS, Gide les dijo a sus atacantes: “Si todo lo que está a la vista en la URSS tiene un aspecto alegre es porque todo lo que no tiene ese aspecto se vuelve sospechoso; resulta en efecto muy peligroso estar triste, o cuando menos dejar traspasar su tristeza. Rusia no es lugar para el lamento; allí está Siberia”. Agregó: “Considero que, ante cuestiones tan graves, ya es engañarse a sí mismo el intentar engañar a los demás, pues, en este caso, aquellos a quienes engañáis son los mismos que los que pretendéis servir: el pueblo. Mal servicio se le hace volviéndolo ciego”.

 

Gide concluyó, entonces, señalando un síndrome que sigue presente y actual entre los intelectuales amigos del poder que reaccionan airadamente cuando alguien exhibe la verdad y critica la realidad, convirtiéndose, con ello, en un disidente o en un hereje: “Lo que en la URSS se denomina ‘oposición’ es la crítica libre, es la libertad de pensamiento. Stalin no soporta sino la aprobación; adversarios son, para él, todos aquellos que no aplauden”.

 

Este diagnóstico es válido para todos los poderes y para todos los que ejercen, especialmente, el poder político. Su forma de tener razón reside en la cantidad de aplausos, y en el estruendo de esos aplausos. ¡Y ay del que no aplauda! Si no aplaude, es un adversario, un enemigo, un conjurado: ¡un golpista! La libertad y la crítica se admiten, ¡claro que sí!, piensa el dueño del poder: siempre y cuando vengan en forma de aprobaciones y aplausos.

 

En México, después de 70 años de priismo continuo, de matraca, besamanos, adulación, loas y aplausos al Señor Presidente, luego del interregno panista (la docena trágica), llegó al poder un hombre sin atributos, Enrique Peña Nieto, que, en cierta ocasión (febrero de 2015), después de su intervención en el micrófono, ante los periodistas hubo de reconocer, con resignación y casi con pesar, en un célebre desliz (uno de tantos que caracterizaron a su sexenio): “Ya sé que no aplauden”.

 

Pese a conocer este infeliz episodio (¿lo conocería realmente?), el nuevo presidente Andrés Manuel López Obrador, el del Poder Bueno, el (l)ogro filantrópico (con perdón de Octavio Paz), el 26 de agosto de 2019, en una conferencia de prensa, les dijo a los periodistas ahí reunidos: “¿A poco la prensa no aplaude?”. De acuerdo con la crónica de ese día, algunos de los periodistas se removieron inquietos en sus asientos y otros quedaron pasmados, pero hubo un grupo minoritario que aplaudió así fuese tímidamente. Esto es lo que pasa frente al poder: que incluso una pregunta se convierte en una orden, aunque todos sepamos que los periodistas no están para aplaudir, sino para hacer su trabajo de informar verazmente.

 

En general, los periodistas no son intelectuales, con excepción de los llamados “líderes de opinión”. No lo son los reporteros, por supuesto. Pero siempre han existido los “periodistas oficiales” (los que trabajan en una institución gubernamental que, de ningún modo, criticarían al Presidente) y los “periodistas militantes”, afectos o simpatizantes del Poder Bueno, que son, seguramente, los que se sienten no sólo obligados, sino encantados de aplaudir, más aún cuando el Señor Presidente descalifica y demoniza al periodismo malo, al mal periodismo (porque también desde el poder se dan clases tonantes de periodismo), mexicano y extranjero, que lo es nada más por una cosa: porque en lugar de aplaudir, critica. Decirles, a esos medios, que son “zopilotes” (como lo ha hecho el Presidente ya en dos ocasiones: el 2 de abril y el 15 de mayo de 2020) es caracterizar como carroñeros infames a los que laboran ahí nada más por una cosa: porque hacen periodismo crítico.
Así como hay periodistas carroñeros, que trabajan en medios equiparados con zopilotes, hay también, siempre desde la visión del poder, periodistas buenos o buenos periodistas, cuya militancia o simpatía los lleva no sólo a decir únicamente cosas buenas del Poder Bueno, sino también a despellejarse las manos de tanto aplaudir. No es novedad: esto quiere el poder en todas partes, desde Rusia hasta Estados Unidos, desde Venezuela a Brasil, pasando por México, por supuesto: Putin, Trump, Maduro, Bolsonaro, López Obrador, etcétera, exigen que el periodismo se aplique a loar las buenas nuevas, y, si no es así, que mejor se aplaque: que se autocensure y, mucho mejor, que desaparezca.

 

No es cuento nuevo; es viejísima historia. El mesianismo político (con su modalidad populista) conlleva siempre, incluso dentro de la democracia, un dogma que tarde o temprano conduce al terror: al terror, por ejemplo, de la “pureza” de Robespierre y su guillotina con la que, sin paradoja alguna, también fue guillotinado (¡y no le faltan admiradores o más bien fieles que lo han colocado en un altar!). A personajes como Robespierre, pero más actuales que él, se refiere Tzvetan Todorov (1939-2017), en Los enemigos íntimos de la democracia (2012), cuando se pregunta: “¿no deberíamos insistir en que la tentación del bien ha hecho infinitamente más daño que la tentación del mal?”. Y advierte que, si aceptamos “imponer el bien por la fuerza”, la democracia deja de existir, porque, en una democracia, el “bien” no puede ser únicamente para unos con perjuicio de los demás.

 

La conclusión de Todorov es pesimista precisamente porque tiene el propósito de animarnos a salvar la convivencia democrática: “Vivir en una democracia sigue siendo preferible a la sumisión de un Estado totalitario, una dictadura militar o un régimen feudal oscurantista, pero la democracia, carcomida por sus enemigos íntimos, que ella misma engendra, ya no está a la altura de sus promesas. Estos enemigos parecen menos temibles que los de ayer, que la atacaban desde fuera; no tienen previsto instaurar la dictadura del proletariado, no preparan un golpe de Estado militar y no cometen atentados suicidas en nombre de un dios despiadado. Como se disfrazan de valores democráticos, pueden pasar inadvertidos, pero no por eso dejan de ser un auténtico peligro. Si no les ofrecemos resistencia, algún día acabarán vaciando de contenido este régimen político, y dejarán a las personas desposeídas y deshumanizadas”.

 

Si la gente se desilusiona del poder es porque, antes, obviamente, ha estado ilusionada con él. Pero, leída bien la historia, no tendríamos que ilusionarnos con ninguno (“no te enamores del poder”, aconsejó Foucault), porque, en sustancia, el único propósito del poder, y especialmente del poder demagógico, es conducir a las masas hacia un camino de la “felicidad” que el poder mismo le señala, y justo, para ello, es que necesita crear ilusiones.

 

FOTO: Conferencia mañanera del presidente Andrés Manuel López Obrador el 4 de diciembre de 2018. / Misael Valtierra /CUARTOSCURO

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