Del encuentro del arte y la política
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En 1939 el poeta Archibald MacLeish y el periodista John Chamberlain protagonizaron una polémica sobre la función social de la poesía, un episodio que arroja luz sobre la naturaleza inquisitiva y rebelde de la literatura
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POR MIGUEL ÁNGEL SÁNCHEZ DE ARMAS
Escritor y periodista. Autor de Medio pan y un libro (Fundación Manuel Buendía, 2017); Twitter: @sanchezdearmas
En junio de 1939 Archibald MacLeish publicó en The Atlantic Monthly el ensayo “La poesía y el entorno público” en donde sostuvo que la poesía y la revolución política encuentran terreno común en un mundo cambiante.
En aquel texto que provocó una encendida polémica, MacLeish echa su cuarto de espadas a la discusión que desde los griegos ha salpimentado el debate sobre el lugar del artista en el mundo de lo político. Sentencia: “Hay una muy buena razón por la que la relación de la poesía con la revolución política debiera interesar a nuestra generación.
“La poesía, para la mayoría, representa la intensa vida personal del espíritu único. La revolución política representa la intensa vida pública de una sociedad. La relación entre ambas contiene un conflicto que nuestra generación entiende: el conflicto entre la vida personal de un hombre, y la vida impersonal de muchos hombres”.
El conflicto entre la vida personal de un hombre, y la vida impersonal de muchos hombres. He aquí planteado, como sólo un creador podría hacerlo, el meollo del asunto. ¿El arte es el arte per se, que se concibe y se coloca en el mundo con independencia del ambiente social? ¿El arte y la política son como el agua y el aceite, aferrados cada cual a su propio territorio e impedidos de ocupar el mismo espacio? ¿El artista en su intimidad creativa es uno y otro en el territorio de lo cotidiano con sus normas, orientaciones y limitaciones?
MacLeish propuso que el artista asumiera, motu proprio, un liderazgo social ejercido a través de su obra, aunque su reclamo se dirigió a su propio medio, en donde el mayor peligro que corría eran las críticas en las páginas de diarios y revistas. No consideró las consecuencias de una toma de partido político en un territorio de regímenes a los que les hace maldita gracia el que los creadores metan las narices en los asuntos reservados a “la política”.
Pero la conciencia política parece estar en el adn de los poetas. Una sociedad sin justicia social no es una buena sociedad, dijo Octavio Paz a The Paris Review en 1991, para a continuación advertir: “Si la sociedad abole la poesía, comete un suicidio espiritual”.
Carlos Fuentes tenía claro que si bien el intelectual es un opositor al poder, esto siempre se da en relación a ese poder. “De aquí a cien años”, solía decir con humor ácido, “nadie recordará los nombres de los encumbrados funcionarios”. Y Salman Rushdie llegó a la conclusión de que tal vez el arte se cuida a sí mismo y son los artistas quienes necesitan defensores.
Un poeta de lo público
Hijo de un modesto emigrante escocés, MacLeish fue abogado, dramaturgo, poeta, funcionario público, redactor de discursos oficiales y estadista. En 1923 abandonó una lucrativa práctica legal en Boston para dedicarse a la poesía en el barrio parisino de St. Michel y pronto se colocó como uno de los más distinguidos creadores de su generación.
De regreso a Estados Unidos ocupó diversos puestos públicos: bibliotecario del Congreso, subsecretario de Estado, director de la Oficina para la Información de Guerra, jefe de la delegación estadounidense a la conferencia inaugural de la UNESCO y profesor en la Universidad de Harvard. Todo ello sin abandonar la tarea creativa. Esto lo coloca en un territorio peculiar en donde son compatibles la vida pública y política con la existencia íntima de la creación poética.
Imagino a este irlandés cuarentón, católico, elegante y tenaz, dueño de una pluma deslumbrante, inmerso en su mundo de entreguerras, tocado por el recuerdo de las trincheras en la batalla del Somme, viviendo la vida de un inmigrante en una sociedad blanca, anglosajona y protestante (wasp) que despreciaba a los católicos en general y a los católicos irlandeses en particular. Sus raíces de clase trabajadora lo identificaban con las masas populares y su formación intelectual liberal lo acercaba a los movimientos progresistas.
No deja de ser curioso que haya encontrado irreconciliable la vocación poética con el ejercicio profesional privado, pero no con el servicio público. Esto lo llevará a declarar que el papel del poeta es “la restauración del hombre a su lugar de dignidad y responsabilidad en el centro de su mundo”, pues el arte es “una manera de manejar nuestra experiencia de tal modo que la haga reconocible al espíritu”, ya que la verdad en una obra de arte es la verdad de su organización y no otra”.
La poesía, dice MacLeish, es a la emoción intensa lo que el cristal a la sal que se condensa, o la ecuación a los pensamientos profundos: liberación, identidad y descanso. Lo que las palabras no logran, puesto que sólo pueden hablar; lo que el ritmo y el sonido no logran como tales pues carecen de habla, lo consigue la poesía, ya que su sonido y su habla son un conjuro único.
Advierto que en el ensayo citado, de 1939, MacLeish da la vuelta de tuerca a los remaches del ataúd en el que aparentemente colocó la idea de arte una década antes, y que en Ars Poetica, de 1926, se traduce en una figura de absoluta pureza:
Un poema no debiera significar / sino ser.
Escapa al alcance de un trabajo tan breve como este abordar en detalle los pasos de la evolución –o, según algunos, la involución– de MacLeish, pero sostengo que su postura política, inseparable de su ser creativo, refleja el impacto de una relación con el mundo trastocada a causa de una gran depresión, un “New Deal” y una Segunda Guerra mundial en el horizonte.
El poeta y la revolución
Desde la proa de la nave del gobierno (yanqui, of course), MacLeish lanzó la proclama de la unidad nacional. El poeta urgía a poner el arte al servicio del “proyecto nacional”, como una suerte de argamasa social, un emoliente que atenuaría las contradicciones y allanaría el camino a la igualdad democrática.
Esto le trajo fuego graneado desde las troneras del puritanismo artístico. La resistencia a su propuesta de un “uso social” de la poesía tuvo el más intenso rechazo y durante años sería utilizado en su contra. John Chamberlain escribió que si bien el MacLeish poeta era muy superior al MacLeish funcionario, conforme surgía en él el propagandista, el poeta se diluía.
En la parodia de un ensayo del irlandés, Chamberlain recuerda al joven que abandonó un bufete legal en Boston “para postrarse a los pies de Ezra Pound y de T.S. Eliot y aprender el arte de la poesía”, cuando “no había sucumbido a la idea de que el gobierno tiene la misión divina de forzar a los individuos hacia un propósito nacional”.
En 1932 MacLeish puso en verso su visión de un arte al servicio de las causas sociales. En su Invocación a la musa social plantea:
Señora, es cierto que los griegos están muertos. / También es cierto que aquí somos americanos: / Que usamos las máquinas: que atisbar al dios es inusual: / Que más personas tienen más ideas: que hay / Progreso y ciencia y tractores y revoluciones y / Marx y las guerras más antisépticas y asesinas / Y música en cada hogar: también está Hoover.
Y para que no quedara duda del papel del poeta:
Somos prostitutas, Fräulein: los poetas, Fräulein, son personas / De vocación conocida que siguen al ejército; deben dormir con / Los rezagados de ambos príncipes y de ambas tendencias. / Las reglas no les permiten apoyar a ninguno de los bandos. / También está absolutamente prohibido intervenir en las maniobras. / Quienes quebrantan la regla son inflados con alabanzas en las plazas / Y como resultado sus huesos son después encontrados bajo papel periódico.
A esta invocación, que MacLeish concluye preguntándose si es necesario “hacernos un llamado a las armas”, respondió el poeta Allen Tate –su amigo, pero militante del conservadurismo– con Eneas en Nueva York:
El uso de las armas es la propiedad / del arma adecuada. Es la propiedad la que trae / Victoria a la que no se alude en Das Kapital. / Creo que no hay más que una guerra verdadera / Así que procedamos, como lo deseas, a perfeccionar nuestro oficio.
Un repaso histórico nos hace presumir que no se pone en entredicho ni se estigmatiza la relación de la poesía y la política. Lo que parece no perdonársele al poeta es avalar un sistema. Esto daría sentido a la transformación de MacLeish y su defensa de la pureza, porque se trata de una pureza que se le exige socialmente a la poesía.
Resulta inevitable el paralelismo entre MacLeish y el politólogo y ensayista Isaiah Berlin. Ambos fueron fustigados por su desempeño como servidores públicos y su producción desestimada por este hecho: su pluma había perdido la pureza.
Los poetas y la poética cumplen su papel cuando cuestionan o se rebelan ante ciertas circunstancias de su tiempo; es el genio que rechaza las normas, que sufre la incomprensión de sus contemporáneos aunque sea reivindicado más tarde y llamado visionario. Son los poetas malditos los que rechazan vivir de acuerdo con las reglas del grupo en el que le tocó vivir y reivindican la creación como el único fin válido.
En otra categoría estarían los poetas que colocan su arte al servicio de causas sociales, la poesía como arma de lucha. Casi todos ellos han padecido la censura debido a la “peligrosidad” de sus plumas. La historia ofrece cientos de ejemplos y distintos grados de censura: Giordano Bruno fue llevado a la hoguera por la Santa Inquisición; Stendhal, Flaubert, Brecht y Cardenal usaron el arte como instrumento de concientización política. Están también los poetas revolucionarios, los que hacen coincidir la lucha política con la producción poética, como Martí, Huidobro o Miguel Hernández.
¿Hasta qué punto le asistía la razón a Gramsci cuándo decía que los intelectuales orgánicos no hacen literatura sino libelos? ¿Dónde está la frontera entre poesía y adoctrinamiento, cuál línea divide a la política de la creatividad artística?
Como se ve, se ha dicho mucho sobre las vicisitudes de la relación entre política y poesía, pero no hay nada concluyente.
FOTO: El poeta Archibald MacLeish a inicios de la década de 1940, cuando fue bibliotecario del Congreso de Estados Unidos./Biblioteca del Congreso de Estados Unidos.
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