José Revueltas: dos cuentos de viva voz

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Luego de la publicación de su novela El luto humano en 1943, José Revueltas frecuentó a María Elvira Bermúdez, una joven escritora, quien tiempo después sería una de las autoras de referencia de la literatura policiaca en México. A ella le confió el dictado de unos relatos, detrás de los cuales se encuentra una historia de complicidad e inteligente coqueteo

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POR JUAN JOSÉ REYES

Escritor y periodista; Twitter: @jjreyesp

En 1943 la escritora duranguense María Elvira Bermúdez escribe por primera vez en su extensísimo diario personal el nombre de su colega y paisano José Revueltas. ¡Había conocido por la fuerza de un “azar maravilloso” al autor de El luto humano, la novela que había puesto a su autor “en los cuernos de la luna” y que tanto le había gustado a ella, entonces ya militante leal en las casi despobladas filas de los amantes y cultivadores mexicanos del género policial. En El luto humano María Elvira había hallado una expresión tan viva del sufrimiento humano que no pudo más que conmoverse y “quedar prendada”. Además, y no en segundo término, en la novela “vibraba” una visión del mexicano nacida de la propia entraña del país, y no, lamentaba la también crítica literaria, aquella mirada ciertamente distante, nada más analítica que había comenzado a tender alrededor de diez años antes Samuel Ramos y que tanto había “pegado” que parecería ser una “moda cultural” (a la que no se sustrajo la propia Bermúdez, quien publicaría a comienzos de los cincuenta un interesante estudio acerca de La vida familiar del mexicano en la colección México y lo mexicano, animada por Leopoldo Zea y editada por Porrúa y Obregón). En aquellas líneas de su diario, sin apuntar una fecha específica, María Elvira consigna que habló unos minutos con José Revueltas (el nombre completo) y deja ver que el encuentro, muy probablemente ocurrido en las oficinas del periódico El Nacional —del gobierno del país, en pleno avilacamachismo— en el que ambos escritores colaboraban, fue agradable y transcurrió entre bromas. Conocí lo bastante a María Elvira para decir con seguridad que fue una mujer alegre, a la que le fascinaba el juego, práctica que con ciertos hombres parecía también no ser ajena a un inteligente coqueteo. Por su parte, de acuerdo con el registro de Álvaro Ruiz Abreu en su indispensable biografía: José Revueltas: los muros de la utopía (Cal y Arena, México, 1992), José Revueltas pasaba en aquel periodo por un momento amargo por haber sido echado del Partido Comunista Mexicano, a lo que se añadían problemas con su tenaz afición a la bebida y otros, tan graves, de escasez de recursos económicos. En su primer encuentro con la que sería una amiga íntima, de la que se alejaría por miles de circunstancias entre las que no cuentan la falta de cariño ni de reconocimiento mutuo, Revueltas estuvo en el polo opuesto de representar la figura que era dable esperar: la de un ser atormentado, repleto de agobios, estoico mientras era atravesado por el dolor y la angustia. Un ser más señalado por las cruces hondas de Dostoievski que uno que siguiera los caminos trazados por su también querido León Tolstoi. Subía y bajaba, ha recordado Ruiz Abreu. Parecía claro, en cualquier caso, que no había clausurado su morada: estaba más que dispuesto a gozar lo bueno de la vida. La amistad, el amor y todas las cosas circundantes.

 

 

No hay registro de una cita próxima en aquellas líneas de María Elvira, entretenida a la vez en apuntar escenas de sus permanentes pleitos con su abuela y con su madre y en quejarse, con un coraje apenas contenido, de los caprichos de su pequeña hija (la única que tendría, y que vendría a ser con el tiempo la periodista Beatriz Reyes Nevares). Tampoco vuelve a escribirse pronto el nombre de José Revueltas. Hasta que en julio de 1944 volvió a su casa la escritora, tomó su libreta y con la letra afilada de marcados ascensos y descensos (aprendida con unas monjas en la escuela) anotó a escondidas:

 

 

Desde hace días he querido apuntar unos cuentos [subrayado de MEB] suyos que me contó José Revueltas. Estábamos en el restorancito de Insurgentes donde nos hemos encontrado otras veces. Él había tomado ya bastantes cervezas y hacía unas caras graciosísimas. Me dijo que iba a dictarme algo: los cuentos. Se puso muy satisfecho porque lo escuché con mucho interés y porque, obedeciendo su indicación, tomé el dictado.

 

 

“Éste era un hombre cansado de la vida, incomprendido, el cual, como una muestra de rebeldía ante el mundo, se dejó crecer las cejas. Vivió así, encerrado dentro de sí mismo, durante largo tiempo. Pero sucede que todos los seres humanos tenemos que pagar una renta [subrayado en la página del diario] por nuestro cuerpo: no somos dueños absolutos de él, sino que tenemos que pagar una renta en dolor, en molestias, en enfermedades, en penuria. Y como el hombre aquel no sufría, debía ya muchos meses de renta y un día bajó del Cielo un ángel a cobrársela. El hombre no lo vio, o se hizo el desentendido, oculto tras la espesa maraña de sus ojos. El ángel le tocó en la frente y el hombre entreabrió su cortina de cejas. [Había que ver a José, ejecutando la mímica respectiva, anotó MEB posteriormente.] Dijo el ángel a qué iba; el hombre protestó, consideró injusto que le cobraran alquiler por una mansión tan destartalada e inútil, y para apoyar su dicho invitó al ángel a pasar. El cobrador entró: recorrió el cerebro triste, el corazón vacío, las entrañas frías, y tanto se impresionó que derramó una lágrima. Ésta se fue agrandando y solidificando en el aire y cayó redonda, como un plato, en las estancias deshabitadas y repercutió en todo el Ser del hombre. Éste se irguió gozoso, vivo y declaró: Esto es lo que me hacía falta: que alguien llorara sobre mí.”

 

 

Con un cambio que quizá tenga importancia, e incorporado a un cuento un poco más extenso: “Cogito, ergo sum… o las dificultades de llamarse de alguna manera”, el cuento dictado funciona sin dificultad como lo que es: un pieza autónoma, que bien pudo ser el origen del texto donde luego aparece (y que a juicio mío posee menos bella levedad y menor gracia). En la versión tomada por MEB el hombre deja que sus cejas crezcan como un acto de rebeldía. En la que aparecería publicada se asienta que el personaje actuó por motivos bien distintos: “por puro aburrimiento”. “Cogito…” fue recogido años después, en el centenario del nacimiento de su autor, en José Revueltas. Obra reunida, 4. Obra varia I. Las cenizas (Obra literaria póstuma). El Cuadrante de la Soledad (y otras obras de teatro), (Ediciones Era / Conaculta).

 

 

En seguida encuentro en el diario de MEB un segundo texto nacido de la voz de Revueltas. Dice textualmente:

“Un día pasó José frente a la Embajada de Estados Unidos. Estaban arreglando la acera y habían derribado un pobre árbol que estorbaba. José se compadeció del árbol huérfano, se indignó ante la injusticia que con él cometían, lo cargó, tomó un libre y lo llevó a la Octava Delegación para levantar el acta respectiva. Había que obligar a los gringos a reponer el árbol en su lugar o a ser indemnizado; pero sucedió que, de pronto, el árbol movió una de sus ramas, sacó una navajita (los árboles previsores siempre llevan una navajita bajo la corteza) y con ella grabó en medio del tronco un corazón y una palabra: JOSÉ.”

 

 

En el tomo ya mencionado de la Obra reunida de José Revueltas entre las notas preparadas por Andrea Revueltas y Philippe Cheron y en la amplia sección “Obra literaria póstuma” se dice a propósito del cuento titulado “El árbol Martínez”, incluido en el volumen, que “apareció en la revista El Rehilete” en 1968. El cuento está dedicado “a María Elvira Bermúdez” y, según puede pensarse se integraría a un grupo de piezas donde la presencia de los árboles es la principal. Debajo de la dedicatoria el autor escribió: “En rigor, se llaman imaginarios [los de aquel grupo hipotético temáticamente unitario] los cuentos tan sólo por el hecho de que lo narrado en ellos es así como ha ocurrido verdaderamente en la realidad”. El texto, mucho más amplio que el dictado muchos años antes, manifiesta la misma imaginativa y encantadora ternura que la de su origen, al tiempo que una variante: en su primera y breve versión, dicha frente a frente, es decir con intenciones de una comunicación viva entre el autor y la escribiente, como se ha visto la identificación entre el árbol y el personaje que con él se conduele es tanta que ambos terminan por llevar el mismo nombre: ese JOSÉ, así en mayúsculas, en vez del que aparecería en El Rehilete: aquel Amado Martínez, del cual no es difícil con el nombre de pila y acaso pueda pensarse que el apellido brota naturalmente para sugerir que el nuevo y final amigo del árbol era un hombre cualquiera, un viandante, un uno-de-tantos. En la versión ampliada por lo demás no se revela de modo explícito el país al que corresponde la embajada frente a la cual pasó José, aunque sí se hace referencia a Hiroshima y Nagasaki, atacadas en 1945, lo que hace entender que tal alusión fue uno de los añadidos que hizo Revueltas al cuento del restorancito.

 

 

Lo último que escribe María Elvira Bermúdez acerca de aquel encuentro y sus encantos fue: “Me gustaron muchísimo estos cuentos”.

 

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