Ari Aster y la pesadilla edipizada
Protagonizada por Joaquin Phoenix, la película Beau tiene miedo conforma un catálogo de catástrofes cotidianos neoyorquinos en escala vertiginosa
POR JORGE AYALA BLANCO
En Beau tiene miedo (Beau is Afraid, EU-Canadá-Finlandia, 2023), desazonante y excesivo tercer megalometraje del autor total neoyorquino de culto instantáneo a los 36 años Ari Aster (El legado del diablo 18, Midsommar 19), el ultraedipizado neurótico cincuentón judioneoyorquino devorado por culpas incontrolables Beau Wassermann (Joaquin Phoenix sin nota falsa por excelsa costumbre) vive en aberrante celibato virginal acosado por el irreal recuerdo del padre que murió al nacer él y hoy sufre por no poder volar en avión de visita a su exrepresora madre sacrificial Mona (Patti LuPone y cuando joven en flashbacks Zoe Aster-Jones) que lo malcrió y a la que de súbito se le reporta por celular lejanamente muerta decapitada a causa de la caída de un candelabro sin poder ser sepultada hasta no apersonarse el propio patético Beau, quien ahora y por muchos días se debate entre los efectos de un peligroso antidepresivo recetado por el escéptico psicoterapeuta (Stephen McKinley Henderson) que ha ingerido sin el agua indispensable y mil contratiempos que se interponen para su regreso a la casa natal, tales como su apuñalamiento por un indigente desnudo, su atropellamiento y posterior adopción por el erizante núcleo familiar que ejemplarmente integran la cursilaza inconsolable por un deceso filial Grace (Amy Ryan) con el todoaquiescente marido médico Roger (Nathan Lane) y la hija púber despectiva gratuita Toni (Kylie Rogers) más un jardinero asesino desquiciado por traumas bélicos Jeeves (Denis Ménochet), y su azaroso trayecto carreteril al lado de la errabunda actriz Penelope (Hayley Squires) que lo introduce con una troupe escénica cuya magna representación remite gloriosa y catárticamente a Beau a sus recuerdos de adolescente autoatormentado (Armen Nahapetian) que apenas logró darle un beso a la noviecita querida Elaine (Julia Antonelli) y a todas las dolorosas identidades pretéritas y futuras que ha tenido y tendrá, hasta poder arribar a la mansión de la madre ya enterrada sólo para ser poseído por su antigua noviecita Elaine ya vieja (Parker Posey), antes de presenciar la resurrección de mamita, a la que va a poseer feliz y salvajemente, frente a su emboscado padre, quien no era otro que el abogado materno, un Dr. Cohen (Richard Kind) que ha filmado todo su psicoanálisis, y ser juzgado por un tribunal implacable cual si fuera por su propio inconsciente, para acabar atrapado en una varada lancha de motor que naufraga junto con él y su atropellante pesadilla edipizada.
La pesadilla edipizada está compuesta en realidad por al menos una cuarteta de episodios o estados paranoicos sostenidos, los cuales, más que segmentos o aventuras desventuradas, equivalen a otras tantas películas amalgamadas y casi autónomas e independientes: la primera, que es la más delirante y sostenida, conforma un verdadero catálogo de catástrofes e infortunios cotidianos neoyorquinos y está estructurada por vertiginosa acumulación a lo Kafka-Scorsese 85 del olvidado Después de hora: sesión psicoanalítica, insomnio, pérdida de llaves, caída del padre desde el techo del baño hacia la tina, ataque de pánico, búsqueda del agua inasequible, apuñalamiento ocasional en retrospectiva; la segunda semeja una insufrible obra de teatro del absurdo realista a lo Ionesco vía Mamet, con toques de irrealidad hechiza, en los bordes de lo satírico malvado tipo Lynch y un humor negrísimo; la tercera, a través de sus contenidos shakeapearianos de gran teatro del teatro íntimo, remite al reconocimiento ejemplar en la escena-espejo de Hamlet y a la triunfal autocompasión gimoteante del Rey Lear; y la cuarta cinta manierista, situada bajo la égida apocalíptica y vocación autoflagelante de Von Trier y los Cronenberg padre/hijo, se acoge a un auténtico e insuperable guiñol suicida-mortífero freudiano, con incesto materno y caligaresca identificación del padre con el sádico leguleyo-vil psicoanalista divulgador de los más inconfesables y socavadores secretos, rumbo a un órfico tribunal cocteausiano de resultados devastados y devastadores.
La pesadilla edipizada da la impresión de querer pasársela muy bien, recomenzándolo todo desde la nada de sus orígenes, olvidando las férreas e intencionadas propuestas de la fábula de terror moderno de Midsummer, divagando y posicionándose de nuevo, oscilando entre densamente intelectual cultista y gozosamente, entre un reciclado Eterno resplandor de una mente sin recuerdos (Gondry 04) y otro Pienso en el final (Kaufman 20), convocando desde el prólogo los ruidos de una felación elíptica aún dentro de la pantalla en negro, regodeándose con el acecho y las encarnaciones monstruosas de la culpa brotando por todas partes, ensartando llamadas telefónicas por celular siempre irónicamente indirectas que tienden a volver más presentes las peores desgracias, enardeciéndose con el virtuosismo de las mutaciones narrativas constantes al parecer al infinito genial con dúctil dulzura y firmeza contundente, y desembocando perentoriamente en ese autoirrisorio videofuneral que llena ubicua y multimediáticamente todo el mundo cerrado materno, con florituras congestionadas y transformaciones espaciales mediante bruscos movimientos de la cámara hiperkinética del fotógrafo polaco Pawel Pogorzelski, la edición en bárbaro molto legato cadencioso de Lucian Johnston para competir con la música a base de estados alterados atmosféricos y baladitas burlonas de The Haxan Cloack, y todo ello para continuar entonando la epopeya mental de la identidad laberíntica e inasible contemporánea.
Y la pesadilla edipizada se va a pique irrecuperable y balsámicamente desaparece en las aguas quietas junto con ese Wassermann cuyo apellido significa el Hombre del Agua (o de las aguas erotizadas, y lo del agua al agua), ese multívoco prototipo estadounidense del miedoso castrado de la voluntad, de la vida sensual y de la gracia, bajo una mortecina luz artificial, de crueldad sobreviviente, pero por fortuna final.
FOTO: La fotografía de Beau tiene miedo es del polaco Pawel Pogorzelski. Crédito de imagen: Especial
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