Derrida entre Atenas y Jerusalén

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Un acercamiento panorámico acerca de las lecturas de la Deconstrucción, concepto filosófico del judío francés Jacques Derrida para desmontar a Paul de Man

 

POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
El episodio es bien conocido. En 1987, cuando fue imposible seguir menospreciando la información de que el profesor Paul de Man (1919-1983) había escrito, durante la ocupación alemana de Bélgica, virulentos artículos antisemitas que permanecieron lejos del escrutinio académico, el filósofo Jacques Derrida lo defendió públicamente, escribiendo una de las páginas más tristes en la historia de la crítica literaria. En vez de lamentar que su gran aliado de la Escuela de Yale como teórico y difusor de la Deconstrucción en Estados Unidos había cometido un error de juventud —cientos de escritores pasaron por ese predicamento— y de reprobar la ocultación de aquellos escritos que pedían la expulsión de los judíos de la literatura, Derrida —buen amigo de sus amigos— hizo de las suyas, es decir, hiló fino.

 

Palabras más, palabras menos, Derrida, un judío francés de origen argelino que había sido expulsado de la escuela secundaria bajo el imperio de las leyes racistas del régimen de Vichy, quiso “deconstruir”, en Critical Inquiry, lo dicho por Paul de Man, quien no escribió lo que escribió, sino todo lo contrario y al revés. Además de ser un visionario portentoso, el joven colaboracionista habría introducido un subtexto que parodiaba el “verdadero” antisemitismo nazi. Derrida prefirió pagar los costos del caso de Paul de Man. Si aquellos textos no postulaban ninguna verdad, estando sujetos a la interpretación infinita al gusto del exégeta en turno, los enemigos de la Deconstrucción habían tenido razón en dudar no sólo de la consistencia intelectual de la afamada aventura, sino de su valor ético.

 

Hubo, desde luego, mucha histeria entre tirios y troyanos. Ni la Deconstrucción era una “ciencia nazi”, aunque esa tentación está en algunos de los derivados nietzscheanos, ni todos los humanistas ofendidos por las maromas retóricas utilizadas para salvar al difunto Paul de Man del oprobio, eran conservadores decimonónicos decididos a borrar del mapa universitario a la revolución estructuralista y a todos sus avatares o agonistas. La Deconstrucción se salvó de un escándalo que décadas después la habría cancelado, para presentarse —con Derrida como peripatético filósofo en activo y principal legatario póstumo— como una circunferencia que está en todas partes, incluyendo a la política etnicista, al feminismo y al radicalismo de género de la izquierda del siglo XXI.

 

Pocos filósofos, como Derrida, alcanzaron el nuevo siglo, así, con una influencia tan vasta. Él disfrutaba al ser comparado con Sócrates como un “envenenador de la juventud” y yo habría preferido que de las lecturas propuestas en De la gramatología (1967), prevaleciese la de Jean-Jacques Rousseau, quien en el Ensayo sobre el origen de las lenguas (1781) condenó a la escritura como destructora de “la plenitud de la presencia”, un “suplemento peligroso”, una enfermedad de la palabra. De esa forma, desde ese banquete institucional que fueron los seminarios profesorales a la francesa, habría sido curioso un Derrida voluntariamente ágrafo y pasajero frecuente, difundiendo sus saberes mediante la mayéutica, de aeropuerto en aeropuerto y de universidad en universidad, sin tomarse la molestia de escribir una sola línea de esa barroquísima obra casi infinita, plena en oscuridades, trascendentales o no, donde se asocia el disparate con la pincelada genial. Pero Derrida quiso escribir. Por amor a la lengua francesa, según confesó. Es curioso: sólo los franceses hacen esa declaración más sensual que sentimental. Francamente, no imagino a Ezra Pound o a Juan Rulfo declarando que escribieron por amor al inglés o al español.

 

Es interminable —como creía serlo el psicoanálisis tan decisivo para el argelino— la discusión de sí Derrida debe o no ser tomado en cuenta como un filósofo tradicional, estatuto que le negaron, en 1992, los maestros analíticos anglosajones al oponerse, ruidosamente y sin éxito, a su doctorado honorífico en la Universidad de Cambridge. Dejárselo a la filosofía, por otro lado, según la crítica literaria desconfiada de la teoría, era una buena manera de deshacerse del antiguo caimán de la École Normal Supérieure. A mí me toca, en esta ocasión, apuntar qué consecuencias estrictamente críticas tuvo el legado de Derrida. Su fuente literaria, asumida orgullosamente, fue Maurice Blanchot y lo derridiano bien puede ser un comentario, en apariencia infinito y por naturaleza ampuloso, de ciertos ensayos blanchotianos. Lo más consecuente en su gusto literario fue su devoción por Antonin Artaud, descreído, por razones metodológicas, de lo que el Teatro de la Crueldad significaba más allá de la escritura, cuya radicalidad —la de Artaud— fue para Derrida un ejemplo a seguir contra el estilo clásico, poco arriesgado, según él, de los Lévi-Strauss y compañía. A riesgo de ser perezoso, diría que el de Derrida es el desenlace ultrarromántico y bizantino provocado por el propio estructuralismo.

 

Más academicista, en cambio, fue su culto por Mallarmé, a quien envió con una mochila en la espalda a la trinchera del 68 y es un verdadero cuento de terror recordar la discusión, sobre qué no decían los cuentos de Edgar Allan Poe entre Derrida y su “enemigo tan querido”, el doctor Jacques Lacan. Y porque todos los intelectuales franceses del siglo pasado fueron, les gustara o no, sartreanos, al adoptar a Jean Genet, agregaba Derrida un suplemento innecesario (redactado en contraste, por qué no, con la Fenomenología del espíritu) al ya abundante suplemento que Jean-Paul Sartre le había endilgado a la obra del exconvicto novelista, bloqueándolo como escritor durante años. Y en cuanto a La diseminación (1972), no voy a ser yo cómplice, en tanto lector, del pago de derecho de piso, por Derrida, a Philippe Sollers, simpático cacique de Saint-Germain-des-Prés y el más local de los escritores locales.

 

No estaba en la Deconstrucción ningún propósito de comentar a los clásicos ni a los modernos y por ello se fue Harold Bloom con su canon a otra parte. Que Derrida se haya negado a leer con nosotros a Miguel de Cervantes o a James Joyce (otra cosa fue la disposición del romántico y atormentado Paul de Man) está en su carácter, como lo sostuvieron, en su defensa, Jonathan Culler y Richard Rorty, quienes consideraron irrelevante la crítica de George Steiner a la Deconstrucción, por ser tan silenciosa frente a la presencia real de la literatura.

 

Entre Atenas y Jerusalén, Derrida, erudito antiplatónico como leemos en la exhaustiva “Farmacia de Platón” (1968), terminó apostando por la Ciudad Santa y la Deconstrucción ha sido leída como un sempiterno comentario talmúdico a la escritura sagrada, donde el escoliasta acaba por clonar a Dios, como se quejó Bloom cuando abandonó la Escuela de Yale, convencido de que habían construido, sus amigos, una nueva “onto-metafísica” donde cada verso desgranado de John Keats o de William Shakespeare era —otra vez— teología y no literatura. Acaso atosigado por el caso de Paul de Man y sus consecuencias, Jacques Derrida (1930-2004) utilizaría, en sus últimos lustros, el microscopio para pontificar, no ante los pliegues del texto, sino sobre el mundo de la política.

 

FOTO: Jacques Derrida en su casa de Ris-Orangis, al sur de París, el 9 de octubre de 2004. Crédito de imagen: Archivo AFP

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