Aridez y cornucopia

Dic 3 • Lecturas, Miradas • 3344 Views • No hay comentarios en Aridez y cornucopia

POR JORGE ORTEGA

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Hay dos constantes en la poesía de Coral Bracho (1951): la lentitud y el acercamiento. Me refiero a la paciencia con que se demora en la exploración de ciertas capas y texturas de la realidad y, a la par, a la focalización de aspectos desapercibidos del mundo inmediato que mucha poesía suele dar por sentado. La de Bracho se yergue bajo la advocación del asombro, la perplejidad, el estupor, una actitud de la que semeja haberse distraído una buena parte de la poesía última, adicta a la desesperada búsqueda de la novedad procedimental o el chascarrillo. Para Coral Bracho la primicia reside en la calidad de la mirada, el radar del oído, puerta de acceso a lo intacto y primigenio, lo ignoto o inaudito. El matiz es su aliado, el avatar que inaugura una nueva perspectiva para asomarse a la proximidad y redescubrirla. Por ello, la dimensión que mejor retrata su poesía corresponde a la del microcosmos, pero no por su carácter reductivo, sino por la facultad del poema para traspasar, ahondar y ensanchar los secretos prodigios que nos rodean.

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En Marfa, Texas Bracho valida estos rasgos de su poética, que cristaliza en una escritura minimalista y reconcentrada que en aras de un ritmo sinuoso y serpenteante, basado en las pulsiones del poema asumido como ente orgánico, remite al despliegue rizomático de lo que crece por sí y, sobre la marcha, se inventa un camino, fuera de los cauces predeterminados del verso o la estrofa. Compuesto de seis apartados sin título que constatan la fluidez de un continuum alrededor de los estímulos que brinda paradójicamente una villa de dos mil vecinos ubicada en el desierto del sur de Estados Unidos, es como si la autora hubiera ido a encontrar un arcón de hallazgos en la nada, como si en la aparente esterilidad del hueco topara con una suerte de Santo Grial, el de un cúmulo de insospechadas razones poéticas que le otorgaran la posibilidad de hilvanar un discurso acerca de las casuales pesquisas de la soledad en mitad del campo y de las recompensas que genera por contraste un confinamiento temporal en la adusta llanura tejana. ¿Y qué ofrece la misteriosa y exigua Marfa? La singularidad de una flora y el desfile de una fauna que se perfilan con dignidad en unos ojos extrañados y ávidos. Porque la contemplación es indisociable de la poesía de Coral Bracho. La mirada, mencioné arriba, y, con la clarividencia, la receptividad. Porque Marfa, Texas confirma otra de las propiedades centrales la autora: la sensorialidad. Junto a la vista, la concurrencia de la audición y el tacto.

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El fragor del tren, la música de Schubert y el trinar de un pájaro se convierten, así, en la única señal de vida de un pueblo detenido en el tiempo y acosado por la dilatación del horizonte y la naturaleza agreste. Marfa, Texas constituye un conjunto de variaciones sobre un lugar limítrofe del otro lado del río Bravo. Su autora ha concebido un libro sobre un norte aun más norte, y no sólo por la reivindicación estética que verifica de la estepa septentrional en tanto que correlato de la oquedad, sino igual por la adscripción transfronteriza de la encantadora distopía que entraña la localidad de Marfa, donde, por lo demás, el lector podrá advertir las similitudes con un caserío del Viejo Oeste y, simultáneamente, con el cine de Wim Wenders y la pintura de Edward Hopper. Bracho reconoce ahí un caldo de cultivo para transformar la monotonía y el realismo costumbrista en un reservorio de gratos atisbos e intuiciones felices. ¿Cuál? El de la maravilla del no-pasa-nada que los engarces de la percepción y la elucubración condensan en una rica plétora de afinidades entre lo humano y lo paisajístico, lo vivo y lo inerte, lo transitorio y lo inmutable. Con un velado bestiario y una gama de estampas pintorescas, con un banquete de impresiones precisas Marfa, Texas, renueva la noción del vacío como un espacio desnudo habitado discretamente por el todo.

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Coral Bracho dispone un escaparate de registros zoológicos y botánicos que compensan la austeridad del diorama. Se trata de una narrativa de supuestos que surgen a partir de lo observado —“El fuego liso del atardecer / sorpresivamente derritió la troca”— y de la insinuación de un imaginario vegetal y animal suscitado por el poder de sugestión que destapa la caja de Pandora de las analogías. Los convidados: largarto, serpiente de cascabel, gato montés, jabalí, zorra, grillo, pavo real, perdiz, jaguar, perro, cuervo, mariposa, ratón, caballo, insecto. Lo imponente y lo anodino. Y luego la vibración del enebro, “flor de cantera”, y las criaturas que borra la noche o el día, o las que esconde o revela el movimiento de la hierba. Sí, la “jungla del pasto” en la que “Alguien viene / entre franjas de sol y sombra” y “los camiones de carga” pasando como “tiburones a través de una playa tranquila”; asimismo, las ironías de una ambigüedad identitaria que filtra las contrariedades de la territorialidad y la cultura: “Casi todos / los que trabajan / en los plantíos de jitomate / son mexicanos; / y casi todos prefieren / la pizza blanca”. Ante la invariabilidad y el aislamiento, Marfa, Texas propone una fábula metafísica que contribuye a desmitificar la infecundidad de la tierra baldía con la simiente de un poema conciso pero inquietante, una palabra trémula pero expansiva, conjurando los demonios del tedio justo cuando escribir se torna literalmente una forma de vigilia y, para decirlo con Lezama, una tentativa de ocupación del tokonoma.

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FOTO: Marfa, Texas, Coral Bracho, Ediciones Era-UNAM, México, 2015, 79 pp. / ESPECIAL

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