Artaud entre los rarámuris

Jul 12 • destacamos, principales, Reflexiones • 10089 Views • No hay comentarios en Artaud entre los rarámuris

 

POR RICARDO ECHÁVARRI

 

Tomé Peyote en México en la montaña

y dispuse de un paquete que me hizo permanecer

dos o tres días entre los tarahumaras. Pensé, entonces,

en aquel momento, que estaba viviendo

los tres días más felices de mi existencia.

Había cesado de aburrirme, de buscar

una razón a mi vida y de tener que cargar

mi cuerpo. Comprendía que estaba inventando

la vida, que esa era mi función y la razón

de mi ser y que no me aburría cuando

había perdido la imaginación y el peyote

me la daba.

 

Antonin Artaud, Una nota sobre el peyote

 

En 1936, Antonin Artaud viajó al corazón de la sierra Tarahumara, a conocer “una cultura mágica”, original, no contaminada por Europa. No fue el primer europeo que viajó al país rarámuri. Cincuenta años antes, el etnólogo noruego Carl Lumholtz (autor de México desconocido, el primer libro sobre los indios del norte) llegó a lomo de mula a Nararachic, el lugar donde danza la muerte, con una carta de Porfirio Díaz, que le servía de salvoconducto. Lumholtz dio la primera noticia a Occidente de la existencia de una “raza que vivía aún como en la Edad de Piedra”; se adelantó también a Artaud en probar el peyote y describir los efectos psicotrópicos de la mezcalina pura. “La planta, cuando se toma, calma toda sensación de hambre o sed. También produce alucinaciones. Tomé sólo una pequeña jícara, pero sentí los efectos en pocos minutos. Primero me hizo despertar y actuó como un estimulante, similar al café, pero mucho más fuerte. El híkuli es también un poderoso protector de su pueblo y en cualquier circunstancia le trae suerte”.

 

Antonin Artaud, el poeta surrealista autor de El teatro y su doble, viajará en tren desde la ciudad México hacia el norte, para adentrarse en el país de los Tarahumaras. Ese viaje es definitivo en su vida y su creación (escribe De un viaje al país de los Tarahumaras y media docena de artículos más, casi todos durante sus periodos de lucidez, en el asilo de Rodez donde, acusado de locura, fue recluido).

 

El viaje de Antonin Artaud al corazón de la Sierra Madre es doble: es un viaje hacia un país desconocido para encontrar lo nuevo y, a su vez, un viaje interior que le permite buscarse a sí mismo. En ese viaje prueba el peyote y descubre en el camino del Ciguli el sentido secreto de esa raza original.

 

Artaud venía asqueado de Europa, que comenzaba un nuevo ciclo de guerras por el dominio neocolonial. La utopía revolucionaria se detenía en el “terror” a los disidentes. La poesía vivía una “disgregación” de los ismos y los lenguajes de vanguardia se convertían poco a poco en fórmulas retóricas.

 

El viaje de Artaud es un viaje a la “otredad”, a la búsqueda de caminos alternativos que le dieran sentido a la condición humana. Occidente ha pretendido arrogarse siempre el único camino —el del mítico progreso— para lograr la armonía de los hombres. El resultado es que el hombre se ha cosificado, se ha convertido en cosa en un mundo instrumental de cosas. El hombre cosificado es llamado por el raramuri “el hombre que se ha extraviado”.

 

Ir al país de los tarahumaras le descubre a Artaud un mundo nuevo. Él escucha que los raramuris “cayeron del cielo a la Sierra, en una Naturaleza ya preparada” y que esa tribu conservaba el sentido de lo sagrado que lo unía a los demás hombres y a la naturaleza. “La palabra Dios no existe en su lengua; pero rinden culto a un principio trascendente de la Naturaleza, que es Macho y Hembra como debe ser”. Los tarahumaras le parecen “una Raza principio”, que vive más en un tiempo propio, natural y cósmico.

 

Lo asombra que la sierra sea una “montaña de signos” y que el simbolismo del mundo indígena hable de un lenguaje cifrado que alude a la armonía del hombre y el cosmos. Es testigo, una noche, de una danza donde sacrifican un toro (El rito de los reyes de la Atlántida), idéntica a la que Platón describe en Critias, su diálogo sobre la Atlántida. Descubre que hay la creencia del “paso por las tribus tarahumaras de una raza de hombres portadores del fuego, que tenían tres Señores y tres Reyes, y caminaban hacia la Estrella polar”, que asimila a la leyenda bíblica de los reyes de Oriente (El país de los Reyes Magos). Le llama la atención la cuenta del tiempo a partir del ciclo lunar y el superior “culto astronómico del sol”. Simbólico es todo el lenguaje del mundo indígena: sus cuerpos pintados, sus vestidos, sus colores, sus adornos, sus bailes, todo habla de un código sagrado y secreto en armonía con el ritmo cósmico. Esos mismos misteriosos signos los había visto en las pirámides de México. Artaud sabe que Occidente es incapaz de traducir este lenguaje, pues ha perdido las claves de su interpretación.

 

Para el poeta francés el ritual del peyote es un culto solar que le permite al individuo recuperar la percepción de lo infinito: despertar “el sentido de lo sagrado de una forma que la conciencia europea ya no conoce”. Gracias al camino del cíguli “el Tarahumara toma conciencia de la dualidad” y descubre “lo que es de él y lo que es del Otro” y, en esa interacción, aprende a “crearse a sí mismo”. El hombre es “transportado al otro lado de las cosas”, o “restituido a lo que existe en el otro lado”. El peyote es hermafrodita y “en el interior de la raza Tarahumara el Macho y la Hembra existen simultáneamente”. El cíguli finalmente constituye “el misterio mismo de la poesía”.

 

Esos indios mexicanos que viven en la Sierra Madre “en un estado como antes del diluvio” han resistido “desde hace cuatrocientos años a todo lo que ha venido a atacarlos: la civilización, el mestizaje, la guerra, el invierno”. “El gobierno de México hace lo imposible por quitar el peyote a los Tarahumaras”.

 

Artaud ve en la resistencia indígena, en la perduración de su cultura, de su religión, de su lenguaje, la elaboración de una otredad humana, más en armonía con los demás, con la naturaleza y el cosmos. En armonía también con lo sagrado (entendido no como ritos externos u ortodoxias providenciales) que está anclado a los orígenes.

 

En la visión que Antonin Artaud tiene de los tarahumaras hay mucho del ethos moderno: la búsqueda de un mundo natural, casi (post)rousseauniano, que alivie al hombre de la náusea civilizatoria. De ahí el autoexilio, la huida a un mundo más cercano a la naturaleza de muchos modernos. La náusea europea hace que Gauguin huya a Tahití, que Morisot vaya a Venezuela a buscar las fuentes del Orinoco, que Breton vea en México “el país surrealista por excelencia”, que Anne Eisner abandone su cómoda vida en Nueva York y se adentre en el Congo y pinte —entre selvas y pigmeos del Mbuti—, abstractas naturalezas, que Artaud viaje al país del peyote para encontrar un nuevo sagrado.

 

Los “paraísos artificiales”, como una forma de ampliación de la percepción y una revelación poética, también forman parte del legado moderno. Charles Baudelaire, aficionado al haschis, soñaba con una sociedad embriagada (“embriagaos sin cesar, de vino, de poesía o de virtud”, dice en El Spleen de París). Claude Monet pintó, con rojos y verdes cobalto, un campo de adormidera y el extravagante De Quincey describió los efectos narcóticos de esa planta oriental en sus Memorias de un comedor de opio. El fin del siglo XIX pone ya de moda las drogas en Europa y hasta un brillante teórico marxista como Walter Benjamin anota, en una de sus Iluminaciones, los efectos en sí mismo de la cocaína.

 

En México durante un tiempo fue un tabú hablar del tema, pero se sabe que José Juan Tablada, nuestro primer poeta moderno, imitó a Baudelaire hasta en el consumo de haschis. El poeta peruano Abraham Valdelomar cuenta que en el Barrio Chino de Lima él y José Vasconcelos visitaron los fumaderos de opio. Artaud, quien venía de esa tradición moderna, descubre una cosa nueva además, que en México las plantas sagradas desde siempre (Westheim, en su Arte prehispánico de México, comprobó en códices y esculturas precolombinas la presencia de las plantas de los dioses) habían sido un mediador entre lo humano y lo sagrado.

 

Varias intuiciones del poeta francés superan ese utopismo moderno; de manera muy profunda pone a los tarahumaras y sus ideas del mundo en la otredad de los caminos del hombre y su contorno. Su condena a Occidente es letal: el hombre cosificado ha perdido el sentido de lo sagrado: “un blanco es alguien a quienes los dioses han abandonado”.

 

La civilización con su mito de “progreso” ha poblado el mundo de artefactos, pero se ha olvidado del hombre; en sus formas más oscuras ha devenido en una modalidad, quizás la peor, de salvajismo: amenaza la tierra, las aguas, los cielos, la flora, la fauna, a la humanidad misma. Los tarahumaras van a la ciudad para ver “cómo son los hombres que se han equivocado”. Cuando, cansados de sus largas caminatas, con sed o hambre, solicitan a los mexicanos agua o una tortilla con chile dicen kórima, “comparte”, no mendigando una limosna, sino recordándole al mestizo la ley de la armonía que debe haber en todo, hasta en la propiedad de las cosas.

 

El tiempo progresivo de Occidente es otra ficción: en realidad “es la vida moderna la que está atrasada y no los indios tarahumaras con respecto al mundo actual”. En la visión de Artaud hay por primera vez en el pensamiento occidental una inversión sígnica, una lectura por entero relativizadora: la aceptación absoluta de la superioridad moral (sagrada, poética por ende) del Otro. El tarahumara es el padre del hombre y si conserva claves para leer los signos de lo sagrado, lo hace con la encomienda de preservar la unidad original. La propia poesía moderna, en riesgo de convertirse en un remedo de sí misma, en un lenguaje artificioso y muerto, sólo puede salir de su letargo si se adentra en un lenguaje original y cargado de símbolos, como es la lengua-música rarámuri, que le devolverá su melopea adánica. Tutuguri es el título del último poema de Artaud. Lo escribió unos días antes de su muerte, con el recuerdo aún vivísimo del viaje que doce años antes había hecho al extremo del mundo mexicano.

 

Tutuguri es el rito negro dedicado a la gloria externa del sol.

El rito de la noche negra de la muerte eterna del sol

No, el sol ya no volverá

 

La lección que Artaud recibe de su viaje al otro México es una revelación crítica. Su mirada busca que nos despojemos del ego implícito de la visión “vencedora” y aceptamos un momento (o siempre) que los tarahumaras (y el mundo indígena) tienen claves aún para salvar lo sagrado, para reconciliar al hombre consigo mismo y con la naturaleza. Donde ha fracasado el hombre blanco podría decir su palabra antigua, poderosa y profunda el Hombre Rojo, esa extraordinaria raza a la que “ninguna civilización podrá dominar nunca”, según palabras del último iluminado de la poesía moderna.

 

*Fotografía: Autorretrato de Artaud (1896-1948)./ ARCHIVO EFE

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