Arthur Cravan en México

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POR RICARDO ECHÁVARRI 

 

Poeta, ensayista, autor de Novísimas instrucciones para los ángeles

 

Arthur Cravan, el célebre poeta-boxeador y sobrino de Oscar Wilde, llegó a México en el invierno de 1917. Desde el hotel Juárez, de la Ciudad de México, escribió sus últimos escritos conocidos: unas cartas de amor a la poeta Mina Loy, que vivía entonces en Nueva York…

 

Cuando llega a México, Arthur Cravan ya era una leyenda entre los modernos. Los dadaístas lo consideraban un precursor desde que en París publicó su revista Maintenant y puso de moda sus boutades: “en una conferencia —dice Cendrars— intentó suicidarse”; en otra bebió vino rojo y “dijo cosas no oídas desde el genial Alfred Jarry”. En el café Los Noctámbulos se anunciaba que “Cravan conferenciará, danzará, boxeará”. Sus medios de vida los obtenía del boxeo y de la venta de cuadros de pintores que entonces no tenían gran valor en el comercio: Picasso, Matisse, Modigliani, Zárraga, Rivera…

 

Cuando estalla la guerra en los Balcanes y se le quiere reclutar para vestir el uniforme del ejército de Jorge V, su espontáneo pacifismo lo hace abandonar el país. Con un “pasaporte camaleón” y “en compañía de una banda de desesperados” huye a Barcelona. Allí haría uno de los actos más audaces de su vida: retar a Jack Johnson, el primer campeón mundial negro de peso completo. El 23 de abril de 1916, en la Plaza de Toros Monumental, tuvo lugar el combate, pactado a 20 rounds y con una bolsa de 50 mil pesetas para el ganador; la pelea que cubriría con los laureles de la audacia las sienes del poeta-boxeador se decidió en el séptimo round cuando Alabastro puso knockout al poeta.

 

A principios de 1917, en el Montserrat, Cravan se embarca a Nueva York (León Trotsky, quien iba en el mismo barco, anota brevemente en su diario la presencia de “un boxeador, literato de ocasión, sobrino de Oscar Wilde”). Este viaje en realidad era un retorno, porque a los 15 años sus padres lo habían enviado a estudiar a la Babel de Hierro, pero el joven Llyod abandonó sus estudios, emigró a California y ejerció allí todo tipo de oficios para ganarse el pan: “Marino del pacífico / maletero / cortador de naranjas”.

 

En el barrio bohemio de Greenwich Village Cravan reencuentra a viejos amigos: Picabia, Duchamp, Gleizes, todos involucrados en la parisina Exposición de los Independientes. En el estudio de Walter Arensberg, Arthur conoció a Mina Loy —Mina Gertrude Lowy, una bellísima londinense, madre de dos hijos, Gilles y Jewel, divorciada del pintor Stephen Haweis—. Era Mina una mujer “espléndida e inaccesible, según palabras de William Carlos Williams, quien la recuerda en los días en que ella frecuentaba el círculo de Ezra Pound y T. S. Elliot y escribía Luna Baedecker, uno de los deslumbrantes libros imaginistas, donde la lengua inglesa combina tonos del viejo y nuevo Mundo. El encuentro lo relata Mina en Coloso: él le decía: “Tú deberías venir a vivir conmigo en un taxi, podríamos tener un gato”; y ella agregaba: “y una maceta de geranios en la ventana”.

 

En Estados Unidos Arthur Cravan vivía con un pasaporte ruso y existía el peligro de que fuera descubierto y movilizado por la armada americana. El poeta ya era un desertor y no estaba en sus planes acudir al llamado de los americanos. No era un cobarde, tampoco un objetor de conciencia, simplemente un pacifista que, en lugar de asistir a una multánime carnicería montada por gobiernos, prefería el combate cuerpo a cuerpo: la suya era una lucha personal y a puño limpio por la vida.

 

Cravan decide viajar al único país en el mundo donde las regulaciones no han sido nunca muy estrictas y donde desde entonces “la vida no vale nada”, a México (un México donde, a plomazos y bajo los acordes de La cucaracha, Villa y Carranza aún se disputaban el destino de la Revolución). El nuevo verbo carrancear “significaba robar —dice Carolyn Burke— los frutos de la nueva Constitución”. Rumbo a este país hermoso y espinudo va Arthur Cravan. Se embarca en la Santísima madre de Dios y el 17 de diciembre ya se encuentra en Nuevo Laredo, al otro lado del Río Bravo. Ahora viaja con un pasaporte mexicano.

 

Hay pocos datos de la vida de Arthur Cravan en México. Se sabe que vivía en el hotel Juárez y trabajaba como entrenador de boxeo en el gimnasio Sandow, de Enrique Ugartechea, ubicado en el Palacio de Mármol por la calle Tacuba. Peleó en la plaza El Toreo, el 15 de septiembre de 1918, por el campeonato nacional, contra el jamaiquino Jimmy Smith. Esa pelea se disputó con las reglas del “marqués de Queensberry”, entonces una novedad. En Arte y Deporte hay una crónica (firmada por Julius) de la breve pelea: Cravan, con sus 105 kilos, era el favorito sobre su rival de apenas 75 kilogramos. Con su mayor alcance ganó el primer round, pero en el segundo Black Diamond, en un dramático cambio de goles, fulminó al poeta. En esa época el boxeo, aunque popular no estaba desligado del espectáculo del circo, y las protestas del público por la brevedad de la pelea estelar se acallaron con la presentación de un curioso personaje: El Rey del Fuego quien, ante un asombrado público, “hizo gárgaras de fuego” y como acto final bebió “un garrafón de ácido muriático”.

 

Hasta ahora las cartas a Mina Loy son casi el único testimonio de su vida mexicana. De ellas los biógrafos han extraído los pocos datos de su vida en México: la boda de Mina y Arthur en la basílica de Guadalupe y el laberinto burocrático que ya era casarse en tierras aztecas (“nos casamos en una catedral mexicana rosa… eso no tenía ningún valor legal”), su obsesión por tener un ejemplar de The Soil, cuya portada lucía la fotografía de su combate con Jack Johnson en Barcelona (Cravan planeaba una revancha contra Alabastro en Ciudad Juárez, patrocinada por un insólito aficionado al boxeo: Pancho Villa), sus palabras calcadas del argot del boxeo, sus misteriosos envíos de propaganda en una ciudad de México llena de espías alemanes y americanos, de bolcheviques y anarquistas, de emigrados de todo el mundo, su deseo de que Mina pudiera leer en español sus cartas porque “sólo en ese idioma puedo expresar mis sentimientos”, su incorporación a la familiaridad con que se tratan las personas en México, la premonición de su misteriosa desaparición: “Si el consuelo no me llega de ti, voy a desaparecer del mundo sensible o, en todo caso, inteligible”. Contentémonos con el retrato sin réplica que de él hace Mina Loy: “yo escruto cada rostro, y no hay en el mundo uno solo como el de Cravan”.

 

Después de vivir juntos unos meses en la Ciudad de México, Mina Loy se embarca sola para Inglaterra (la hija de ambos, Fabianne, nace durante la travesía, en el mar). De Arthur nadie más vuelve a saber nada. En Montparnasse se rumora que Cravan ha muerto. Julien Levy se resiste a aceptarlo: “tengo casi la certeza de que él no ha muerto”. Duchamp replica que sólo la muerte explica su ausencia (“Yo lo conocía bien y sólo la muerte ha podido ser la causa de su desaparición”). André Breton da la versión más difundida: “él desapareció, un día de tempestad, al navegar por el Golfo de México en una muy frágil embarcación”. Octavio Paz recrea esa versión en un poema (“Cravan en la panza de los tiburones del Golfo”). Carolyn Burke, sin embargo, sitúa ese naufragio en el otro mar, el Pacífico, frente a las costas de Salina Cruz. Pierre Begot habla de dos hombres abatidos a tiros en la frontera del Río Grande, “uno de ellos: muy alto, rubio, podría corresponder al poeta”.

 

Su muerte no fue jamás probada y las gestiones que hizo Mina Loy ante las autoridades británicas en México para encontrarlo resultaron infructuosas. Veinte años después el misterio continuaba: la madre aseguró haber recibido una carta, escrita de puño y letra por su hijo, enviada desde Buenos Aires; y en una extraña entrevista un hombre le aseguró a Mina Loy haber conocido a un tal “Arturo Cravan” en La Habana.

 

*Fotografía: El poeta Arthur Cravan también incursionó en el box, disciplina en la que enfrentó al campeón de peso completo Jack Johnson / Especial.

 

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