“Escribir es un ejercicio de memoria, y la memoria es un ejercicio de ficción”

Ene 3 • Conexiones, destacamos, principales • 4976 Views • No hay comentarios en “Escribir es un ejercicio de memoria, y la memoria es un ejercicio de ficción”

 

POR MARÍA PAULINA ORTIZ 

 

El Tiempo/GDA

 

Llegar a Tomás González no es sencillo. Y eso lo sabe cada uno de los periodistas que ha buscado entrevistarlo. Tímido. Callado. Reticente a cámaras y a micrófonos.

 

Pero no se trata solo de eso: llegar al lugar donde vive Tomás González no es sencillo. Su casa está perdida entre las montañas de Cachipay, a unos sesenta kilómetros de Bogotá. El camino hacia Tomás González hay que hacerse a pie o en bicicleta (que él suele usar).

 

Por fin, un mediodía soleado, llegamos hasta donde el autor de La luz difícil —el más leído de sus diez libros, entre novelas, cuentos y poesía—. La suya es una casa campesina de una sola planta, sin grandes pinturas en sus paredes ni muebles de diseño. No hay radio ni televisión. Hay un perro negro llamado Sombra, que lleva diez años junto a su amo. Y libros en la biblioteca. Hay una cama, una mesa. ¿Es necesario más? Eso es lo mismo que uno se pregunta cuando lee sus novelas, a las que no les sobra una palabra y tampoco les hace falta. Tomás González nació en Medellín en 1950, creció entre fincas y océanos, vivió en Nueva York y ahora está de nuevo en lo que es más suyo, la naturaleza, y el silencio.

 

¿Cuál es su primer recuerdo como lector?

 

—En mi casa siempre hubo libros y se hablaba mucho de libros. Mi papá y mi mamá eran lectores, y los ocho hijos lo fuimos. En el comedor de la casa se comentaban los libros más recientes. Antes de irnos a Envigado, cuando todavía vivíamos en Medellín, mi mamá me llevó un día a la Biblioteca Pública Piloto para que sacara el carné. Yo tenía seis años. Fue maravilloso. Una estantería de libros infantiles estaba de pronto a mi disposición. Y me podía llevar los que quisiera para la casa. Ella me ayudó a escoger, porque no era fácil. Gracias a mi mamá conocí después a Salgari, a Verne, a Carrasquilla, a Dickens y a muchos otros.

 

—Usted empezó por la ingeniería y la filosofía.

 

—Y ha sido bueno tener esos conocimientos filosóficos. Siento que me han permitido darle más profundidad a la literatura, al enfilarla de cierto modo por el lado filosófico. La ingeniería no. Aunque las matemáticas sí dan un sentido estético de las proporciones.

 

—¿Qué tanto influyó la figura de su tío, el escritor y filósofo Fernando González, en su decisión de ser escritor?

 

—Él vivía en la finca vecina a la nuestra, en Envigado. En primer lugar, era un tío como los otros, pero también era un renombrado escritor. Yo me sentía orgulloso de tener un tío famoso y les chicaneaba a mis amigos del colegio con él. Me deslumbraba su manera de ser, de hablar, de relacionarse con el mundo. Tuve mucha suerte de convivir con una persona sabia como Fernando a una edad en la que las puertas de la percepción están abiertas de par en par.

 

—¿Por qué el mar y el campo están tan presentes en su obra?

 

—A los siete años llegué a vivir a una finca. Por esa misma época mi papá compró una casita de pescadores frente al mar, en Tolú, cuando Tolú era un pueblo de pescadores y el turismo no lo había dañado tanto. Allá pasábamos largas temporadas. Y mi abuela materna tenía una finca cafetera en Santuario, Risaralda, donde también durábamos meses. Así que de los siete a los 18 viví en fincas o al lado del mar, nunca en ciudades. Por eso mar y fincas están tanto en mis escritos.

 

—¿Y llegó primero a la poesía?

 

—Me gustaba leer poesía. Mi hermano Juan tenía muy buenos libros de poesía —Neruda, Lorca, romanceros antiguos, Silva, León de Greiff, Bécquer—. Yo leía en voz alta, y cuando uno lee mucha poesía, el sonsonete se queda en la cabeza y vuelve a manifestarse en forma de poemas propios, que al principio ni son poemas ni tampoco son propios. Lo mío eran unas formaciones, o malformaciones embriónicas, feas, como todo lo que intenta formarse y no lo logra. Después mejoraron, creo. También empecé a escribir cuentos, que me quedaban bien, pero tampoco demasiado bien. Ensayando con una cosa y otra, sin mucha disciplina, pasaron más de diez años.

 

—Hasta que llegó Primero estaba el mar

 

—Que fue una novela que empecé a los 30 años y terminé tres años después. Ahí logré algo con calidad necesaria para publicarse. Y ahí resolví que yo sería escritor y sólo escritor. Fue una decisión tardía, porque yo tenía ya la edad de Cristo, pero definitiva. Desde esa novela hasta el sol de hoy no he parado de escribir.

 

—Y desde esa primera novela, hasta la más reciente, Temporal, aparece la familia como su tema central.

 

—Pero es que uno tendría que escribir ciencia ficción para no ocuparse de la familia. En la historia de la literatura la mayoría de los narradores tiene la familia como ámbito principal de sus obras. Los seres humanos somos animales de familia, impensables sin ella.

 

—¿Nunca ha tenido la sensación de entrar en terrenos de la infidencia al escribir sobre asuntos de la familia?

 

—A veces. Hay historias que son más delicadas y sí da un poquito esa sensación de estar aprovechándose. Pero ¿de dónde sale la literatura si no es de esas cosas? Con algunos libros me ha pasado más. Con Primero estaba el mar me preocupé de hacer literatura con un hecho tan triste como la muerte de mi hermano. Esa sensación la tuve mientras lo escribía, después me di cuenta de que era una manera mía de superar la tragedia, de entenderla. Pero tuve escrúpulos, sí. Creo que todos los que han escrito sobre sus familias en algún momento han sentido escrúpulos. Sin embargo, la pasión de escribir los supera.

 

—También está la enfermedad como tema. En La luz difícil, por ejemplo. ¿Viene de la experiencia vivida con su esposa?

 

—Sí, mucho de esa enfermedad, del dolor que siente una persona acompañando a otra que tiene una enfermedad terminal, apareció en La luz difícil. Todo eso está ahí. Los escritores como que ensamblamos lo que vivimos y con ellos creamos otra realidad. La enfermedad de Dora es muy cruel. Va enterrando viva a la persona.

 

—Ustedes ya no están juntos…

 

—Yo estuve con ella mucho tiempo después de que nos vinimos de Nueva York, después de su enfermedad, cuidándola, tal vez doce años o más. Llegó el punto en que no pude más. En parte porque estaba cansado y en parte porque los parientes demasiado cercanos no son los más indicados para cuidar a los enfermos. Se crea una cosa agresiva ahí. Los enfermos empiezan a echarle la culpa al cuidador, y viceversa. Hay maltrato. Y que un ser querido lo maltrate a uno duele mucho, no es sano, y la respuesta que uno da es muy emotiva también. Maltrato va y viene. Fue difícil porque era una relación muy buena. Traté de manejarlo, pero se volvió imposible.

 

—Y apareció La luz difícil.

 

—Se fueron juntando cosas. Mi idea original era escribir sobre la vejez. Me interesaba imaginar cómo iba a ser mi vejez. Pero no encontraba por dónde y se juntó toda la experiencia con Dora. De pronto vi que con esa historia podía mostrar todo eso que me interesaba.

 

—¿Qué significó para usted el éxito de esa novela?

 

—Fue como algo simbólico del momento en que los libros empiezan a llegar al gran público. Hasta ese momento sólo un puñado de personas conocía mi trabajo. A partir de esta novela, fue a otra escala, fue como pasar de mil a 30 mil, pero diferencia cualitativa no hay. Para un escritor, cada vez, es un solo lector el que crea el libro. El éxito está bien, sin duda, pero en el fondo todo sigue lo mismo.

 

—¿Cómo es su forma de trabajo? ¿Hace un plan, investigación previa, anotaciones?

 

—Algunas novelas han exigido un plan minucioso y muchas notas; otras las he escrito de oído. Todo depende del asunto.

 

—Lo suyo parece una búsqueda por la palabra precisa e, incluso, por usar menos palabras. ¿Es así?

 

—Esa fue una decisión de estilo que tomé hace mucho tiempo, sin darme cuenta. Tratar de usar la mínima cantidad de palabras necesaria para contar las historias. Para lograrlo, cada palabra debe estar en su sitio. Uno se va dando cuenta a medida que va escribiendo, que va ensayando a escribir, de que eso es lo que le gusta. El sonido que más me fue gustando no era el de la abundancia, sino el de la contención. Va más con mi personalidad. La novela más larga que he escrito es Para antes del olvido, que tiene 200 páginas. Abraham entre bandidos la empecé a escribir como una novela grande, pero en eso me equivoqué porque yo no soy de novela grande. Esto es como los corredores, son de 100 metros o de mil 500, y poner a alguien a correr lo que no le pertenece es un error. Así que me tocó volver a empezar y hacerla en el tamaño en que me muevo. Eso va con la persona, mi temperamento es sintético, no expansivo. ¿Has visto que hay escritores que quieren poner todo y otros que quieren quitar todo? Soy de los que quieren quitar todo.

 

—Uno diría entonces que está más cerca de la poesía…

 

—Escribir poesía es lo que más me gusta. Pero es muy difícil porque aparece o no aparece. No es como la novela que uno tiene el transcurso del tiempo. La novela es tiempo moviéndose, es casi que su definición, y el tiempo se mueve solo. En cambio, el poema si lo vio, lo vio. O, si no, no hay nada que pueda hacerse. Y viene por rachas. De pronto aparecen diez poemas juntos o pasan años y no aparece nada. Es lo más parecido a tener una visión, a un descubrimiento puro. Y es lo que más alegría da. Yo escribo un poco la prosa como si fuera poesía. No que suene como poesía, pero sí que tenga los ritmos, las combinaciones, frases largas y cortas. La musicalidad del texto es indispensable. Hablo del sonido general, de su armonía, de la resonancia que debe quedar en la mente del lector cuando lea la última palabra del escrito. Si no se logra eso, se falló.

 

—¿Se siente bien escribiendo cuentos?

 

En este momento es el género que más me interesa, tal vez por su dificultad, igual que la poesía. En novela el fracaso va apareciendo poco a poco, en forma de cansancio, de dudas, de rechazo visceral por el texto. En cambio, en el cuento, el fracaso aparece de una vez, como si te hubiera tumbado un caballo. Se puede alcanzar mucho en poco tiempo o recibir un revolcón. Y ese es parte de su atractivo.

 

—¿Por qué cree que le ha costado tanto el género del cuento?

 

—Espérate lo pienso. Porque… creo que hubo un problema, porque yo pensaba que la vida no se movía nunca como cuentos cortos. Es decir, que los cuentos cortos son un artificio para causar una sensación en el lector. Esa fue mi pelea grande, que no lograba sentir que estaba contando algo verdadero; lo hacía, pero quedaba plano, esperando el clímax de la novela. Yo me he movido mejor en novela breve, o en cuentos de treinta a cuarenta páginas, pero como me gustan los cuentos cortos, para mí era importante escribirlos. Con El lejano amor de los extraños les fui agarrando un poco más el tiro, y tengo la intención de empezar pronto un segundo libro.

 

—Hubo gente que al leer ese libro, El lejano amor de los extraños, se preguntó: ¿dónde está Tomás González, el de La luz difícil?

 

—A muchos les ha gustado, a otros no. Pero yo me lo esperaba porque son géneros muy distintos. Y siempre hay historias más fuertes que otras. No porque yo las haya trabajado más o menos. Hay que mirar si el problema no fue que eché a perder temas porque no estuve a la altura en el tratamiento del cuento. Estoy seguro de que no fue así. Pero eso está bien, que los lectores se interesen, comparen, miren.

 

—¿Le importa lo que opinen de sus obras?

 

—Qué te dijera. No hay mucho que se pueda hacer, de todas formas. Se escribe siempre lo mejor que se puede. Y a veces se tienen más lectores o impacto con una historia que con otra, y a veces uno está más de buenas y encuentra esa historia. Por ego, claro que me interesa lo que dicen, para saber por dónde voy y si lo logré.

 

—¿En el pasado hubo editores que rechazaron sus libros?

 

—No, porque mi manera de llegar a las editoriales fue muy rara. Yo nunca busqué editoriales. Empecé con sellos universitarios y con el sello de El Goce Pagano (que en realidad era mi amigo Gustavo Bustamente) y eso se fue moviendo solo, ni sé cómo. Llegaron ofertas de universidades y luego Norma me pidió lo que tenía escrito y yo le pasé un paquete. Eso se quedó allá quieto como dos años, pero yo no averigüé por qué, por principio, no hacía cola en editoriales. Hasta que Norma empezó a publicar. Lo primero que editó fue La historia de Horacio y luego todo lo demás.

 

—Hablemos de Para antes del olvido, el libro que escribió a partir de los diarios de un tío suyo.

 

—Esa novela se trata de la erosión de la memoria. Cuando me llegó el diario fragmentado de mi tío Alfonso González, que iba de 1913 a 1946 o algo así, pensé que tenía el material para una novela, pero que estaba incompleto. Se me ocurrió que podía convertir las lagunas de información en elemento de la narración, es decir, aprovechar lo que no sabía de la historia para contar la historia, siguiendo el principio de que el olvido hace parte de la memoria, de la misma manera que el silencio hace parte de la música. Esto exigía una estructura de capítulos muy cortos, para que un andamiaje como ese, con tantos vacíos, pudiera sostenerse. Como un castillo de naipes.

 

—Lo suyo es un ejercicio de memoria.

 

—Escribir es un ejercicio de memoria, y la memoria es un ejercicio de ficción. Es muy difícil separar ficción del recuerdo porque uno crea y llena los vacíos sin darse cuenta. Esa separación es poco sólida. Pasar de una cosa a otra es viable cuando uno está haciendo literatura.

 

—¿Sigue leyendo tanto a otros autores?

 

—Leer mucho es clave durante la época de formación. Es decir, entre los 15 y los 45 años de edad, más o menos. Después es importante mantenerse leyendo literatura de la mejor calidad, para evitar que los éxitos que se van logrando (en caso de que se vayan logrando) se le suban a uno a la cabeza y el engreimiento perjudique la escritura. Si el escritor empieza a sentirse sobrado, darle un vistazo a Pedro Páramo, a Cien años de soledad o a La montaña mágica, por ejemplo, le va a mostrar lo que es bueno y lo va a bajar de la nube.

 

—Usted es una persona alejada de la “farándula literaria”, digámoslo así, ¿qué es lo que más le incomoda de eso?

 

—Soy tímido, me molesta ser el centro de atención. La timidez no es más que una capacidad demasiado grande de percibir el ridículo. Me parecen risibles las fotos de los escritores cuando hacemos pose y le apuntamos con nuestro mejor ángulo a la cámara. Hay unos que mantienen en el bolsillo una sonrisa encantadora que se ponen de pronto, como una caja de dientes. Cuando se va la cámara y el escritor se queda solo, se ve a un tipo preocupado, ya sin caja, neurótico, feo, competitivo, torturado por la codicia de la fama.

 

—¿Mejor el silencio?

 

—Los escritores con demasiada presencia pública se vuelven cansones. Nosotros no debemos hacer demasiadas monerías para llamar la atención hacia nuestros libros. No somos cuentachistes ni actores. Cuando participo en eventos públicos, lo hago para tener contacto directo con los lectores. Me gusta tener ventas altas, sí, por la plata, y también porque significa que el libro gustó, pero pienso que no es mi obligación participar en su venta y que no es conveniente hacerlo. A veces es como si pensaran que si hablan mucho su libro es mejor. Pero tanto desgañete no va a mejorar el libro, aunque sí puede engañar. Si uno hace toda la pelotera va a vender mucho, y si vende mucho va a pensar que el libro se está vendiendo porque es muy bueno. Entonces te engañas, como escritor y como persona.

 

—¿Cómo es su vida en el campo, después de haber durado tantos años en Nueva York?

 

—Me sentí feliz de regresar. Primero volví a Chía, a una finca, no a Bogotá ni a Medellín, y ahora vivo en otra finca. Las ciudades quedaron descartadas, y si me tocara vivir en ciudad, preferiría que fuera otra vez Nueva York. Pero es difícil que me vaya alguna vez de aquí. Este sitio me gusta y escribo con alegría.

 

—¿Cómo son sus días aquí?

 

—Me levanto muy temprano. Alcanzo a trabajar bastante antes de que salga el sol. Escribo hasta el mediodía. Luego voy a caminar y mirar por ahí, en el jardín. Me encarreta mucho el jardín. He estado tratando de darle más forma. Me acuesto muy temprano, a eso de las siete y media de la noche. No tengo televisor. Tuve, pero me aburrí y ahora me alegra no oír a esos locutores. Tampoco tengo radio. De vez en cuando me entero de algo porque miro en Internet.

 

—Tiene un jardín zen. ¿Cómo empezó el interés por este tema?

 

—Empecé leyendo poesía taoísta. Y pensé en cómo podía hacer algo para vivir eso, y llegué al zen. En Nueva York hay cantidades de sitios para practicarlo. Encontré que era algo muy bueno para escribir porque despeja la cabeza, te permite ver dónde está el problema, te deja entender qué está pasando, dónde te perdiste, cómo seguir.

 

—¿Y qué practica?

 

—Desde hace muchos años me vengo sentando un rato todos los días en flor de loto, sobre un cojín redondo, a sólo respirar, a sólo ser. Uno tiende a vivir en la cadena de pensamientos más que en el mundo real, y estas pausas de meditación me permiten volver a conectarme con la realidad. Es como tratar de vivir aunque sea un momentico por fuera de la cadena de pensamientos, que es abrumadora y lo pone a uno a saltar de una idea a otra, de una emoción a la otra. Tomar una pequeña distancia es muy fácil. Es sentarse a respirar. Me ha servido mucho en mi trabajo literario.

 

—¿Esto le significa austeridad en otras cosas?

 

—No, ninguna. No me privo de nada. Trato de no fumar mucho porque hace daño, pero no por más. Nada de vegetarianismo. Dejé de tomar porque no era buen negocio. Lo disfrutaba mucho, pero las maluqueras se estaban volviendo desproporcionadas respecto al placer. En Nueva York tomaba dos o tres veces por semana, sobre todo vodka. Acá era aguardiente. Escribir tomado es agradable. Carver —que se bebió todo— decía que podía distinguir las frases que había escrito borracho de las que no. A veces en la escritura hay muchas inhibiciones, miedo a embarrarla, a fallar. Con el trago ese miedo se quita un poquito y uno se pone más audaz, y al atreverse a más puede lograr más. Aunque hay que saber no emborracharse.

 

—Desde este bosque húmedo templado, ¿cómo ve al país?

 

—En algún momento va a acabarse la guerra y disminuir la violencia, la corrupción va a estar bajo control, se va a distribuir de forma más justa la riqueza, se va a legalizar la droga. Y la riqueza generada por todo eso va a invertirse en educación e infraestructura. De esa forma el país va a salir del raquitismo social y económico en el que lo tienen sumido la guerrilla de bandidos y la rapacidad y la ineptitud de los gobernantes. Pero eso todavía está lejos.

 

—¿A qué le tiene miedo, Tomás?

 

—Un poco a la soledad, un poco a la vejez, un poco a la enfermedad. Pero no mucho. Más a la enfermedad. Somos muy frágiles y podemos alcanzar a sufrir mucho sin que nada lo pueda evitar. Es muy fácil estar metido de pronto en una pesadilla de dolor. Eso me da miedo. Porque la muerte, ¿qué? La muerte es apacible. Uno se fija en las fotos de los muertos y están así. Hace poco volví a ver el cuadro famoso de Rembrandt, con todos los médicos preocupados y el muerto fresquísimo. Está en una tranquilidad envidiable.

 

*Fotografía: El escritor colombiano Tomás González es autor de las novelas Primero estaba el mar y La historia de Horacio, entre otras / Cortesía El Tiempo/GDA.

 

 

 

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