Atrapar el tiempo

Jun 14 • Ficciones • 2613 Views • No hay comentarios en Atrapar el tiempo

 

POR NADIA CONTRERAS

 

El sol sobre la fachada de una iglesia, los vestigios de un hospital o una escuela, el letrero que advierte el paso del tren. De pronto, sobre nosotros su incendio. Ya no saldrán las fotos, me dicen, y yo ajusto la cámara. Se ríe M cuando mira la imagen: un rayón de luz sobre el lienzo quemado. Yu habla de esas manchas que deforman el cerebro y lo contradicen.

Enfocar el paisaje, insistir en los detalles, el color del desierto, los reflejos de las piedras en el límite de los caminos. La cámara fotográfica y la escritura.

 

Llegamos a Ciudad Frontera. Media hora después tenemos los permisos. Nos ha quedado un sin sabor. El hombre uniformado nos trató mal, L tuvo la sensación de que nos negaría la entrada.

Todo ocurre muy rápido. La familia de F, mi esposo, es familia de viajes. De una ciudad a otra, de un país a otro, la pasión por mirar las luces en rostros desconocidos. Estremece pensar en quienes se internan en los desiertos, bajo el cielo de la soledad, el frío, la incertidumbre. Leí: “México continúa expulsando más migrantes de los que han retornado al país y la explicación es sencilla: Estados Unidos está comenzado a mostrar signos de recuperación, pues su tasa de desempleo ha disminuido (de 2010 fue de 9.6 por ciento y en 2013 es de 7.4 por ciento); como consecuencia, los flujos migratorios vuelven a responder”.

 

El cielo se cierra. El mundo se hunde en los faros encendidos de los autos. Se hunden el viento, la velocidad. Avanzan, sí, con acelerador firme.

 

Volvemos a la carretera. L al volante. En la parte trasera del auto Yu, M y yo, apretados como deben ser los sentimientos de las familias. F pone música.

Mi padre y mi madre son viajeros incansables. Conozco mi país por mis padres. Luego, los viajes personales. Hay, sin embargo, una nebulosa sobre ese tiempo, una mancha como la que oscurece al cerebro. Imágenes sueltas:

a) Nosotros en la carretera hacia el mar. Eufóricos. La historia del pasado volaba cada vez más lejos.

b) La arena casi blanca de la playa, la música, la discusión a través del teléfono. Escucho los gritos, los de él, los míos. Gritos innecesarios. Se borraban las letras de nuestros nombres.

c) Una piscina y mi cuerpo vacío. Mi hotel no tiene piscina, dice el hombre. Nos arrojamos a la cama. Somos la profundidad.

d) El ambiente sórdido de la embriaguez. Las voces agónicas, los poemas arrancados de los libros y la música. La música.

e) Ella desnuda, explorada, bebida. Después la escritura, sus figuraciones.

 

Se internan en el desierto-muerte. Más allá, en la distancia, sus pueblos cuentan la historia de los muertos. Sus casas, su iglesia, sus salones para las fiestas, son puñado de escombros. Cede también la esperanza.

 

La música nos acerca. El río parte en dos el centro comercial. Junto a este, árboles se estiran infinitos, mesas, gente que decide parar y sentarse. No nos ponemos de acuerdo para subirnos a las canoas; me queda la sensación de desplazarnos largamente por el agua.

M y yo comemos un cono de nieve gigantesco. Mi padre —manejaba una Brasilia roja—, me llevaba del pueblo a la ciudad y desde lejos veía el número grande, amarillo, de los Helados Danessa 33. Por espacio de media hora regresé a aquella época. Tenía seis o siete años.

No escucho la música. Atravesamos el área de las tiendas repletas de ropa, zapatos, alhajas, curiosidades. Hay una tienda de libros, pero no me atrae ningún título. En la mañana, antes de salir del hotel, leí un texto de Jaime Muñoz relacionado con los títulos. Encendí la computadora y me fui directamente a su columna Ruta Norte Laguna que aparece en Milenio. Dice: “Titular un libro (o un artículo, una película, un disco, una obra de teatro, un programa de televisión, lo que sea) no es enchilar tacos. […] El poeta Gerardo Deniz, por ejemplo, tiene títulos extraordinarios de una sola palabra, ideales para libros de índole poética: Adrede, Gatuperio, Mansalva; tiene otro un poco más largo, genial, para un libro con guiños autobiográficos: Paños menores. También cortos, algunos de Lezama Lima son hermosos: La fijeza, Aventuras sigilosas, y este bárbaro: Enemigo rumor. Los mejores dos de Borges, a mi juicio, llevan la palabra historia: Historia universal de la infamia e Historia de la eternidad; hay otro inmejorable: El tamaño de mi esperanza. […] Octavio Paz logró títulos poderosos; los dos mejores son, a mi parecer, Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe y La llama doble. Los títulos de García Márquez han sido claves de su éxito. Son poéticos, de una sonoridad perfecta: El coronel no tiene quien le escriba, Cien años de soledad, El amor en los tiempos del cólera, Del amor y otros demonios, Memoria de mis putas tristes; pero su título más famoso es, sin duda, Crónica de una muerte anunciada”.

Seguimos andando y miramos tras los cristales la lluvia. Quiero irme a las calles, a mojarme porque sí. Hay un cartel que dice: “Domingo: gran festival de la coneja”.

 

Nos levantamos temprano. A dos horas de distancia, una ciudad de edificios altos y puentes en todas direcciones. Una ciudad elegante, bohemia, restaurantes que huelen a café y a cerveza.

Pido un capuchino muy fuerte. Me vuelvo loca y para la quinta o sexta taza, los colores del paisaje explotan y sólo quiero volver al hotel a escribir todo eso. La cámara registra gente comiendo, bebiendo, risas… el joven, sobre todo, el joven. Veo la foto y pienso en Hemingway, en Capote, en Carver. Sentado en la mesa de junto lee detenidamente, pasa las páginas del libro, y su rostro se llena de gestos, se ruboriza, me ofrece el itinerario de la historia.

Camino al hotel leo “Tres rosas amarillas”. Bajo la lluvia, una lluvia fuerte, maciza, la muerte de Chéjov. Brindo con su esposa y el médico el no sé qué de la muerte. La noche nos da de frente. Yo soy el camarero y mis manos sostienen un jarrón de porcelana con tres rosas amarillas. Veo la ciudad pero las imágenes se desfiguran tan rápido y no sé exactamente hacia dónde vamos. El efecto del café termina.

 

“Si escribiéramos lo consuetudinario, si de pronto, verdaderamente miráramos. Y perpetuar la luz, la lluvia, el polvo reiterado en las ventanas…”.

 

Los últimos dos días me olvidé de la escritura. Me sentía profundamente agotada. Desperté en casa, rodeada con sus árboles, sus enredaderas, sus gatos. Uno no puede vivir lejos del lugar que ama y esta vez sentí que amaba mi casa más que otra cosa en el mundo. Dentro de ella están las cosas que quiero y los libros. Nos despedimos. M, L y Yu continúan el camino, un camino corto, veinte minutos, media hora.

F me ayuda a desempacar. Le digo que a partir de mañana me aplicaré en la escritura, tengo pendientes tres ensayos: Raymond Carver, Gabriel García Márquez —la mañana levantaba ilusiones cuando nos enteramos de su muerte—, Elena Poniatowska; y un cuestionario que el escritor Vicente Alfonso me ha enviado. Sus preguntas me dan vuelta en la cabeza.

Las noches me vuelve inventiva y llegan frases de todos lados, versos, poemas en prosa, sueños, conversaciones, la letra de una canción, el eco de un cuento, una novela. No hay intención, no hay sentido, pero de una u otra forma me alimentan. Escribo.

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