Bailar de luto
POR ALIDA PIÑÓN
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Se murió Juan Gabriel. ¿Cómo?, ¿por qué?, ¿cuándo?, ¿de qué? No, mentira. Imposible. Tenemos en las manos los boletos para verlo en sus conciertos de la gira “MéXXico es todo”. No puede ser, si está la promesa de volverlo a ver en el Zócalo de la Ciudad de México, ni más ni menos. ¡Carajo! Sí, se murió. Es verdad. Está en todos lados. La noticia se multiplica. “Juan Gabriel ha muerto hoy en Santa Mónica, a los 66 años de edad, de un paro cardiaco”. No. ¡Por favor, no! ¡Carajo! ¿Y ahora qué hacemos? Llorar. Vamos a llorar. Y después vamos a cantar hasta que se nos desgarre la garganta, hasta que no nos quede voz, hasta que podamos creerlo. Alberto Aguilera Valadez, el querido Alberto, ha muerto.
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No ha pasado una hora de la noticia y en todas las calles ya suenan sus canciones. Aquí y allá. De las ventanas escapa su voz: “Me nace del corazón, decirle que usted es mi vida, que no sé vivir sin usted”. El disco está ahí, a la mano: “’Juan Gabriel en el Palacio de Bellas Artes. Con la Orquesta Sinfónica Nacional’. Director huésped: Enrique Patrón de Rueda”. Ahí está en la portada con su traje en lentejuelas blancas y en las fotos interiores con el brillo en dorado y negro. Es el recuerdo de una noche en la que sólo estuvieron mil en vivo, pero a la que millones hemos ido desde entonces. Escuchamos ese. Hagamos una fiesta bajo la luna llena y contemos las estrellas a ver quién cuenta más, con suerte una de esas es él.
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No es suficiente nada más escuchar sus discos. Ay, este dolor está aquí, clavado en lo más hondo. La incredulidad a tope. En qué jodido universo fue posible que a los 66 años el Divo de Juárez se muriera. ¡Pum! Así nomás. Si tan sólo hubiéramos sabido leer su largo adiós. Los arreglos y dúos con los más diversos cantantes de todas las generaciones posibles, de Alejandra Guzmán a Napoleón. Luego, se vistió de etiqueta para decirle a Eduardo Magallanes, su amigo, su carnal, su arreglista, confidente, hermano, su George Martin: “Gracias por cuidar de mí y de mis canciones”. La despedida estaba tan clara desde hace tanto tiempo…Ni modo, no hay peor ciego que el que no quiere ver.
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¿A dónde te lloramos JuanGa, si te fuiste a morir tan lejos? Garibaldi. Sí. Allá vamos. El luto compartido. Las condolencias repartidas. Nos quedamos solos, terriblemente solos con nuestra soledad y tenemos que sobrevivir. Que saquen las botellas. ¡Salud, por que cuando nos vaya mal, nos vaya como esta noche! ¿Cómo esta noche? Sí, qué más nos da. Como esta noche en que nos sabemos vivos de tanta lágrima que no deja de caer. Se murió JuanGa y duele como si se tratara del amigo, ese que nos acompañó en las noches de dolor. Ay, qué trágicos. Pues sí. ¿Y qué? “No me dejes nunca, pero nunca, nunca, te lo pido por favor”.
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Juan Gabriel se multiplica en Garibaldi. Las lentejuelas resuenan al contoneo del Divo pirata. Todos se ponen a bailar con amor, quieren sentirse vivos una vez más. Suenan los mariachis. A 200 pesos la rola. Ándenle pues, échense la de “Amor eterno”. “Como quisiera que tú vivieras, que tus ojitos jamás se hubieran cerrado nunca y estar mirándonos. Amor eterno e inolvidable”. El llanto masivo. Los borrachos van cayendo poco a poco, como hoja del otoño que todavía no llega.
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Un descubrimiento. El himno a las madres es la que más se saben los dolientes. La cantan una y otra y otra vez. El top 5 de JuanGa es: “Amor eterno”, “Abrázame muy fuerte”, “Se me olvidó otra vez”, “Querida” y “Para qué me haces llorar”. Alberto que hizo tanto para que nos aprendiéramos al menos unas 600 de sus 1500 y nomás nos sabemos de memoria, a capela y sin tantita ayuda, cinco, seis a lo mucho. Ya ni le fregamos. ¡Hasta cantó con Vicente Fernández, cuando en décadas no hizo otra cosa que renegar de sus canciones!
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Ahí está la estatua de Juan Gabriel. No se parece, pero qué más da. Llegan las flores, las rosas, las coronas, es nuestro muertito, nuestro y de nadie más. Su estatua como ataúd. Los mensajes se los damos por escrito, no vaya a ser que no le lleguen: “JuanGa con tu amor eterno ya estás con Dios”, “JuanGa siempre estás en mi mente”, “No me voy a despedir, sólo te deseo buen viaje”, “Albertito allá nos vemos”, “Salúdame a mi mamacita, que debe estar feliz de conocerte”. Los mariachis empiezan a encajarse. A 250 la rola. Sáquense. Nos vamos con el velorio para otra parte.
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Acabamos en la explanada del Palacio de Bellas Artes y no nos hemos ido desde que te nos fuiste. Siete noches con sus días. Un pequeño altar con flores y fotografías. Los retratos y los pósters de 30 varos para arriba, según el tamaño del dolor y del bolsillo. Qué manchados. La fiesta espontánea. Luego de varios días, la lágrima se va convirtiendo en canto, en risa, en jotería. ¡Sí, todos a jotear!
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Ahí está ese señor con su playera de los Pumas, mirando a lo lejos a los jóvenes que viven fuera del clóset desde que nacieron. Llevaron una bocina y un micrófono para armar un pachangón en nombre del Divo. Si nos soplan la rola, nos sabemos casi todas. Más de 500 voces se unen en una sola para cantar “Debo hacerlo”. “Aaaaaahhhh, aaaahhhhhh, gracias por los Klénex, gracias por los pañuelos, aaaaahhhhh, aaaaaahhh”. Al señor se le mueve la cadera, así, solita, no la controla. Divino. Los hombros no se resisten. “Debo hacerlo todo con amor. Ahhhh, ahhhhh, ¡eso!” Al fin se anima y se acerca al grupo que no deja de bailar, de mover la mano de izquierda a derecha, como si estuvieran en la Sala Principal esa noche de mayo de 1990. El que le va a los Pumas y rebasa los 50 años termina arriba de una jardinera, con micrófono en mano y dirige toda la escena. “¿¡Y ahora cuál cantamos¡?, ¡¿les parece la de ‘Querida’?!”, dice el de la playera. Y ahora sí, a jotear se ha dicho, desde el alma, desde adentro, con todo, sin lentejuelas, con alegría, con libertad. “Dime cuándo tú, dime cuándo tú vas a volver, eh, eh, eh”. ¡Bravo! Ay, Alberto, qué orgulloso estarías de nosotros. Tú que sin decirlo nunca, lo dijiste siempre, todos los días, a todas horas, todas las noches, en todos los escenarios: Hay que tener el valor de ser quien se es, no más, nunca menos.
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Los JuanGas piratas siguen llegando a la explanada del Palacio donde también cantó el original en 1997 y en 2013. Se arman tres grupos: el de la bocina con el karaoke, los que siguen en el altar improvisado con las flores y los llantos, como en novenario, y los JuanGas. El rito funerario y festivo por Alberto Aguilera Valadez sorprende a la prensa nacional e internacional. Los reflectores los alumbran, los flashes no cesan. Los dolientes posan para las cámaras, que todo el mundo se entere que aquí seguimos y aquí seguiremos hasta que nos lo traigan.
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Ya lloramos, ya brindamos, ya cantamos, ya bailamos. ¿Y ahora qué más hacemos? ¡Vámonos a la cantina! Que sí, que no, que cómo me la maravillaría yo. “Yo me voy a emborrachar, a no saber de mí, que sepan que hoy tomé y que hoy me emborraché por ti”. En la rockola están todas las canciones. A cinco pesos por tema. Los cocteles están al dos por uno en ese sitio de mala reputación en República de Cuba. Una copa, la segunda. Algo le pusieron a las bebidas porque el dolor marea. Nos vamos.
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Ay, Juan Gabriel. Se nos murió. ¡Carajo! Hoy hace una semana que te fuiste. Mañana nos despediremos de ti. Adiós, amor, adiós amor te vas. Goodbye, my love, goodbye.
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FOTO: Juan Gabriel se multiplica en la Plaza Garibaldi de la Ciudad de México. Las lentejuelas resuenan al contoneo de los imitadores. / Jorge Serratos. El Universal